Así se convirtió Chéjov en un adversario del populismo
Literatura
Maestro del relato corto, Chéjov reaccionó contra la idealización del pueblo ruso habitual entre sus contemporáneos
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El escritor ruso Anton Chéjov, que nació hoy hace 160 años según el calendario gregoriano, no era amigo de polémicas. Es más, su estilo narrativo ha pasado a la historia como un alarde de precisión quirúrgica (era médico), de tierna compasión humanista y una ausencia de fuerte militancia política e ideológica. Pues bien, a pesar de todo esto, se vio envuelto en una agria polémica con el populismo de su tiempo.
Concretamente, en 1897, el maestro publicó un cuento largo titulado Campesinos. Aquí se atrevió a describir a la población rural sin idealizarla ni sentimentalizarla lo más mínimo. Es cierto que en algunos aspectos mostraba su habitual compasión hacia ellos, pero lo que muchos no iban a perdonarle es que no les ahorrase epítetos como “groseros, ruines, sucios, borrachos” o que se preguntase, sinceramente, “¿Cómo iban a ayudarles los ricos, los fuertes, siendo tan groseros, tan ruines, tan borrachos, injuriándose de una manera tan abominable?”
Esto era un puñetazo en el rostro contra el principal ideal nacional del momento. Al fin y al cabo, se consideraba que la población rural poseía unas cualidades excepcionales, que, por sus propias tribulaciones, tenían mucho que enseñar al resto de sus compatriotas y que, finalmente, ellos eran el auténtico receptáculo del alma rusa pura, sencilla y sin adulterar. Fiódor Dostoyevski llegó a decir que un campesino que sirviera en la cocina era superior, moralmente, a cualquier caballero de la burguesía europea. Es más, añadió, son los campesinos los que deben mostrarnos el camino y “nosotros debemos someternos ante la verdad de la gente”.
Por suerte, se afirmaba entonces, no los habían contaminado ni el afrancesamiento acomplejado (la inmensa mayoría de la nobleza hablaba francés y no ruso hasta que Napoleón empezó a invadirlos) ni la obsesión por ser europeos a cualquier precio que había cristalizado en la admiración de la nobleza británica terrateniente, en la imitación de los salones de París en San Petersburgo y hasta en la construcción de esa bella ciudad.
Muchos nobles y escritores franceses o británicos la consideraron, desde el principio, como una especie de Las Vegas europeo, donde se copiaban y se mezclaban eclécticamente los estilos arquitectónicos de moda en Viena, Londres o París… dotando a los edificios y paseos de una grosera inmensidad monumental. El historiador Orlando Figes recoge en El baile de Natacha, un espléndido ensayo, un divertido ramillete de comedias del siglo XVIII donde los personajes se preguntaban, casi golpeándose en el pecho, qué habían hecho ellos para ser rusos y no franceses.
Terrible carga, al parecer. Incluso algunos de los represaliados por la revuelta de diciembre de 1825, conocidos por eso mismo como decembristas, reservaron sus últimos alientos para indignarse contra la madre patria. Concretamente, cuenta Figes, cuando iban a ahorcar a cinco de los sublevados, tres de ellos rompieron la cuerda por exceso de peso y se colaron directamente por la trampilla. Entonces, alguno, con el cuello dolorido pero vivo al fin y al cabo, dijo aquello de: “¡Qué desastre de país! ¡No saben ni ahorcar como es debido!”
En el verano de 1874, miles de estudiantes de familias prósperas dejaron sus universidades en la ciudad para montar unas comunas en el campo que, según decía Kontstantin Aksakov, uno de los grandes intelectuales de la época, no eran otra cosa que “la unión de la gente que ha renunciado a su egoísmo, su individualidad, y que expresa su común acuerdo; es un acto de amor noble y cristiano”.
Querían enseñarles a leer, aprender un oficio con ellos y convivir con quienes albergaban la pureza del alma rusa
Los jóvenes se autodenominarían ‘populistas’, porque su vocación era servir a la población sencilla de las aldeas, a quien miraban con un fuerte sentimiento de culpa (¿por qué eran tan pobres siendo ellos tan ricos?) y paternalismo. Querían enseñarles a leer, aprender un oficio con ellos y convivir, en definitiva, con aquellos que albergaban toda la pureza del alma rusa. Además, esperaban unir su país, esta vez sí, en torno a la literatura, el arte y una solidaridad entre las clases sociales que, por fin, era posible gracias a la reciente emancipación de los siervos en 1861.
Recitaban con pasión el gran poema épico de Nikolái Nekrásov (¿Quién es Feliz en Rusia?) y trataban de convertir el libro de Nikolái Chernyshevsky (¿Qué hacer?) en la hoja de ruta de una sociedad nueva. Muchas de las luminarias intelectuales de la época se habían enamorado locamente de la figura del campesino. Orlando Figes nos recuerda, de nuevo, en El baile de Natacha, que “para los populistas, el campesino era socialista por naturaleza, la encarnación del espíritu colectivo que distinguía a Rusia de Occidente.
Los demócratas como Aleksandr Herzen veían en él a un campeón de la libertad y su estado salvaje encarnaba el espíritu liberado de Rusia. Los eslavófilos lo consideraban un patriota ruso, sufriente y paciente, servidor humilde de la verdad y la justicia”. Los campesinos que recibieron a los estudiantes populistas no los veían del mismo modo. Por eso, muchos los trataron con cautela u hostilidad, tuvieron problemas para entender las elevadas ideas socialistas que les impartían, no aceptaron de buen grado el cuestionamiento de la autoridad del zar y los denunciaron a la policía.
Ante la sorpresa de los populistas, algunos campesinos se formaban con ellos solo para emigrar poco después a la ciudad en busca de una vida mejor. Las comunas, en general, fracasaron y algunos estudiantes fueron de cabeza a vivir en la clandestinidad. Habían proyectado sobre los campesinos una imagen idealizada que no se correspondía, en absoluto, con la realidad.
El dolor
Aquella herida seguía abierta cuando Anton Chéjov publicó Campesinos en 1897. Así, el escritor León Tolstói lo calificó de “pecado contra el pueblo”, los populistas proclamaron que el relato no hacía justicia a la espiritualidad de la población de las aldeas y, por fin, los eslavófilos pusieron el grito en el cielo ante tamaña calumnia contra Rusia.
Lo que más les dolía, seguramente, es que Chéjov, hijo y nieto de siervos, no solo había escrito antes cientos de páginas memorables y llenas de compasión sobre los campesinos, sino que conocía bien su realidad. Los trataba a diario como médico gratuitamente, había dejado de escribir una temporada para contener el brote de cólera que los asediaba y, en fin, eran sus vecinos y sirvientes en la villa de Mélijovo, donde les ayudó a construir una escuela.
Además, había investigado concienzudamente las estadísticas que reflejaban su pobreza (colaboró en la confección del primer censo nacional de la historia de Rusia) y creía que la ciudad, a pesar de tantos abusos, podía ofrecerles a veces un futuro mejor. Como escribió refiriéndose a Tólstoi, “hay más amor a la humanidad en la electricidad y la máquina de vapor que en el vegetarianismo”.
Por cierto, no deja de ser curioso que los reaccionarios fueran uno de los pocos grupos que celebraron el relato de Chéjov en 1897. Quizás no se podían imaginar que siete años después publicaría una obra de teatro, El jardín de los cerezos, que ridiculizaba a su venerada nobleza rural.
Era una caricatura tan irónica que en Moscú prefirieron estrenarla como una tragedia sentimental que suspiraba por los viejos tiempos de los príncipes y barones que lo habían perdido todo. Y efectivamente, así había sido pero únicamente por sus gastos extravagantes, su pésima administración y porque, en 1861, les habían obligado a compartir una porción de sus tierras con los que hasta entonces eran sus esclavos.