Josefina, emperatriz de Francia
A su primer marido le pareció insulsa. No podía imaginar que, años después, se convertiría en la mujer más poderosa de Francia de la mano de Napoleón.
Nacida en la Martinica, en las Indias Occidentales francesas, Josefina era la mayor de cuatro hijas del matrimonio La Pagerie, que con la ayuda de mano esclava regentaba una plantación azucarera llamada Les Trois Ilets. La familia llevaba una vida de aparente lujo, llena en realidad de carencias. Sobre todo tras el huracán que en 1766 arruinó la isla y los bolsillos de La Pagerie.
Por aquella época, abandonar la isla de Barlovento e instalarse en París era el sueño de cualquier francés, y eso no excluía a los La Pagerie ni, evidentemente, a la mayor de sus hijas, Marie-Josèphe-Rose, a la que todos llamaban Rose. Cuando el matrimonio La Pagerie casi había tirado la toalla en su afán de casarla, a Rose le llegó por fin la oportunidad de conocer el París de los salones y cafés.
Y lo consiguió gracias a un compromiso matrimonial tardío con el vizconde Alexandre de Beauharnais, un joven apuesto y culto al que adoraba, pero que nunca se enamoró de ella. A diferencia de él, la primogénita de La Pagerie no era agraciada físicamente, y tampoco había recibido la educación exquisita de las mujeres de la nobleza parisina, por lo que Alexandre la despreciaba, al considerarla una aldeana que no estaba a su altura.
Pese a todo, el matrimonio tuvo dos hijos, un varón, Eugène, y una hija, Hortense. Esta, que nació antes de los nueve meses, se convirtió en la excusa perfecta para repudiar a Rose, acusándola falsamente de infidelidad. Pero Rose no estaba dispuesta a darse por vencida, así que decidió iniciar una querella legal para una separación judicial y recluirse en el convento de Penthémont. Antes eso que abandonar París.
En el convento refinaría sus modales y de allí saldría victoriosa con una renta anual de 5.000 libras a cargo de Alexandre, que tuvo que reconocer la legitimidad de Hortense. Tras su paso por el convento, y pese a sus muchos aprietos económicos, se abriría una nueva etapa en la vida de Rose, que, ahora sí, vivió varias aventuras con diferentes admiradores de la corte parisina.
Sacudida revolucionaria
Sin embargo, la inflexión revolucionaria con la caída de la Bastilla en 1789 trajo consigo un escenario convulso. París se transformó en un hervidero político y social en el que destacaba como punto neurálgico la Asamblea Nacional, que debía redactar una Constitución para los franceses. Y su presidente electo era Alexandre de Beauharnais, que, aprovechando su situación de poder, no dudó en denunciar a Rose para que le devolviera joyas y muebles que nunca había poseído.
Tres años después, la Convención Nacional daría lugar a una nueva república. Esta, además de abolir la monarquía, implantaría finalmente el calendario revolucionario. El primer día de la nueva era se fijó el 22 de septiembre de 1792… y tras él, como una de las primeras cuestiones a tratar por la Convención, llegarían el juicio y la ejecución del rey Luis XVI, que tuvo lugar menos de un año después.
Se trataba de una época tan agitada que toda influencia podía ser útil para prosperar o salvar vidas. Por ello, Rose no dudó en emplear el apellido de Beauharnais para adentrarse en los círculos de poder. Según el historiador Frédéric Masson, “pudo ayudar a varias personas por medio de su amistad con algunos hombres influyentes del momento; su moral fácil, sus amoríos y su amabilidad nativa la hacían popular sin peligro para sí misma, al menos por el momento”.
El fracaso de Alexandre como jefe del Ejército del Rin y el posterior deterioro de su popularidad, así como la instauración de la ley de Sospechosos, que podía condenar a prisión o a la guillotina a cualquiera cuya lealtad a la Revolución pudiera ser dudosa, acabó con su situación de gracia. Pese a que la propia Rose intercedió para liberarlo, Alexandre fue encarcelado.
Para Napoleón, Josefina había sido “la primera mujer en infundirle confianza”.
A los pocos días, junto a muchos otros “sospechosos” que abarrotaban las cárceles, Rose corrió la misma suerte en la prisión de Les Carmes. Un lugar sórdido en el que se amontonaban más de setecientas personas y en el que ambos aún tuvieron tiempo de mantener un idilio… por separado.
A diferencia de Alexandre, que fue guillotinado ante su exesposa y amante, Rose sí consiguió abandonar la prisión y, con la ayuda de préstamos de familiares y amigos, recuperar parte de su vida anterior. Conocer al jefe de los constitucionalistas, que además se convertiría en su protector y amante, Paul Barras, le cambiaría la vida como nadie entonces podía imaginarse.
Y es que, además de presidente de la Convención Nacional, general en jefe del Ejército del Interior y uno de los hombres más influyentes de la escena parisina, Barras era amigo de un joven general corso cuya carrera militar empezaba a despuntar en aquel momento: Napoleón Bonaparte. Napoleón ingresó en el mundo alegre de Barras y sus conocidos a finales de verano de 1795.
Cuando se conocieron, ella tenía 32 años y él 26. Por lo que parece, la atracción fue inmediata, aunque por aquel entonces Rose, a la que Napoleón “rebautizó” tomando su segundo nombre, Josèphe, ya estaba enamorada de un joven soldado, el general Hoche. Tras varias visitas y flirteos descarados, en los que Rose –ahora Josefina– se mostraba, en palabras de Napoleón, como una mujer sensual, “de gracia extraordinaria e irresistible dulzura”, se iniciaron las relaciones entre ellos.
Pero mientras que para una mujer experimentada como Josefina aquel anodino protegido de Barras era una mera distracción, para Napoleón fue su primera experiencia con una mujer a la que amaba (su única relación hasta el momento había tenido lugar con una joven prostituta bretona).
Josefina había sido “la primera mujer en infundirle confianza” y, además, era “incomparable a ninguna otra”, puesto que a su sensualidad sumaba una extraordinaria capacidad para conversar y mostrar interés en los planes del corso, aunque fueran militares. La propuesta de matrimonio no tardó en llegar.
Placer y tormento
Aunque desde el principio la viuda de Beauharnais recibió el rechazo unánime de todo el clan Bonaparte, se celebró la boda. Curiosamente, como Napoleón no tenía certificado de nacimiento, acabó tomando prestado el de su hermano José. Por su parte, Josefina haría lo propio y, en tanto que la Martinica estaba ocupada por los ingleses y no podía regresar, utilizó el de su hermana Catherine.
“Mis soldados tienen increíble confianza en mí. Solo tú me acongojas; tú, placer y tormento de mi vida”, escribió Napoleón.
En el registro consta que Josefina se casaba con 28 en lugar de los 32, y Napoleón con 27 en lugar de los 26. La luna de miel duró solo dos días y dos noches y, como relata Vincent Cronin, “para Napoleón, que no tenía experiencia en los refinamientos del dormitorio, esta no fue lo suficientemente prolongada como para que le permitiese conquistar a Josefina”.
Según parece, anteponiendo sus deberes del frente a los conyugales, llegó a pedirle: “Paciencia, querida. Tendremos tiempo de hacer el amor cuando hayamos ganado la guerra”. Y partió al frente. Las cartas desde el cuartel de Niza demuestran la pasión que sentía Napoleón por su esposa. Ella, por su parte, se mostraba demasiado ocupada entre fiestas y compromisos sociales como para visitarle.
No solo le escribía menos cartas, sino que su silencio mermaba la confianza de Bonaparte, cuyo nombre empezaba a ser célebre gracias a los éxitos de su campaña de Italia. “Mis soldados tienen increíble confianza en mí. Solo tú me acongojas; tú, placer y tormento de mi vida”, escribió. Enfermo de amor, Napoleón se atormentaba imaginando que ella pudiera estar engañándole.
Tanto es así que llegó a recriminarle: “Amas a todos más que a tu esposo”. Confesó que estaba desesperado: “Mi esposa se niega a venir. Debe de tener un amante que la retiene en París”. Y así era. Mientras él libraba su guerra contra los austríacos, Josefina vivía su idilio con el teniente Hyppolyte Charles, nueve años más joven que ella.
A las cartas de amor, en las que Napoleón se presenta absolutamente subyugado a Josefina (“en medio de mis tareas, a la cabeza de mis tropas, solo mi adorable Josefina reside en mi corazón, absorbe todos mis pensamientos”), se suman las de celos y reproches. Napoleón llegó a afirmar que si Josefina no se reunía con él, abandonaría el ejército.
Fue entonces cuando el propio Barras decidió intervenir y obligar a Josefina a visitarle. Y ella lo hizo. A regañadientes y con algún alto en el camino para ver a Hyppolyte Charles, que también estaba en Italia.
Tras su viaje italiano, Josefina regresó a París para dar rienda suelta a su naturaleza despilfarradora. Gastó dinero que no tenía en las reformas de su casa de Malmaison, rodeada de 120 hectáreas de bosques, campos y viñedos.
Quizá por miedo a volver a ser abandonada o porque supo ver en Napoleón a un verdadero marido, Josefina reaccionó.
Enterado del dispendio, así como del idilio de su esposa con Hyppolyte Charles, que casi se convierte en una cuestión de Estado, Napoleón estalló en ira. Pero por mucho que le insistieron, en especial su familia, se negó a divorciarse. El general corso estaba perdidamente enamorado. Esa decisión cambió el curso de la historia de Josefina.
Quizá por miedo a volver a ser abandonada o porque supo ver en Napoleón a un verdadero marido, Josefina reaccionó. Y tras la campaña de Bonaparte en Egipto, se mostró como la mujer tierna, sumisa y servicial con la que él había soñado. Sin embargo, eso no significó que desaparecieran los conflictos. Las escenas de celos eran espectáculos habituales.
Vivir para complacerle
Diez años después del estallido de la Revolución Francesa, Bonaparte dio un golpe de Estado y se proclamó primer cónsul con el objetivo de reorganizar Francia, restablecer la paz y consolidar el poder de la burguesía. El Consulado (1799-1804), en especial los dos primeros años, sería recordado por Josefina como la época más dichosa de su vida, puesto que supo adaptarse a su marido y, en adelante, vivir para él.
Como admitía Napoleón, Josefina conocía todos los vericuetos de su carácter. Y eso, además de facilitar la convivencia, intensificaba la complicidad de la pareja. Pese a las muchas maniobras familiares para que buscase otra esposa y la creciente hostilidad de los Bonaparte hacia Josefina, Napoleón no quería divorciarse.
Aunque no por ello renunció a otras relaciones. La más conocida, la de la condesa polaca María Walewska, de 18 años, con la que, para crispación de Josefina, incluso llegó a tener un hijo. Finalmente, la incapacidad de Josefina para dar un hijo a Napoleón desembocaría en divorcio. El Senado había proclamado como herederos a sus hermanos José y Luis, pero las presiones familiares eran cada vez más insoportables.
Sobre todo, tras la proclamación del Imperio en 1804. Aunque se sabe que la idea del divorcio ya había tomado forma en la cabeza de Napoleón antes de la coronación imperial, decidió que Josefina se proclamase emperatriz de los franceses. Es más, su protagonismo pasó a la historia gracias al cuadro de la coronación de Jacques-Louis David, en el que, más que el propio Napoleón, es Josefina quien ostenta un papel protagonista.
A Napoleón la idea le pareció brillante, por más que por aquel entonces ya era consciente de que necesitaba una descendencia que ella nunca podría darle. Josefina dedicó sus años como emperatriz, apenas cinco, a sus aficiones: los almuerzos, la correspondencia, las donaciones a la caridad y sobre todo las plantas. Pero a esta vida rutinaria cabía sumar una afición compulsiva que, además, seguía siendo motivo de riñas violentas: su desmedido interés por las joyas y los vestidos.
Mientras a ella se le iba la mano en trajes, perfumes, zapatos y fiestas, a Napoleón se le iba la fortuna, aunque quizá como concesión a la emperatriz haya que tener en cuenta que el propio Bonaparte alentaba ese despilfarro exigiéndole que estuviera impecable y a la última. Llegó incluso a hacerla cambiar de modelo varias veces en una noche, a lo que ella asentía movida por la necesidad de agradarle.
Según un testigo de la época, mademoiselle Avrillon, “Josefina era invariable e infaliblemente dulce con el Emperador, adaptándose a sus estados de ánimo, a todos sus caprichos, con una complacencia tal como nunca he visto en nadie más […]. Estudiando los mínimos cambios de su expresión y tono, le ofrecía las únicas cosas que en ese momento él requería".
Por el interés de Francia
Tras muchas dilaciones, finalmente el clan Bonaparte se aseguró el triunfo de su campaña contra Josefina a finales de 1809. Se celebró el divorcio planteado, además de como una necesidad de Estado, como si fuera una ceremonia social. Era evidente que Napoleón no estaba convencido y lo hacía por pura necesidad: era imprescindible un heredero.
Aunque tenía el discurso preparado, en el momento de dirigirse a los asistentes apartó sus notas y manifestó: “Solo Dios sabe que esta decisión me ha destrozado el corazón. He encontrado coraje para ello solo en la convicción de que sirve a los mejores intereses de Francia […]. Solo puedo demostrar gratitud por la devoción y la ternura de mi bienamada esposa. Ella ha adornado trece años de mi vida cuyo recuerdo permanecerá grabado para siempre en mi corazón”. Y se sentó con lágrimas en los ojos.
“Sire, aunque ya no comparto vuestras alegrías, vuestra congoja siempre será mía también".
En las cartas que siguieron al divorcio, inyectadas de nuevo de amor y ternura, los dos reconocerían que la separación era “un sacrificio para ambos”. Según varios biógrafos, se cree que Napoleón estuvo sumido en la depresión de tal modo que solo podía pensar en Josefina.
La boda del emperador con la archiduquesa austríaca María Luisa apartó a Josefina de Bonaparte, pese a que este insistió en ponerla a la diestra del trono con María Luisa a la izquierda. Según Evangeline Bruce, “aún parecía pensar en Josefina como su esposa y en la otra como una necesidad política dinástica”.
En todo caso, la nueva boda con María Luisa, a la que la hija de Josefina sostuvo el manto nupcial durante la ceremonia en las Tullerías, y el nacimiento del heredero, un año después, alejaron para siempre a Josefina de la escena pública, lo que no gustó a los muchos que desaprobaban ese divorcio. Los allegados al emperador que pertenecían al pasado revolucionario sentían cierta solidaridad con la emperatriz.
A finales de 1813, cuando la derrota en Leipzig de Napoleón ya presagiaba su caída, Josefina escribió una carta a su exmarido que él siempre recordaría. “Sire, aunque ya no comparto vuestras alegrías, vuestra congoja siempre será mía también […]. No puedo resistir la necesidad de deciros esto, así como no podría dejar de amaros con todo mi corazón".
Unos meses después, ya en 1814, la derrota de Napoleón se materializó con la entrada de los aliados en París y la abdicación y el exilio del emperador a la isla de Elba. Desde allí recibiría la noticia de la muerte de Josefina, que falleció el 29 de mayo de ese mismo año presumiblemente a causa de una neumonía. Lo hizo en compañía de los suyos, sus hijos Hortense y Eugène, y en su casa de Malmaison.
Cuando, tras fugarse de Elba, Napoleón regresó a París, una de las primeras preguntas que hizo a su médico, el doctor Corvisart, fue: “¿Por qué dejaste morir a mi pobre Josefina?”. A lo que él contestó: “Sire, creo que ella murió de pena".
Este artículo se publicó en el número 486 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .