Primo Levi y su regreso de Auschwitz
Víctimas del Holocausto
Ocho meses después de su liberación de Auschwitz, el escritor italiano Primo Levi volvía a casa. Quedaban atrás su reclusión y un retorno inacabable por media Europa
Nadie como el propio Primo Levi podría contar mejor cómo fue el comienzo del final del Holocausto: “La primera patrulla rusa avistó el campo hacia el mediodía del 27 de enero de 1945. Charles y yo fuimos los primeros en avistarla: estábamos llevando a la fosa común el cadáver de Sómogyi, el primer muerto de nuestros compañeros de habitación. Volcamos la camilla sobre la nieve sucia, porque la fosa estaba llena ya y no había otra sepultura. Charles –prosigue su relato en La tregua– se quitó el gorro, saludando a los vivos y los muertos”.
Comenzaba el final de los sufrimientos de los campos de exterminio y trabajo de los nazis con un terrible saldo, de millones de muertos (seis de ellos, de judíos). Pero aún eran muchas las dificultades que aguardaban a los sobrevivientes del frío, los malos tratos, el hambre y las cámaras de gas antes de regresar a sus ciudades, hacer recuento de víctimas entre la familia y reintegrarse en una vida en libertad.
Una vida que la mera memoria de lo pasado hacía imposible vivir con normalidad. Primo Levi, escritor italiano de origen sefardí cuya capacidad literaria floreció con los recuerdos de tan dura experiencia, es tal vez quien mejor testimonio nos ha dejado de aquella barbarie. Su Trilogía de Auschwitz, integrada por Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados, nos lega la panorámica global más expresiva del odio y ensañamiento a los que fueron condenados tantos inocentes de nada que no fuese la falta de sangre aria.
En manos de los nazis
Levi nació en Turín el 31 de julio de 1919 en el seno de una familia liberal y acomodada, y estudió Ciencias Químicas en la propia universidad turinesa. La brillantez de su currículo académico le auguraba un futuro prometedor, pero su condición de judío enseguida se cruzó en su camino profesional. El fascismo de Mussolini, que no ocultaba sus simpatías hacia el régimen nazi y sus métodos racistas, limitaba cada vez más la actividad laboral o mercantil de quienes llevaban la etiqueta de judíos.
Levi a duras penas consiguió trabajo clandestino en una mina de asbesto en Balangero. Tenía veinticinco años cuando la milicia fascista hizo una redada entre sospechosos de participar en la resistencia contra el régimen, a la que Primo Levi se había sumado algunos meses antes. Carente de experiencia en la lucha clandestina, el 13 de diciembre de 1943 fue detenido, entregado a las fuerzas de ocupación alemanas y torturado por estas.
En el vagón de Primo Levi, uno de los más pequeños del convoy, iban hacinadas 45 personas
Unas semanas más tarde fue embarcado con otros centenares de prisioneros en un tren con dirección –según señalaba un cartel con una flecha– a Auschwitz, un lugar del que nadie había oído hablar. Varios de los prisioneros murieron sin auxilio alguno. Los vagones habían sido precintados y, durante los cinco días que duró el viaje, la falta de agua y el olor de los excrementos y orines se volvían insoportables. Comida tenían la que cada familia acarreaba.
Los agentes de las SS que habían controlado el embarque, mostrando su cara más amable, les recomendaron que llevasen alimentos, prendas de abrigo y... dinero y joyas, por si lo podían necesitar. Una recomendación malévola con la intención premeditada de robárselo a las primeras de cambio. En el vagón de Primo Levi, uno de los más pequeños del convoy, iban hacinadas 45 personas. Apenas podían moverse. De pie cabían, pero sentadas, no. Para dormir tendidos en el suelo tenían que hacer turnos.
La angustia del viaje, bajo el traqueteo monótono sobre unos rieles desvencijados, con paradas interminables en estaciones con nombres desconocidos, terminó al anochecer del quinto día. El tren se adentró en la moderna estación de Birkenau, desde la que se divisaban largas filas de barracones y edificios de inimaginable destino. Después de tantas penurias, todos recibieron con alivio los rótulos que colgaban de algunas naves con la palabra “duchas” y, debajo, una frase en alemán recordando que “La higiene es salud”.
Pero la ilusión de una ducha reconstituyente no era más que una trampa pensada para tranquilizar a los que llegaban. Conforme fueron descendiendo los pusieron en fila, e inmediatamente los médicos del campo empezaron a hacer una selección entre los considerados válidos para trabajar y aquellos en los que no merecía la pena invertir dinero en rancho para mantenerlos. Fueron apartados 66, y al resto de los que habían llegado vivos, unos 550, se los invitó educadamente a entrar en aquellas duchas, donde, en lugar de agua, les esperaba una corriente de gas Zyklon que les asfixiaría en pocos minutos. Entre ellos se contó Iolanda, la esposa de Primo Levi, de la que nunca volvería a tener noticia.
La “suerte” de Levi
Corría el mes de febrero de 1944. La profesión de químico de Levi –el prisionero tatuado con el número 174.489– le llevó a ser incluido en el grupo de los considerados válidos para trabajar. Se le destinó al llamado lager (campo de concentración) de Monowitz, uno de los tres subcampos que integraban el complejo de Auschwitz en la Alta Silesia (Polonia). Monowitz no era un campo de exterminio, sino de trabajo, y albergaba a 12.000 prisioneros.
Levi fue destinado al bloque 30, que alojaba a un komando de trabajadores de la fábrica sobre la que giraba la principal actividad. Los internos que dejaban de ser válidos para las necesidades del campo eran devueltos en autocares a Birkenau, para ser liquidados en las cámaras de gas. En el lager de Monowitz funcionaba una factoría, Buna, de la empresa IG Farben, productora de caucho sintético. Era una de tantas compañías alemanas que, durante la etapa nazi, se aprovecharon de la explotación como esclavos de las víctimas del régimen, judíos en su mayor parte.
Iba agotando su salud e incrementando a cambio su fe, pese a no haber sido nunca muy religioso
Buna fue considerada por los aliados objetivo militar, y fue la única instalación bombardeada del complejo de Auschwitz. Los desperfectos causados por las explosiones, de los que no se recuperaría, ya habían limitado notablemente su actividad cuando Levi se incorporó a sus laboratorios. “Tuve la suerte de ser deportado a Auschwitz en 1944, cuando la escasez de mano de obra obligaba a los alemanes a prolongar la vida de los prisioneros que iban a eliminar”.
Permaneció en el lager diez meses, trabajando catorce horas diarias, sufriendo vejaciones, acusando el frío glacial en invierno y el calor agobiante en verano. Padeció enfermedades, vio morir a compañeros y soportó la crueldad y el ridículo de los kapos, los guardianes internos del campo. Judíos muchos de ellos, examinaban cada mañana si su camastro (que por su corta estatura tenía que compartir con un corpulento judío polaco) estaba bien alineado con los demás.
Aunque nada incitaba a conservar la esperanza, él soportó tormentos, privaciones e incertidumbres que iban agotando su salud e incrementando a cambio su fe; él, que nunca había sido una persona religiosa. Se resistía a creer que ser judío pudiera ser un pecado merecedor del castigo que estaba sufriendo.
La hora de la desbandada
Pese a la escasez de noticias, se extendieron rumores sobre un retroceso alemán en la guerra. Se vieron confirmados cuando, a mediados de enero de 1945, los miembros de las SS y soldados nazis empezaron a dejar el lager en manos de los jefecillos que habían colocado para el mantenimiento del orden. Durante unos días, mientras los guardias en Birkenau, a punto de la desbandada, volaban las cámaras de gas y los crematorios para borrar las pruebas de la barbarie, en Monowitz asumió el mando el lagerälteste del campo.
Este, un prisionero común alemán llamado Jupp Windeck, ejercía su superioridad racial germana y la correspondiente saña contra los judíos. En aquellas horas se creyó poco menos que el heredero del Führer, y el maltrato a los prisioneros se agravó. En el lager nada parecía haber cambiado: algunos kapos oficiosos y serviles se empeñaban en mantener en los bloques la disciplina impuesta por unos SS que ya habían escapado. Los prisioneros estaban tan desanimados que tardaron en ser conscientes de que su suerte estaba cambiando. No hubo celebraciones cuando irrumpieron los soldados del Ejército Rojo.
Una huida interminable
La evacuación del campo a pie entre la nieve y el hielo fue agotadora: mal calzados, mal abrigados y mal alimentados, caminaron sesenta kilómetros por la estepa durante siete días. Gran parte de Polonia todavía estaba ocupada por los nazis, y los soviéticos los llevaban deambulando sin rumbo claro hacia las partes liberadas. Algunos no resistieron y fueron quedando a medio enterrar por el camino.
Levi inmortalizó aquella peripecia dramática, aunque también con algunos componentes esperpénticos, en La tregua. En sus páginas describe las calamidades hasta que consiguieron llegar a una estación de tren, donde embarcaron sin saber cuál sería su destino. El renqueante convoy fue pasando por instalaciones destrozadas, pueblos perdidos en la estepa y estaciones semiabandonadas. De vez en cuando, el tren se detenía en medio del campo sin razón aparente, y pasadas unas horas volvía a ponerse en marcha sin más.
El trato de los soldados soviéticos era correcto, pero la organización resultaba surrealista
No podían imaginar que su periplo se prolongaría varios meses, cambiando de trenes en múltiples ocasiones, con paradas incluso de semanas de duración. Iban a atravesar un buen puñado de países antes de enfilar hacia Italia. El trato que recibían de los soldados soviéticos era correcto, comparado con el dispensado por los alemanes, pero la anárquica organización resultaba surrealista.
En el relato apasionante que Levi ofrece, lo primero que queda patente es la capacidad humana para resistir adversidades y apañárselas para sobrevivir. A veces, las raciones de comida que repartían los soviéticos eran abundantes y podían guardarse una parte, pero en otras ocasiones se alimentaban de lo que lograban adquirir a los campesinos en los mercados de pueblo a cambio de lo más inimaginable..., o de lo que conseguían arrancar de los huertos que asaltaban.
Las patatas, los pepinos y, sobre todo, las zanahorias eran el principal elemento de subsistencia. Se proveyeron poco a poco de utensilios de cocina, y en las paradas improvisaban hogares con unas piedras y guisaban algún potaje con aquello que reunían. La única fuente proteínica que recibieron con cierta frecuencia fueron salchichas. De vez en cuando cocinaban en el suelo de los vagones, que se llenaban de un humo cegador.
De todos modos, la resistencia de algunos tocaba a su fin. Cada día que pasaba había algún componente menos en el grupo. En aquella situación, en que los días se hacían largos y las noches eternas, los viajeros tenían muchas horas para pensar, para recordar la vida en el lager, para rebelarse interiormente contra su suerte y para evocar la memoria de sus seres queridos, de los que nada sabían desde hacía mucho.
La guerra, mientras tanto, avanzaba hacia su final. Los alemanes se retiraban hacia el oeste, dejando tras de sí pueblos arrasados por los bombardeos y gentes harapientas y asustadas que escapaban de la presencia de cualquier desconocido. Durante las esperas prolongadas, los supervivientes intentaban evadirse de las fatalidades. Guiados por el fondo de aquella frase que luego Levi acuñaría para la memoria, “los objetivos de la vida son la mejor defensa contra la muerte”, algunos pasajeros montaban espectáculos nocturnos alrededor de una hoguera que, cuando menos, les proporcionaba el confort de la lumbre.
Los restos del uniforme que llevaban les daban un aspecto de bandoleros y asustaban
Tampoco faltaban fugaces escarceos sexuales entre algunas parejas, o quien se olvidaba por unas horas de sus desgracias emborrachándose con lo que había podido adquirir o robar. Pero a los problemas acumulados se sumaba la aparición de enfermedades contagiosas y de epidemias de piojos y otros parásitos. La variedad de idiomas con que se iban encontrando, empezando por el ruso de sus protectores, les complicaba la comunicación y aumentaba la desconfianza que su presencia despertaba en los pueblos donde desembarcaban.
Nadie sabía qué representaban los restos del uniforme del campo que aún formaba parte de su indumentaria, pero les daban aspecto de bandoleros y asustaban. Levi hablaba italiano, y en el lager había aprendido algunas palabras de yidis que le permitían entender algo de alemán. En octubre de 1945, tras haber discurrido por Ucrania, Bielorrusia, Rumanía y otros países, pasaron cerca de la frontera italiana, pero el tren se dirigió a Múnich.
La capital bávara, que mostraba por doquier los desastres de la guerra y se esforzaba por recuperarse, generó en todos una sensación difícil de asimilar. Habían cambiado las condiciones, pero, aunque todos aquellos alemanes que discurrían por la ciudad parecían personas “normales”, los antiguos prisioneros no podían desvincularlos del recuerdo de sus sádicos guardianes.
"Teníamos la impresión –escribiría después Primo Levi– de tener algo que decir, cosas enormes que decir a todos los alemanes, y de que cada alemán debía hablarnos; sentíamos la urgencia de sacar conclusiones, de explicar y de comentar como jugadores de ajedrez el final de una partida. ¿Conocían la existencia de Auschwitz, la masacre cotidiana y silenciosa en las puertas de las casas? En caso afirmativo, ¿cómo podían andar por la calle, regresar a sus casas y mirar a sus hijos o cruzar el umbral de una iglesia? Sentía el número tatuado en el brazo gritar como una llaga”.
Finalmente, el tren con destino a Milán cruzó la frontera italiana. Los pasajeros llegaron a Turín el 19 de octubre. Hacía casi dos años que Primo Levi había sido detenido y casi ocho meses desde su liberación del lager de Monowitz. Aquel viaje insufrible, absurdo en su itinerario, en busca de la libertad y el reencuentro, había terminado. De los más de 1.200 judíos prisioneros que habían partido de Italia hacia Auschwitz en febrero del año anterior, apenas regresaban veinte.
Su aspecto era penoso. Cuando Levi llamó a la puerta de su casa sin saber si quedaba alguien de su familia para recibirle, la portera del inmueble no le reconoció. Todos se hallaban a salvo. Su madre, que ya no le esperaba, le dijo al verle: “Hace frío, ponte un jersey”. “¡Ni hablar!”, respondió. No iba a ponerse un jersey. Tampoco tenía ninguno.
Este artículo se publicó en el número 597 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.