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Los carteles de Toulouse-Lautrec

El encuentro entre empresarios y artistas en París convirtió la publicidad en un nuevo género artístico en el que destacaron genios como Toulouse­-Lautrec.

Detalle de Troupe de Mlle Églantine, cartel de Toulouse-Lautrec de 1896.

carteles Belle Epoque

El talento se topó con el dinero. Sucedió en París, en el período conocido como la Belle Époque, los efervescentes años comprendidos entre las últimas décadas del siglo XIX y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, una etapa en que se forjaría la modernidad en muchos sentidos.

El talento lo aportaban los cientos de artistas que se desplazaban hacia la Ciudad de la Luz en busca de fortuna. El dinero iba a cargo de una legión de nuevos empresarios, surgidos de una segunda revolución industrial que se cimentaba en la expansión definitiva del ferrocarril, los hallazgos científicos y tecnológicos y la creación de fórmulas de distribución como los grandes almacenes.

Los primeros buscaban mecenas. Los segundos, un modo de anunciar a una incipiente sociedad de consumo todo un nuevo rango de productos y servicios a su alcance, desde bicicletas a milagrosos cosméticos, pasando por innumerables propuestas de entretenimiento. Así, los artistas se toparon con los empresarios... y nacieron los carteles.

Cartel de Jules Chéret anunciando el jabón Cosmydor.

TERCEROS

El arte llegó a las calles de París y el éxito fue rotundo. Los críticos no dudaron en considerar aquel nuevo medio como una más de las expresiones artísticas. Cierto que se trataba de producciones en serie y, a veces, con fecha de caducidad –caso de anunciar un evento–, pero contenían más creatividad e ingenio que muchos de los cuadros colgados en las exposiciones oficiales.

La recepción del público, por su parte, fue igual de entusiasta: los transeúntes se paraban a admirar y comentar las creaciones, algunos incluso arrancaban los carteles apenas pegados unos minutos antes y, muy pronto, empezaron a aparecer recopilaciones (llamadas Les Maîtres de l’Affiche) en formato libro de los mejores carteles de la temporada. El nuevo invento parecía a gusto de todos. Los empresarios se frotaban las manos ante la notoriedad que alcanzaban sus productos, mientras que los artistas encontraban una lucrativa fórmula de subsistencia. Capitalismo y arte, en fin, parecían no estar reñidos.

Chéret, el creador

La paternidad del cartelismo se atribuye a un artista llamado Jules Chéret. No solo porque ideó un sistema para imprimir en color y a gran escala, sino porque introdujo un nuevo lenguaje en vigor hasta hoy: los textos perdían importancia ante las imágenes; los carteles, más que anunciar, sugerían. En 1866, con la ayuda financiera de Eugène Rimmel, el perfumista que dio nombre a la máscara de ojos, Chéret creó su propio negocio de impresión.

Algunos de los mejores pintores, ilustradores y caricaturistas probaron suerte en el nuevo medio.

Sus más de mil carteles para todo tipo de empresas le llevaron a amasar una enorme fortuna. ¿Por qué recibió tal avalancha de encargos? Cada vez eran más los productos que no estaban destinados a cubrir necesidades básicas, productos como el tabaco o las bebidas alcohólicas, que precisaban del toque Chéret, de sus situaciones repletas de belleza y sofisticación, para llegar al público.

Chéret se convirtió en una de las grandes celebridades de París, y pronto algunos de los mejores pintores, ilustradores y caricaturistas de la ciudad probaron suerte en el nuevo medio. La Belle Époque se convertía así en la edad de oro del cartelismo, con una nómina de celebridades cuyos diseños, considerados obras maestras del género, alcanzan hoy abultadas cifras en las subastas: Théophile Alexandre Steinlen, Eugène Grasset, Pierre Bonnard, Leonetto Cappiello...

Cartel de Toulouse-Lautrec para el local Divan Japonais, 1892-93.

TERCEROS

De la larga lista de competidores de Chéret donombres se hicieron tan famosos como el del padre del cartelismo. Uno correspondía a un pintoresco artista, cojo, bajito, tocado con un sombrero de hongo y asiduo de los ambientes nocturnos de Montmartre: Henri de Toulouse-­Lautrec. El otro era el de un oscuro pintor de origen checo: Alphonse Mucha.

Competidores aventajados

En 1891 el buque insignia de la Belle Époque parisina, el cabaret Moulin Rouge , inauguraba su tercera temporada. Toulouse-­Lautrec, un asiduo del local, se encargó de elaborar el cartel. El público quedó gratamente sorprendido con aquel diseño, algo nunca visto con anterioridad, y el artista, a sus 27 años, se hizo enormemente famoso.

Su estilo era deudor de las estampas japonesas, tan de moda en la épo­ca: figuras enormemente expresivas pese a estar trazadas con un mínimo de líneas, escenas llenas de vida aun con el uso de una paleta de colores limitada (cuatro en el primer cartel). Y el toque Toulouse-­Lautrec: los personajes de sus carteles de cabarets y cafés estaban dotados de detalles fascinantemente verosímiles que solo él, amigo personal de aquellas criaturas de la noche, supo captar.

Sarah Bernardt como Gismonda en un cartel de Alphonse Mucha, 1894.

TERCEROS

Tres años después saltaba a escena otro peso pesado del cartelismo. En diciembre de 1894, Alphonse Mucha recibía el que iba a ser el encargo de su vida: la gran dama del teatro francés, Sarah Bernhardt, le pidió que diseñara el cartel de su próxima obra de teatro, Gismonda. El boceto de Mucha causó tanto desconcierto que el impresor, en un principio, se negó a ejecutarlo.

A la excén­trica Bernhardt, sin embargo, le encantó. Había nacido le style Mucha, más conocido, cuando pasó a otras ramas de la creación artística y decorativa, como Art Nouveau: el triunfo de los tallos y las flores, las formas alambicadas y las mujeres etéreas y contemplativas.

La radio arrebató al cartel el papel dominante como medio publicitario.

La Belle Époque llegó a su fin con la Primera Guerra Mundial, y con ella también terminaba la edad de oro del cartelismo. Por supuesto, no se dejaron de crear carteles, sino todo lo contrario, pero ya no eran una novedad, cada vez escaseaban más los hallazgos y se hacía de ellos todo tipo de usos y abusos, incluida la feroz propaganda política durante la guerra.

La radio arrebató al cartel el papel dominante como medio publicitario y, posteriormente, la fotografía introdujo nuevos métodos de trabajo. Con contadas excepciones, los cartelistas eran creadores cada vez más anónimos, y sus trabajos eran percibidos como más efímeros. El cartelismo pasaba a ser cosa del diseño, y no del arte. En definitiva, quedaba engullido por la maquinaria del mismo capitalismo que antaño le ayudó a nacer.

No obstante, más de un siglo después, los carteles de Toulouse-Lautrec se mantienen en la memoria como uno de los grandes hitos del arte moderno. Estos son algunos ejemplos:

La Gouloue

TERCEROS

Cerca de 240.000 dólares pagó un coleccionista en 1999 por un original de este cartel, la cifra más alta de la historia por una pieza de este tipo. El récord no solo se justifica porque se trata del primer trabajo como cartelista de Toulouse­-Lautrec, ejecutado en 1891, sino porque el formato es extremadamente raro para la época: las enormes dimensiones del cartel precisaban que fuera impreso en tres hojas, que posteriormente se pegaban juntas en las paredes.

Con esta obra el artista se hizo inmensamente famoso y se ganó el favor del empresario del Moulin Rouge, Charles Zidler, que decidió prescindir de los servicios del que desde la apertura en 1889 había sido el artista oficial del establecimiento: Jules Chéret, el mismísimo padre del cartelismo.

Jean Avril

TERCEROS

Ejecutado en 1893 para el debut de Jane Avril en el café concierto Jardin de Paris, ubicado en los Campos Elíseos. La Goulue era famosa por su estilo rayano en lo vulgar; Avril, en cambio, era conocida por sus formas más refinadas y su imagen de virgen un tanto depravada.

Para algunos críticos, esta es la obra maestra de Toulouse­-Lautrec: no solo por el extraño marco que rodea a Jane Avril y que parte de los extremos de un instrumento de cuerda (la música envuelve al baile), sino también porque el artista coloca al espectador en el punto de vista de los músicos del local, un sitio desde el que puede apreciarse la cara de cansancio de la bailarina.

Aristide Bruant

TERCEROS

Aristide Bruant era la gran estrella del París canalla. Sus espectáculos de canciones amorosas y satíricas en un lenguaje barriobajero y sus continuas increpaciones a los espectadores resultaban más que estimulantes para un público burgués ávido de experiencias transgresoras.

Toulouse-­Lautrec le conocía desde hacía mucho tiempo y, por ello, en este cartel para anunciar su actuación en el local Ambassadeurs el artista no intentó ejecutar un retrato fiel, sino que plasmó una idea abstracta del talante de Bruant: un rufián con apariencia de señorito, con guantes y bastón, que entra en uno de los cafés de las élites. Al propietario del Ambassadeurs no le gustó nada el diseño y el artista nunca cobró el encargo.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 425 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .