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¿A quién importó el genocidio de Ruanda?

En 1994, casi un millón de personas eran masacradas en Ruanda a causa de un conflicto entre dos etnias, la hutu y la tutsi.

Un grupo de soldados hutu en las afueras de Kigali.

Ruanda genocidio soldados

Los hechos ocurrieron del 6 de abril al 16 de julio de 1994 en una pequeña república centroafricana. Allí, en Ruanda, un país apreciado por sus bellos paisajes montañosos, las reservas de gorilas y las exportaciones de café, murieron masacradas al menos 800.000 personas, prácticamente todas civiles. Los dirigentes del genocidio, líderes extremistas de la etnia hutu, querían exterminar a sus rivales seculares, los tutsis, y de paso a los hutus moderados y compasivos, de tal modo que después las hordas que habían cometido las atrocidades se sintieran atadas a su autoridad.

La muerte de 8 de cada 10 tutsis ruandeses (un 11% de la población total del estado) se desarrolló como un operativo quirúrgico. Para explicar la enemistad entre ambas comunidades hay que remontarse al siglo XVI, cuando un pueblo de pastores procedente de Etiopía conquistó la actual Ruanda. Estos guerreros, llamados tutsis (“altos”), sojuzgaron a los habitantes de la región, los pigmeos twa –hoy apenas el 1% de la población–, y a los agricultores hutus (“bajos”), establecidos allí durante la Edad Media.

La monarquía feudal instituida por los tutsis dominó el país hasta finales del siglo XIX. La colonización europea de la zona, primero alemana y después belga, agravó el conflicto entre las dos naciones, al obligarlas a cohabitar dentro de demarcaciones artificiales, al refrendar la superioridad sociopolítica de los tutsis y al introducir nociones de diferenciación étnica entre dos pueblos racial y culturalmente homogéneos, salvo detalles nimios.

Los rencores mutuos crecían, azuzados por las penalidades económicas.

No fue casual que la independencia de Ruanda, en 1962, viniera acompañada por violentos choques interétnicos. A raíz de ellos se invirtió el equilibrio de poder: la mayoría hutu se adueñó del gobierno y empujó hacia estados limítrofes a los “altos”. Estos se rebelaron una y otra vez, mientras los rencores mutuos crecían, azuzados por las penalidades económicas. Los suelos de Ruanda, de los que dependía una frágil balanza comercial basada en la exportación cafetalera, no alcanzaban para alimentar a todos.

La guerra civil

La situación estalló con una magnitud inusual en 1989. Ese año, una sequía pertinaz se sumó al desplome de la bolsa internacional del café. El equilibrio económico se fue a pique. El gobierno hutu, entretanto, siempre preocupado por el problema tutsi, invertía en armas lo que no en infraestructuras que permitieran mejorar la pésima calidad de vida. A finales de 1990, los hijos de aquellos tutsis que habían emigrado forzosamente tras la independencia penetraron las fronteras desde Uganda.

El presidente de Ruanda Juvenal Habyarimana durante una visita a EE.UU. en 1990.

TERCEROS

Habían formado el Frente Patriótico de Ruanda (FPR) con el propósito de combatir a los “bajos” hasta recuperar lo que consideraban sus dominios. En contrapartida, el presidente Juvenal Habyarimana, al timón del país mediante un golpe dado en 1973, había asegurado su permanencia en la jefatura del Estado engrosando las filas de sus partidarios con milicianos extremistas de la hegemonía hutu.

La guerra civil entre ambas facciones, la tutsi del FPR y la hutu del ejército regular, se prolongó durante tres años. La contienda no hizo sino radicalizar posturas. Emergieron nuevos protagonistas de las falanges hutus, como la agrupación paramilitar Interahamwe (“Los que resisten juntos”), y ganaron ascendencia figuras violentas del gabinete ministerial y la guardia pretoriana del dictador.

Se estipuló la creación de un gobierno conjunto, pero sonaban por lo bajo los tambores de guerra.

Estos personajes comenzaron a concebir un proyecto extraoficial contra los tutsis cuando se firmó la llamada Paz de Arusha en 1993. El acuerdo estipulaba, con el auspicio de varias naciones africanas, la creación de un gobierno conjunto de ambas etnias. No obstante, en las cúpulas de esas comunidades continuaron sonando por lo bajo los tambores de guerra. Y se concibió un plan: la eliminación sistemática de un pueblo entero.

Un safari humano

En 1994, dos circunstancias crearon el marco que propició la puesta en marcha de esta idea. Una fue coyuntural. La densidad poblacional en las tierras de cultivo ruandesas alcanzó cuotas absurdas. Se calcula que hasta 400 personas debían compartir 1 km2 de suelo fértil. La otra, un hecho puntual. La noche del 6 al 7 de abril, el avión del presidente Habyarimana fue alcanzado por un misil de origen desconocido.

Hoy se cree que fue disparado por “halcones” hutus para deshacerse del dictador, maniatado por los acuerdos de Arusha, y de paso culpabilizar a los tutsis. Aprovechando el escándalo, las facciones más agresivas del gobierno y el ejército hutu emprendieron una aniquilación programática del enemigo.

La matanza

A partir de abril de 1994, y durante cien días aciagos, las tropas paramilitares Interahamwe, adiestradas, aprovisionadas y, según qué unidades, comandadas por el ejército regular, torturaron a conciencia y destruyeron a bulto. Las atrocidades desembocaron en casi un millón de asesinatos.

Cascos azules de la ONU durante su intervención en Ruanda.

TERCEROS

Mientras, se sucedieron movilizaciones multitudinarias: comunidades enteras de hutus fueron reclutadas como mano de obra criminal; masas de tutsis se fugaron a las montañas o los países limítrofes. En la mira estaban los enemigos de siempre, los tutsis en general, y en particular aquellos armados del FPR. Pero también los sectores hutus moderados, entre ellos los opositores al difunto Habyarimana.

Por lo tanto, el genocidio de Ruanda no solo fue una masacre étnica. Supuso también una evidente purga política. La barbarie acabó el 16 de julio de 1994, tres meses después de iniciada, al organizar el FPR un gobierno de transición formado por diversas etnias y partidos. Días antes, el FPR tutsi había ganado la capital del estado, Kigali.

Días después comenzó la venganza contra los hutus. Los verdugos pasaron a ser víctimas. Decenas de miles murieron en ejecuciones masivas. Era un segundo genocidio.

El papel de Occidente en todo el proceso fue deplorable. Mientras el secretario general de la ONU pedía un refuerzo de la misión UNAMIR, destinada a intervenir en Ruanda, estados como Bélgica, Francia y Estados Unidos desoían su llamada. Cada país anteponía sus intereses en la zona a la interrupción del conflicto. Washington retrasó una y otra vez en el Consejo de Seguridad de la ONU la votación de resoluciones que detuvieran las matanzas. Cuando finalmente se reforzó la misión, no quedaba mucho que pacificar.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 464 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .