Kiki de Montparnasse: la eterna provocadora
El París de los años veinte
Amante del sexo y el escándalo, Kiki de Montparnasse fue musa de bohemios como André Breton y Man Ray
Nacida en una familia pobre, de adolescente no tenía dinero para maquillaje, así que se pintaba las mejillas con pétalos de geranio y marcaba sus cejas con restos de cerillas quemadas. Alice Prin (1901-53) disfrutaba provocando a los hombres. Su padre, un rico comerciante de la región francesa de la Borgoña, la abandonó al nacer, y su madre, con solo 18 años y sin dinero, tuvo que marchar a París para sobrevivir.
La pequeña Alice se crio con su abuela casi en la indigencia, hasta que, con 12 años, se reunió con su madre en la capital para aprender a leer y escribir. Pero la gran ciudad le descubre algo mucho más seductor: el bullicio de los cafés del barrio de Montparnasse, donde se reúne la bohemia artística.
Feliz sin lujos
Este grupo de pintores de vida caótica, la mayoría llegados del este de Europa e igual de pobres que ella, despiertan la temprana curiosidad de Alice por el sexo. Cuando aún es menor de edad, su madre la sorprende posando desnuda para uno de ellos, y la echa de casa para siempre.
Su pasión por el sexo, que rompía las convenciones morales de los años veinte, enamoró a los artistas de la bohemia francesa
Es el empujón final que convierte a Alice en Kiki de Montparnasse: sobrevive posando a cambio de comida o copas, enseñando los pechos por tres francos y cantando en cabarés temas eróticos. Lejos de causarle vergüenza, para ella supone el momento más feliz de su vida: “Estaba tan llena de alegría que no me afectaba la pobreza. La palabra pena era como hebreo para mí. Simplemente no significaba nada”, dice en sus memorias.
Esta inhibición sexual rompe con todas las convenciones morales de los años veinte y enamora a los habituales de la bohemia. Alexander Calder, Foujita o Pablo Gargallo la retrataron, y fue amante de varios artistas, el más importante de todos, Man Ray.
Kiki conoció al maestro surrealista durante una pelea de bar. El camarero intentó echarla por no llevar sombrero, algo totalmente fuera de lugar para una dama de bien de la época. Algunas de las mejores fotografías del estadounidense son retratos de Kiki desnuda: “Su cuerpo habría inspirado a cualquier pintor académico”, solía afirmar.
Su personalidad provocadora y su actitud libre hacia el sexo inspiraron al tímido Ray, que plasmó en ella el ideal de libertad de los artistas de Montparnasse. Él mismo le afeitaba las cejas para luego pintárselas de distintos colores, e incluso la animaba a ir vestida con transparencias que escandalizaban a los vecinos. Esta influencia mutua dejó para la historia dos obras maestras de la fotografía: El violín de Ingres (1924) y Blanco y negro (1926).
Una liberada sexual
Cuando se separaron ocho años después, Kiki era ya toda una institución en los círculos vanguardistas de París. Vivía entre intelectuales como Breton, padre del Surrealismo, o Gertrude Stein, la mecenas más importante de la época. La continua provocación sexual de sus espectáculos, donde se mostraba agresiva, pero al mismo tiempo sumisa, le valió en 1929 el título oficioso de “Reina de Montparnasse”, otorgado por sus amigos en una gran fiesta con procesión callejera incluida.
Para el escritor estadounidense Ernest Hemingway, uno de los asistentes, Kiki era “lo más cerca que una persona puede estar de ser una reina..., lo cual, por supuesto, es muy diferente a ser una dama”. “Vosotros habláis mucho de amor, pero no sabéis hacerlo”, solía recordar Kiki a los artistas que la rodeaban.
Sin embargo, pese a ser un símbolo de la liberación femenina, consintió malos tratos de varias de sus parejas. La ocupación nazi de París durante la Segunda Guerra Mundial acabó con su reinado. La mayoría de artistas huyeron, y ella tuvo que sobrevivir vendiendo zapatos por la calle y cantando en bares a cambio de unas monedas.
No le importaba: “Lo único que necesito es una cebolla, un poco de pan y una botella de tinto..., y siempre encontraré a alguien que me ofrezca eso”, aseguraba. Sin embargo, ya nadie quería estar con ella: adicta al alcohol y los barbitúricos, estaba descompuesta y apenas podía hablar. Murió con 52 años en plena calle, frente a su piso del corazón de Montparnasse.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 543 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.