¿Pudo Zapata haber llegado al poder?
Emiliano Zapata fue uno de los grandes líderes de la Revolución Mexicana, que acabó con la dictadura de Porfirio Díaz y dio paso a un régimen constitucional.
Con el de Pancho Villa, el de Emiliano Zapata (1879-1919) es uno de los rostros más identificables de la Revolución Mexicana, con su tez morena y sus bigotes prominentes. Pertenecía a una familia relativamente acomodada. Eso significó que no tuvo que trabajar de jornalero, porque poseía su propio pedazo de tierra y algo de ganado. También se procuraba algunos ingresos domando caballos para los terratenientes de la zona.
Una historia mil veces repetida, aunque no necesariamente cierta, asegura que la conciencia social del futuro líder campesino nació cuando vio llorar a su padre. Le habían quitado sus tierras. En ese momento, el joven Emiliano se habría propuesto conseguir la devolución de lo que pertenecía a su familia.
Reformas insuficientes
En 1910, Porfirio Díaz, el longevo dictador, se vio obligado a partir hacia el exilio. Finalizaba un largo período de autoritarismo desarrollista: se había intentado modernizar el país sin cuestionar sus enormes desigualdades. Los latifundistas aprovecharon para arrebatar a las comunidades indígenas, que practicaban la propiedad comunal, todas las tierras que pudieron.
Para los conservadores, Zapata no era otra cosa que el jefe de una banda de salteadores, un "Atila del Sur".
La situación condujo a una etapa turbulenta. Con la revolución, Zapata buscaba un cambio radical con el pasado. Por eso no estaba de acuerdo con el reformismo del nuevo presidente Francisco Madero, a su juicio demasiado débil frente a los caciques y los hacendados que oprimían al pueblo. Las razones para el descontento no faltaban. La reforma electoral de 1912 establecía como requisito para ejercer el sufragio la capacidad de leer y escribir. Eso, en un país con un gran índice de analfabetismo, representaba excluir de la política a la mayoría de la población.
Atila del Sur
Zapata encabezó la protesta campesina en el sur del país. Para los conservadores no era otra cosa que el jefe de una banda de salteadores, un “Atila del Sur”. Había que acabar con aquel revoltoso incómodo por la fuerza, puesto que el problema se reducía a una cuestión de orden público. Otros, en cambio, veían en el carismático líder al hombre más puro de la revolución. Muchos le veneraban como a un santo, pero la “santidad”, en este caso, se refería a su carácter incorruptible, obviando el hedonismo de un hombre amante de las mujeres hermosas y los gallos de pelea. Estas aficiones no le hicieron perder simpatías entre el pueblo, sino todo lo contrario.
Los zapatistas exigían tierra y libertad, por ese orden, porque sin la tierra el hombre no podía ser libre.
Los zapatistas exigían, primero, la tierra; después, la libertad. En este orden, porque sin la tierra, privado de trabajo y alimento, el ser humano no podía ser libre. Su programa estaba enunciado en el Plan de Ayala (1911), elaborado para demostrar que los campesinos luchaban por una causa y no eran, por tanto, simples bandidos. El plan constaba de quince artículos, con reivindicaciones como la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados, previa indemnización. También se reclamaba la devolución de las tierras que habían sido arrebatadas a los campesinos.
La lucha del denominado Ejército Liberador del Sur, de baja intensidad, consistía en el procedimiento habitual de las guerrillas. Primero se atacaba al enemigo por sorpresa; después se emprendía la huida. Los hombres dedicaban una parte del año al combate, la otra a las faenas agrícolas.
Los fallos del sistema
A la larga, los zapatistas se vieron incapaces de acceder al poder. Carecían de un proyecto para el conjunto de México. Estaban prisioneros de un dilema sin solución posible: para ser fieles a sí mismos, tenían que permanecer en el campo, ajenos al mundo de las ciudades. Pero, sin el mundo urbano, cualquier esperanza de llegar al gobierno era ilusoria. Finalmente, predominó la pureza ideológica. Como ha señalado el historiador Alan Knight, los campesinos “limitaban sus acciones al entorno rural y permitían que, aunque con dificultades, el régimen continuara”. Zapata era un líder militar experimentado, pero también un hombre intransigente. Como no deseaba “pactar con traidores”, acabó por encontrarse aislado.
Por otra parte, la práctica de una democracia radical se tradujo, en ocasiones, en una actuación inoperante desde el punto bélico. Todo el mundo daba su opinión, aunque fuera descabellada, por lo que surgieron divisiones internas y ajustes de cuentas que se saldaron con ferocidad.
¡Zapata vive!
Finalmente, Zapata fue eliminado en una emboscada auspiciada por el gobierno. Hubo rumores de que no había muerto; se supuso que el difunto era un subordinado y que el líder había escapado al exilio. Algunos lo imaginaron viviendo entre los árabes, que lo trataban como si fuera un dios. Se abrió paso la idea milenarista de que el líder campesino acabaría por regresar, tal como rezaba un célebre corrido: “Arroyito revoltoso, ¿qué te dijo aquel clavel? Dice que no ha muerto el jefe, que Zapata ha de volver”.
El crimen hizo que cundiera la desmoralización entre los revolucionarios sureños. Algunos se rindieron, como el grupo liderado por el general Fortino Ayaquica. Otros continuaron la resistencia, bajo el mando de Genovevo de la O y Everardo González. La prensa oficialista, mientras tanto, festejó la desaparición del “famoso Atila”. Con su muerte, la República se desembarazaba de un “elemento dañino”. Muchos años después, otro líder mítico, el subcomandante Marcos, recogió su legado al frente del movimiento neozapatista de Chiapas. Pero esa es ya otra historia.