Holanda. El conocido como “el invierno del hambre”. Entre noviembre de 1944 y mayo de 1945, el país ocupado por los nazis sobrevivió sin casi alimentos ni apenas combustible para calentarse. Unas dieciocho mil personas fallecieron. Muchas más arrastraron las secuelas de la desnutrición de por vida.
La baronesa Ella van Heemstra y su hija adolescente, Edda, pasaron aquel terrible período en una casa de campo de la familia en Velp, en el corazón del país. “Vivíamos bajo una campana, sin nada que hacer, sin noticias, sin libros ni jabón... Durante bastante tiempo lo único que teníamos para comer eran bulbos de tulipán”, recordaría la joven veinte años después.
Irónicamente, la escuálida figura que le quedó como resultado la convertiría en un inmortal icono del estilo. “Antes de la Segunda Guerra Mundial nadie presumía de un aspecto como el suyo... Ahora han surgido miles de imitadoras”, escribiría en Vogue en 1954 Cecil Beaton, el fotógrafo y diseñador británico que años después la vestiría en My Fair Lady. El verdadero nombre de aquella joven era Audrey Kathleen Ruston. Su posterior nombre artístico: Audrey Hepburn.
Los nazis invadieron los Países Bajos en mayo de 1940 (en la imagen, Róterdam después de ser bombardeada). Bajo la ocupación, Audrey debutó en el mundo del espectáculo. Su madre empezó a colaborar con la resistencia holandesa, y ella le fue a la zaga. Montaron espectáculos de danza en casas particulares con el fin de recaudar fondos para la resistencia. Las llamaban “funciones negras”, pues, para no alertar a las fuerzas de ocupación, se celebraban con las cortinas corridas y sin que los asistentes pudieran aplaudir.
Durante el hambre de la guerra, Audrey llegó a convertirse en un esqueleto de 1,70 m de altura y 45 kg de peso. Tras el conflicto escaló hasta 55 kg, un peso pluma que mantuvo casi toda su vida. Podría pensarse que aquella esbeltez sería idónea para su carrera de bailarina, pero ni su madre ni la joven, que se mudaron a Londres con sueños de tutús en el Covent Garden (en la imagen), contaban con un impedimento: Audrey era considerada demasiado alta para ser una prima ballerina.
Foto: Wikimedia Commons / Russ London / CC BY-SA 3.0.
Audrey recibiría una llamada de Londres: un director de casting de la Paramount estaba buscando a una chica que había visto fotografiada en una revista para protagonizar Vacaciones en Roma (1953). Audrey Hepburn es la única actriz que ha debutado a lo grande en Hollywood y en Broadway siendo una desconocida en ambas mecas. Los ejecutivos de la Paramount, que la ligaron bajo contrato, no cabían en sí de gozo con la debutante: incluso se llevó el Óscar a la mejor actriz por Vacaciones en Roma.
A los productores de la Paramount les preocupaba su falta de busto. Aquella era la época de las bien dotadas Elizabeth Taylor, Ava Gardner y Marilyn Monroe (en la imagen). Sugirieron a Audrey utilizar sostenes acolchados, a lo que se negó en redondo. La llamaban gacela, elfa, gamine (chica con rasgos de chico), waif (chico desamparado) o urchin (chico de la calle). Epítetos que se convirtieron en clichés cuando el mundo de la moda, en la estela de Audrey, empezó a producir modelos escuálidas a partir de finales de los cincuenta.
Su especialidad fueron los cuentos de hadas contemporáneos, las transformaciones a lo Cenicienta. La hija del chófer que regresa de París, donde ha estudiado cocina, convertida en una encantadora muchacha en Sabrina (1954). La librera que eclosiona en una bellísima modelo en Una cara con ángel (1957), donde pudo bailar junto a Fred Astaire. La muchacha que domestica al ogro playboy en Ariane (1957). O la malhablada florista que aprende a ser una gran dama en My Fair Lady (1964, en la imagen).
Los directores no paraban de emparejarla con actores mucho mayores que ella, y se cuidaban de incluir escenas apasionadas. Los abrazos con Humphrey Bogart (en la imagen) en Sabrina, por ejemplo, se rodaron desde lejísimos. Así el espectador no advertiría que contemplaba un romance entre una chica de 23 años y un tipo de 54 que, por culpa de su amistad con la botella, aparentaba muchos más. Ello motivó que Audrey fuera percibida por el público como un elegante objeto de vitrina que se mira, pero no se toca: fue un icono del estilo y los buenos modales, no un mito sexual.
Audrey fue una consumada profesional del estrellato. A partir de Sabrina tuvo derecho de veto sobre sus guiones y rechazó cualquier proyecto que le pareciera vulgar u ofensivo. Tenía muchísimas ganas de trabajar con Alfred Hitchcock, pero no un aspecto del guión que se le propuso, y la película jamás se rodó. Además, aprendió muy rápido que su extrema delgadez podía ser su gran aliada, siempre que contara con el director de fotografía idóneo: a uno que no le gustó lo mandó despedir.
Foto: Wikimedia Commons / Jack Mitchell / CC BY-SA 4.0 International.
Con My Fair Lady (1964), Audrey se metió en el único berenjenal de su carrera. Muchos en la industria vieron con malos ojos que la película no la protagonizara la misma actriz que había popularizado sobre las tablas el personaje de Eliza Doolittle, Julie Andrews (aquí, en la obra de teatro), y más cuando el profesor Higgins iba a ser el mismo, Rex Harrison. La venganza llegó con los Óscar: Hepburn no fue ni siquiera nominada, y el premio a la mejor actriz fue para Julie Andrews por Mary Poppins.
A los 36 años se retiraría. Tras su divorcio de Mel Ferrer se introdujo en la dolce vita romana. Fue vista con el torero Antonio Ordóñez o con el aristócrata Alfonso de Borbón, con quien mantuvo un breve romance. Pero quien robó de verdad el corazón de la diva fue un afamado psiquiatra hijo de condes. Se llamaba Andrea Dotti y tenía casi diez años menos que ella.
Foto: Wikimedia Commons / Erling Mandelmann / CC BY-SA 3.0.
En 1978 el matrimonio con Dotti llegó a su fin, y Audrey, de 49 años, se sumió en una profunda depresión que la llevó a contemplar el suicidio. Sus salvavidas fueron su trabajo para Unicef, que acometió con más ímpetu que ninguno de sus rodajes, y el actor holandés Robert Wolders (a la dcha. de la imagen), el último y gran amor de su vida. Ambos dieron la vuelta al globo varias veces con los proyectos humanitarios de Audrey a favor de la infancia. La actriz murió en 1993, a los 63 años, de un agresivo cáncer de colon.