Geishas: mitos y verdades de las artistas del entretenimiento en Japón
Japón
Emparentadas con las hetairas griegas y las maîtresses reales europeas, las delicadas geishas japonesas llevan siglos cautivando a Occidente con su misterio y sensualidad
Las geishas no son prostitutas. Lo afirman ellas de manera tajante y lo corroboran las leyes japonesas. En 1958, tras prohibirse oficialmente la prostitución en Japón, muchos burdeles se camuflaron tras la etiqueta de spas o baños turcos.
A las geishas no les hizo falta adaptarse. Imperturbables, siguieron con su oficio centenario: la ley no iba con ellas y nadie habría osado molestarlas. Si un occidental tiene el raro privilegio de asistir a un banquete con geishas y espera intimar con alguna de ellas al final de la velada, casi con toda seguridad quedará decepcionado.
A pesar de ello, los padres japoneses suelen oponerse a que sus hijas ingresen en “el mundo de la flor y el sauce”, celosamente preservado, pero no del todo respetable. Por más elegante, tradicional, inofensivo e incluso trasnochado que resulte hoy el erotismo de las geishas, estas acompañantes femeninas siguen dejando tras de sí un aroma a fruta prohibida.
En realidad, lo sagrado y lo profano, el arte y la prostitución, anduvieron revueltos durante mucho tiempo en la cultura nipona. Geisha significa artista, persona (sha) que domina un arte (gei).
Siglos antes de que se acuñara el término ya existían mujeres que vivían del espectáculo, como las bailarinas que actuaban para los samuráis en el siglo XII. Pero, en general, y durante mucho tiempo, las mujeres que interpretaban música o bailaban en público solían ser sacerdotisas, camareras o meretrices.
A veces, estas últimas habían sido lo primero: las sacerdotisas de los templos sintoístas debían ser vírgenes; si incumplían este compromiso y perdían su puesto, no era raro que pidieran trabajo en las casas de té de los alrededores, que acogían a peregrinos con ganas de diversión. Izumo no Okuni, la primera bailarina célebre de Japón, era, o al menos eso aseguraba, una de estas sacerdotisas sintoístas.
El sogún decretó que el teatro kabuki fuera interpretado solo por hombres adultos para evitar reyertas, amoríos y redes de prostitución
Hacia 1603 formó la primera compañía de teatro kabuki de la que se tiene noticia, reclutando a sus coristas entre mujeres de dudosa reputación de los bajos fondos de Kioto. Aunque inspiradas en el folclore religioso tradicional, sus danzas resultaban intensamente provocativas, tanto que, a menudo, los espectadores terminaban peleándose a golpes por las actrices.
En 1628, el sogún prohibió el kabuki femenino, y las bailarinas fueron remplazadas por atractivos quinceañeros. El resultado fue el mismo: reyertas, amoríos y redes de prostitución.
Finalmente se decretó que el kabuki fuera interpretado en exclusiva por hombres adultos, una norma que se mantiene en la actualidad.
Las numerosas imitadoras de Okuni buscaron nuevas formas de ganarse la vida, bien como instructoras de música y danza en casa de los nobles samuráis, bien como prostitutas con o sin licencia.
La licencia era necesaria para todo en la rígida organización social del período Edo. Incluso para abrir un burdel. Durante el siglo XVII, en las afueras de las principales ciudades niponas se erigieron barrios amurallados dedicados por entero al placer. Al placer de los clientes, por supuesto.
En las afueras de las principales ciudades niponas se erigieron barrios amurallados dedicados por entero al placer de los clientes
Para los hombres que los frecuentaban, lugares como Yoshiwara, en Edo (actual Tokio), Shimabara, en Kioto, o Shinmachi, en Osaka, eran auténticos paraísos. Allí podían relajarse, beber, flirtear e incluso enamorarse, todo un lujo en un país donde los matrimonios eran concertados y nadie esperaba una chispa de pasión entre esposos.
Un mundo flotante
El éxito de estos barrios fue arrollador gracias al auge de una nueva clase social, la burguesía. Con mano firme, el régimen del sogunato Tokugawa acababa de zanjar siglos de escaramuzas y guerras civiles. Por fin, los japoneses podían dedicar sus esfuerzos a prosperar.
Formalmente, la sociedad seguía dividida en castas feudales: el pueblo debía besar el suelo al paso de los grandes señores y los samuráis tenían derecho a rebanar el cuello de cualquier individuo de rango inferior.
En la escala oficial, los comerciantes estaban por debajo de los campesinos. Pero en la práctica muchos mercaderes rivalizaban en opulencia con las familias de la rancia nobleza. En su vida diaria debían fingir humildad, sobornar a funcionarios y andarse con ojo para no ser expropiados.
En los barrios de placer, en cambio, la cuna no importaba, solo contaba el dinero. Era un mundo mágico donde, por unas horas, los plebeyos vivían como señores, adulados y mimados hasta la exageración por muchachas ataviadas como princesas. Un estilo de vida hecho de ilusiones fugaces, que en 1661 el escritor Ryoi Asai bautizó como ukiyo, “el mundo flotante”.
La vida en los barrios de placer no era ningún cuento de hadas para sus habitantes femeninas
Para sus habitantes femeninas, la vida en el mundo flotante no era ningún cuento de hadas. Tenían terminantemente prohibido pisar el exterior y estaban sujetas a contratos draconianos y deudas inagotables, que las obligaban a prostituirse hasta el final de su juventud.
Generalmente eran hijas de campesinos que las cedían a cambio de dinero, convencidos de que allí, al menos, tendrían asegurado un techo, comida y ropa. Llegaban siendo niñas y pasaban sus primeros años trabajando como criadas.
La mayoría acababan como prostitutas del montón, sentadas tras las celosías de los burdeles comunes, esperando a ser escogidas por los transeúntes. Pero si eran especialmente bonitas y demostraban talento podían empezar como aprendizas acompañando a las grandes cortesanas a modo de séquito, y convertirse, a su vez, en cortesanas de alto rango.
Las grandes cortesanas únicamente estaban al alcance de los más poderosos y, aunque vivían confinadas y endeudadas como las demás, eran verdaderas estrellas mediáticas. Aparecían retratadas en los ukiyo-e, estampas románticas o picantes, populares incluso entre las amas de casa.
Envueltas en capas y capas de vistosas telas, ceñidas con gigantescos fajines anudados por delante, causaban sensación. Las grandes damas respetables copiaban sus peinados, un empeño nada fácil: con sus geometrías imposibles y su profusión de peinetas, pasadores, pompones, campanillas y abalorios, a la mismísima María Antonieta le habrían parecido recargados.
Una cortesana debía poseer ingenio y talento, además de sex appeal. Antes de que existieran las geishas, las cortesanas aprendían danza, música y poesía para agasajar a sus clientes.
Por supuesto, también se las adiestraba con habilidades de alcoba, y a menudo eran ávidas coleccionistas de ilustraciones eróticas explícitas. No era fácil llegar a ser una de ellas, y tampoco lo era convertirse en su amante.
Las grandes cortesanas podían permitirse el lujo de rechazar un cliente y jamás se acostaban con ninguna antes de la tercera noche
Se pagaban fortunas por la mera compañía de una cortesana. Por otro lado, para ganarse sus favores era preciso cortejarlas. Podían permitirse el lujo de rechazar a un cliente y jamás se acostaban con ninguno antes de la tercera noche.
Una auténtica profesional sabía enamorar a los hombres y azuzar su deseo mostrándose relativamente inalcanzable.
No vivían únicamente del sexo mercenario, sino de ofrecer romance. Con el tiempo, las cortesanas de lujo se concentraron en la seducción y dejaron las artes musicales en manos de los geishas, hombres que entretenían a los clientes bailando, tocando el shamisen, un instrumento esencial en la música tradicional japonesa, o haciendo chistes subidos de tono. El de geisha fue, inicialmente, un oficio masculino.
De meretriz a artista
Fuera de los barrios oficiales la prostitución era ilegal. Por supuesto, eso no implica que no existiera. Había empleadas de conducta equívoca en casas de té y baños públicos. También proliferaban bailarinas adolescentes cuyos favores a veces se podían comprar.
En 1750, una mujer se autodenominó geisha. Se llamaba Kikuya, y era una prostituta ilegal del barrio de Fukagawa, en Edo, decidida a dignificar su profesión promocionando su talento para el canto y la danza.
Alentadas por su éxito, muchas mujeres siguieron su ejemplo. Pronto las geishas (o geiko, como aún se las conoce en Kioto) hicieron furor. Eran chic, más independientes que las cortesanas oficiales, estaban sujetas a menos formalidades y entretenían mejor a su clientela.
A regañadientes, los distritos oficiales decidieron conjurar esta amenazadora competencia contratando a sus propias geishas femeninas. Les impusieron estrictas normas: solo podían lucir tres adornos en el cabello, mientras que sus kimonos debían anudarse a la espalda y ser mucho menos vistosos que los de las cortesanas. Y, lo más importante, debían limitarse a cantar y bailar. Bajo ningún concepto podían tocar a un cliente.
Hacia 1800 había tres geishas femeninas por cada artista masculino, y la palabra geisha pasó a designar exclusivamente a mujeres
Todas estas medidas, que pretendían proteger el negocio de las cortesanas, sirvieron únicamente para hacer de las geishas criaturas más sobrias, más elegantes y más respetables que las prostitutas, y no por ello menos deseadas.
Hacia 1800 había tres geishas femeninas por cada artista masculino, y la palabra geisha pasó a designar exclusivamente a mujeres. Las redadas que combatían la prostitución en los barrios ilegales pasaban de largo ante las geishas. Había nacido una nueva profesión.
A mediados del siglo XIX, una velada elegante en un distrito legal discurría siguiendo un ritual preciso. El cliente, solo o con invitados, pasaba la primera parte de la noche en una casa de té bebiendo sake y tal vez cenando. Dos o tres geishas llenaban su taza y lo mantenían entretenido con música, baile y conversación amena. También podía contratar los servicios de un bufón.
Hacia medianoche, las geishas y el bufón acompañaban al cliente entre risas y flirteos al burdel, donde este tenía ya una cita previamente concertada. Cada cortesana disponía de un pequeño apartamento espléndidamente decorado.
Si el cliente era de confianza, la cortesana le recibía en su sala de estar y se unía brevemente a la fiesta. Si era su primera vez, no había preliminares. Las geishas se retiraban en cuanto la pareja entraba en el dormitorio. Sería un error deducir de todo ello que las geishas eran criaturas virginales. Podían y pueden tener amantes.
Una fiesta de dos horas en Ichiriki Ochaya, la casa de té más exclusiva de Kioto, cuesta más de 5.000 euros, pero el atuendo de una sola geiko supera fácilmente los 30.000. Las okiya, casas donde residen y se entrenan las geishas, invierten sumas astronómicas en formar a sus pupilas.
Por ello, hasta mediados del siglo XX, dos grandes fuentes de ingresos complementaban su tarifa habitual: el mizuage y el vínculo con un danna, el mecenas, protector y amante oficial de una geisha. Ambas implicaban ir más allá de la simple compañía. El mizuage consistía en ofrecer a un cliente selecto la oportunidad de desflorar a una aprendiz, o maiko, de catorce o quince años de edad.
La virginidad de las aprendices a geisha se vendía discretamente al mejor postor
La virginidad se vendía discretamente al mejor postor; si ningún candidato ofrecía lo suficiente, se recurría en secreto a un desflorador profesional para no bajar el caché de la muchacha.
Era una ocasión excepcional: generalmente, el cliente y la maiko no volvían a tener ningún encuentro íntimo. Para señalar su paso a la madurez, la muchacha cambiaba de peinado y recibía felicitaciones de sus compañeras de gremio. Más adelante, las geishas adultas aspiraban a despertar el interés de un danna, una mezcla de mecenas y amante. Un danna costeaba el vestuario y las lecciones de su protegida y, si era lo bastante rico, adquiría una vivienda para ella, a menudo con la aquiescencia de su esposa. Mantener a una geisha era un símbolo de estatus en la alta sociedad nipona.
Segundas primeras damas
A medida que las antiguas cortesanas pasaban de moda y se extinguían, las geishas ocupaban lugares cada vez más cercanos al poder. Su papel en el fin del sogunato y la Restauración Meiji fue crucial.
Los samuráis partidarios de devolver su poder al emperador conspiraban en las casas de té de Gion; las geishas de Pontocho, otro de los barrios alegres de Kioto, apoyaban en cambio al sogún. En 1864, el líder rebelde Kido Takayoshi salvó la vida gracias a Ikumatsu, una geisha que le ayudó a esconderse y huir. Kido no olvidó el favor. Años más tarde, cuando los conjurados lograron su propósito de restaurar el poder imperial, se casó con ella.
Por primera vez, una geisha se convertía en la esposa de un estadista. Se iniciaba una edad de oro para estas profesionales del entretenimiento masculino, convertidas en confidentes de los hombres más poderosos de la nación. Un papel no muy distinto al de una Diana de Poitiers o una madame de Pompadour, solo que infinitamente más discreto.
Durante la ocupación estadounidense la reputación de las geishas se desplomó
En 1929 había 80.000 geishas trabajando en Japón. Ni siquiera las flappers japonesas habían logrado eclipsarlas con sus vestidos de flecos y sus peinados a lo garçon. Pero sus costumbres empezaron a fosilizarse. Ya no encarnaban la modernidad, sino la tradición.
¿Sobrevivirían a la era del automóvil, el cine, las coristas y los cafés? La Segunda Guerra Mundial sacudió hasta los cimientos su frágil mundo de abanicos, incienso, arreglos florales y ceremonias del té.
Obligadas a trabajar en fábricas por el bien de la patria, se dispersaron y mimetizaron con las mujeres corrientes. Muchas huyeron al campo. Durante la ocupación estadounidense, su reputación se desplomó. Los soldados americanos, que no estaban para sutilezas, llamaban geisha a cualquier infeliz que ofreciera su cuerpo a cambio de una onza de chocolate.
Se abrieron burdeles para los militares extranjeros, un negocio que MacArthur, al frente de la ocupación, trató de eliminar sin demasiado éxito, aunque sí logró que el gobierno dejara de amparar los barrios oficiales de placer.
El mítico Yoshiwara de Tokio no desapareció, pero pasó a manos de la mafia japonesa, y las condiciones de vida de sus inquilinas se hicieron aún más sórdidas. En 1958 se ilegalizó definitivamente la prostitución. Los barrios de geishas volvieron a florecer poco a poco, pero nada sería igual.
Hoy el mizuage está prohibido y las geishas aseguran que ya no se practica. Conseguir un danna que mantenga a una geisha es casi tarea imposible. Los hombres de negocios prefieren los bares y los karaokes, salvo cuando se trata de agasajar a un cliente muy importante, y aunque una selecta minoría sigue frecuentando las casas de té más exclusivas, los clientes cada vez son de edad más avanzada.
Todavía hay maiko y geiko jóvenes, pero su número, que ya no supera el millar, decrece sin parar y su calidad, según las veteranas, también. La escolarización obligatoria ha acortado drásticamente su etapa de aprendizaje. Las mejores intérpretes de shamisen son casi octogenarias. El turismo de alto nivel es, desde hace algunos años, la última tabla de salvación del arte tradicional y el estilo de vida de las geishas. Y también una oportunidad insólita para Occidente de asomarse a un mundo secreto al que, hasta hace menos de una década, solo se podía acceder con invitación.
Este artículo se publicó en el número 535 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.