Mitrídates, ¿el mayor rey desde Alejandro Magno?

Antigüedad

Este soberano helenístico, émulo del Magno, soñó con forjar un gran imperio en el Mediterráneo oriental y se convirtió en uno de los mayores enemigos de Roma

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Réplica romana de un busto de Mitrídates VI, rey del Ponto, representado como Hércules. Museo del Louvre.

Réplica romana de un busto de Mitrídates VI, rey del Ponto, representado como Hércules. Museo del Louvre.

AGE Fotostock

“¡Sé más fuerte que los romanos u obedécelos!”. Con esta lapidaria sentencia, Cayo Mario, uno de los prohombres de la República romana, aplacó las ambiciones de Mitrídates VI, rey del Ponto (132-63 a. C.), un estado de Asia Menor que ansiaba anexionarse Capadocia. Era el año 98 a. C., y la ciudad del Tíber, primera potencia del Mediterráneo, no iba a consentir el desafío a su poder de ese joven monarca.

Mitrídates VI se marchó del encuentro con Mario con el rabo entre las piernas, aunque por poco tiempo. El rey se había precipitado, pero no tardaría en convertir en consejo la bravuconada del romano: reuniría fuerzas para desafiar con garantías a la urbe.

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Las ansias de Mitrídates por combatir a Roma respondían a su voluntad de emular a Alejandro Magno. El rey del Ponto aseguraba descender del conquistador macedonio y de Ciro el Grande, fundador del Imperio aqueménida. Los cronistas del Ponto “forzaron” su árbol genealógico para conseguir cuadrar el parentesco con tan ilustres personajes.

Vincular su linaje a esos dos prestigiosos ancestros no era solo una cuestión de megalomanía. Constituía una poderosa herramienta de legitimación política en Asia Menor. Las ciudades de la costa eran de cultura griega, mientras que en el interior habitaban pueblos de cultura y religión persas.

Del exilio al trono

Más allá de los arreglos de sus propagandistas, lo cierto es que la vida de Mitrídates guardaba semejanzas con la de Alejandro Magno. Se decía que a los diez años había conseguido domar un fiero corcel –episodio idéntico a la historia de la doma de Bucéfalo por parte del macedonio–. También era un símbolo poderoso desde el punto de vista de las creencias persas, que decían que los dioses premiaban a los grandes gobernantes con hermosos caballos.

Pero el paralelismo más claro y útil para legitimarse en el trono del Ponto fue el de su exilio durante su juventud. Su padre, Mitrídates V, murió envenenado en 120 a. C., a consecuencia de una conspiración palaciega, en un suceso que podía recordar a la muerte de Filipo de Macedonia, progenitor de Alejandro.

Alejandro Magno montando a su caballo Bucéfalo.

Alejandro Magno montando a su caballo Bucéfalo.

Dominio público

Su madre, Laodice VI, actuó como regente y maniobró para que el trono fuera para su hermano pequeño (del mismo nombre). Sabedor de que su vida corría peligro ante las aspiraciones maternas, el legítimo heredero huyó de la capital, Sínope.

Alguien que decía ser heredero de Alejandro Magno no podía simplemente esconderse. Gracias a su carisma innato –y eso que apenas era un adolescente–, el futuro Mitrídates VI recabó apoyos entre los partidarios de su padre en las fronteras del Ponto. Además, se hizo acompañar de amigos de su absoluta confianza –un grupo que recordaba a los compañeros del conquistador macedonio–, que vivían de lo que cazaban en plena naturaleza, experiencia que ayudó a curtirse al futuro líder.

La sombra de Alejandro

Hacia 115 a. C., Mitrídates se sintió con ánimos para marchar a Sínope. Su fama le precedía, y muchos se unieron a su causa sin necesidad de utilizar la fuerza. Así, obtuvo el trono del Ponto prácticamente sin derramamiento de sangre. Las únicas víctimas destacadas de su ascenso al poder fueron su madre y su hermano, que fallecieron en oscuras circunstancias, poco después de ser encerrados en las mazmorras del nuevo rey.

Por si no fuera suficiente con los paralelismos biográficos, Mitrídates asumió una iconografía donde era representado con un aspecto casi idéntico al de Alejandro Magno. El retrato del rey póntico en las monedas lo mostraba con un peinado igual que el de su antepasado, y se hizo representar, asimismo, en diversas estatuas y bustos con poses similares a las del conquistador del Imperio persa.

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Pero si quería hacerse digno del legado de Alejandro, no bastaba con eso. Mitrídates necesitaba un gran proyecto político que lo pusiera a la altura de sus grandes ancestros. Al poco de subir al trono, el joven rey –aún no tenía veinte años– tuvo clara cuál sería la gran empresa con la que conquistaría la inmortalidad: fundar un gran imperio en el Mediterráneo oriental.

Salvador del helenismo

Mitrídates VI sabía que su ambición lo haría colisionar con Roma. Como hemos visto, su primer intentó había fracasado. El bisoño soberano calculó mal la reacción de la República, a la que él había creído debilitada por sus problemas (disputas entre facciones del Senado, revueltas, invasiones germanas…), pero el rey del Ponto demostraría ser un líder capaz, ya que aprendió de ese error de juventud.

El Ponto era un reino rico gracias a que controlaba importantes rutas comerciales con el mar Negro y Oriente. Con los ingresos de esas fuentes, Mitrídates reclutó a un importante ejército. Además, logró forjar alianzas, en especial la que alcanzó con Armenia, un poderoso reino que controlaba extensas tierras en las actuales Siria, Turquía e Irak.

Busto de Mitrídates VI.

Busto de Mitrídates VI.

Sting / CC BY-SA 2.5

Desde la muerte de Alejando Magno en el siglo IV a. C., muchos soberanos habían recurrido al helenismo como un medio de prestigio, pero Mitrídates fue un paso más allá. Lanzó un mensaje claro al resto del mundo griego: el gobernante del Ponto los uniría contra la odiada Roma. Muchos griegos detestaban la ciudad del Tíber, ya que la consideraban una potencia incivilizada y soberbia.

Los griegos no estaban faltos de razón para sentir ese rechazo. Roma había impuesto su voluntad a las polis desde mediados del siglo II a. C., con un régimen fiscal draconiano, y, cuando lo estimaban oportuno, con demostraciones de fuerza tan brutales como el saqueo de Corinto (146 a. C.).

Según apunta la historiadora Adrienne Mayor en su libro Mitrídates el Grande (Desperta Ferro, 2016), muchos filósofos e historiadores griegos jaleaban esa hostilidad hacia Roma, asegurando que, si Alejandro Magno no hubiese muerto tan joven, jamás hubiese existido un Imperio romano. Al presentarse como un descendiente del macedonio, Mitrídates estaba diciendo que podía ser el libertador del mundo helenístico.

Midiendo fuerzas

Casi una década después del encuentro con Mario, en 89 a. C., Mitrídates se vio con fuerzas para desafiar con garantías a Roma, e incluso fue tan hábil que supo presentarse como víctima para recabar, así, las simpatías de los griegos.

Aparentó que se amilanaba ante las exigencias de Aquilio, un ambicioso legado enviado por el Senado a Asia Menor que creía que podría adueñarse de las riquezas del reino anatolio con facilidad. El romano marchó al frente de una legión y otras tropas aliadas, con la idea de una victoria fácil, pero el ejército póntico estaba preparado para repeler el ataque.

Relieve que representa a las legiones romanas en formación.

Relieve que representa a las legiones romanas en formación.

Rama / Cc-by-sa-2.0-fr

El rey tuvo una victoria digna de Alejandro: cuarenta mil enemigos muertos y la legión romana deshecha frente a la acometida de sus tropas. Pero su éxito no se quedó en el campo de batalla. La mayoría de las ciudades griegas a ambas orillas del Egeo –incluidas Atenas, Pérgamo y Éfeso– aceptaron voluntariamente someterse al gobierno de Mitrídates. Prácticamente, toda Asia Menor quedó bajo su control directo.

Sin embargo, Roma no era el Imperio persa, que se había deshecho como un castillo de naipes ante la acometida de Alejandro. Aquilio había sido imprudente, pero llegarían mejores generales. El propio Mitrídates sabía que, tarde o temprano, la República contraatacaría, así que diseñó un plan para asegurarse de que sus nuevos aliados no desertarían cuando las legiones volvieran.

Vísperas asiáticas

Si Alejandro combinó en su biografía grandes gestas militares (como la batalla de Gaugamela) con episodios de gran crueldad (como la destrucción de Persépolis), Mitrídates alternó su liderazgo carismático con desmedidas atrocidades para lograr sus fines políticos.

Una iba a sobresalir por encima de todas. El rey del Ponto implicó a las ciudades griegas en lo que se ha conocido como las Vísperas asiáticas: la matanza coordinada de miles de romanos por toda Asia Menor. Así no habría vuelta atrás: el único camino posible era la guerra, ya que Roma no perdonaría a los perpetradores de la masacre.

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Mitrídates se convirtió en el enemigo número uno de Roma, que libraría tres guerras contra él entre los años 88 a. C. y 63 a. C. En estos conflictos, el rey póntico no se reveló invencible, como su admirado Alejandro, ya que sus ejércitos fueron derrotados claramente en dos de los tres choques con las legiones. Solamente en la segunda guerra mitridática, el soberano helenístico consiguió mantener el statu quo territorial.

Pese a no tener el genio de Alejandro en el campo de batalla, Mitrídates demostró ser un auténtico ave fénix. Cuando parecía definitivamente derrotado, lograba recuperar sus fuerzas. Las riquezas del Ponto le ayudaban a levantar nuevos ejércitos cada vez que sus tropas sufrían un descalabro frente a las legiones, y su carisma se hacía notar en las alianzas que forjó con los rebeldes itálicos o con Sertorio en Hispania para contrarrestar el poder romano.

Nombres ilustres como Lucio Cornelio Sila o Cneo Pompeyo tuvieron que empeñarse a fondo para lograr vencer a Mitrídates

Desde luego, las victorias de Roma no fueron sencillas, ya que tuvo que enviar a sus mejores generales cada vez que estalló un conflicto con el Ponto. Nombres tan ilustres como Lucio Cornelio Sila o Cneo Pompeyo tuvieron que empeñarse a fondo para lograr vencer a Mitrídates.

El sueño imposible del rey

Así como Alejandro soñaba con someter nuevas tierras cuando lo sorprendió la muerte, en un último intento de emular a su referente, Mitrídates también diseñó grandes proyectos de conquista cuando el final de su vida estaba cerca. Incluso trataría de imitar a otro gran general de la Antigüedad.

Esta última empresa de Mitrídates comenzó a fraguarse en su mente en torno al año 66 a. C., con la tercera guerra mitridática tocando a su fin. El soberano planeó dirigir un ejército de cien mil guerreros a lo largo del Danubio hasta alcanzar los Alpes. Cruzaría esa cordillera como Aníbal, para atacar por sorpresa Italia y marchar sobre Roma. Pero antes de concretar ese proyecto, la implacable maquinaria militar de sus enemigos puso al rey contra las cuerdas.

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Aníbal cruzando los Alpes sobre elefantes.

Terceros

En la última guerra, las legiones de Pompeyo acorralaron a Mitrídates en sus dominios en el norte del mar Negro. Allí, una revuelta encabezada por su propio hijo, Farnaces, derrocó al soberano póntico, quien, sabedor de que, tarde o temprano, sería entregado a los romanos, decidió suicidarse. De acuerdo con Apiano, recurrió al veneno (el rey era un experto en sustancias ponzoñosas), mientras que, según Dion Casio, pidió a uno de sus guardaespaldas más fieles que lo matara.

Pese a toda la sangre derramada, algunos de sus rivales supieron reconocer la grandeza de Mitrídates. Pompeyo se encargó de que tuviera un funeral digno y aseguró que fue el mayor rey de su época. Otro prohombre romano, Cicerón, dijo de él que había sido “el monarca más grande desde Alejandro”. Su recuerdo como uno de los oponentes más formidables de uno de los mayores imperios de la historia se ha mantenido vivo a lo largo de los siglos. 

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