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Los romanos se habrían reído con Chiquito de la Calzada

Antigüedad

¿De qué se carcajeaba la gente en la antigua Roma? Su sentido del humor, a juzgar por las fuentes disponibles, era proclive a los chistes de calvos y a las imitaciones exageradas

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El humorista Chiquito de la Calzada en una imagen de archivo de RTVE 

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En el noventa aniversario de su nacimiento, es de justicia reconocer que el gran Chiquito de la Calzada, de haber nacido romano, también habría arrasado. Al menos es lo que parece desprenderse de La risa en la antigua Roma (Alianza), el último libro de Mary Beard, en el que la historiadora destaca cómo las gentes con gran histrionismo físico gustaban, y mucho, a los romanos.

Pero, más allá de esta aportación, Beard contribuye con su nueva obra a resucitar un tema que a menudo se obvia en el mundo de la historia, el de la risa a la romana. Algo no tan menor como pueda parecer, si tenemos en cuenta que aquella civilización recurrió al humor no solo para divertirse, sino también como campo de estudio, recurso oratorio y herramienta política.

Así que dediquemos unas líneas a hablar de ello y empecemos por el principio. ¿Qué hacía que los romanos se partieran de risa?

De mimos, monos, burros y calvos

Como ha quedado consignado, los gestos hiperbólicos, la interpretación extravagante y las imitaciones eran cosas de las que disfrutaban los romanos. Es más, según Estrabón, en el humor romano el ingenio y los dobles sentidos eran algo más bien secundario. Lo que explica en parte que, además de con los mimos e imitadores, los romanos se carcajeasen a costa de los simios.

Y es que este grupo animal, por su parecido a los humanos y su tendencia a copiarnos, era adorado por el público romano. Eso sí, seguidos muy de cerca por los burros, otro animal recurrente en los chistes y las historias humorísticas romanas que provocaba la hilaridad del gran público, sobre todo cuando robaba comida. La popularidad de este equino llegó a abrirse paso con fuerza en la literatura, con obras como El asno de oro, de Apuleyo, donde se narran las andanzas de un hombre transformado de forma accidental en burro.

Retrato de Apuleyo.

Dominio público

Pero no solo de animales vivía el humor romano. Aquellos con determinados defectos eran objeto habitual de las burlas de sus conciudadanos. Entre todos ellos destacaban los calvos, pero también los canosos y aquellos con narices extravagantes. Y si estas narices goteaban y el aliento de su portador apestaba, mejor aún.

Cosa de costumbre

Es probable que la mayoría de lo que hacía reír a los romanos tuviera su origen en la costumbre. Había cosas que, simplemente, hacían reír desde siempre, y por desgracia de algunas de ellas hemos perdido el contexto.

Porque, si bien podemos entender por qué se reían de los monos, nos es imposible saber si existe una causa concreta en los dichos hilarantes que perseguían a los habitantes de Abdera, población del norte de Grecia cuyos ciudadanos eran, salvando las distancias kilométricas e históricas, víctimas de ese tipo de chistes que en España protagonizaron los habitantes de Lepe, en Huelva.

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Más allá de para burlarse de sus semejantes, los romanos también utilizaban la risa para hacer carrera. Así, los oradores entrenaban en el arte de la risa, y muchos de ellos, conocedores de que a todo buen romano le gusta un buen mimo, tendían a imitar a sus adversarios cuando daban un discurso. Costumbre que explica, en parte, que uno de los mayores intelectuales de la historia pueda ser considerado, también, un gran cómico: Cicerón.

Humorista entre humoristas

Del mítico senador romano, Plutarco dejó dicho que fue “adicto a la risa”, pues parece que Cicerón hacía reír mucho y bien. En la Antigüedad circuló incluso una recopilación con sus mejores chistes, aunque es probable que jamás pronunciase muchos de aquellos dichos ingeniosos que se le atribuían.

Pero Cicerón, al margen de utilizar la risa en el lenguaje político y judicial, ridiculizando mediante el humor a sus enemigos, también dedicó parte de su obra De oratore a la risa, explicando de forma teórica el uso a darle y cómo servirse bien de ella evitando ofender a quien no se debe.

Cicerón ataca en el Senado al conspirador Catilina.

Terceros

Al igual que Cicerón, otros muchos intelectuales de la época, como Virgilio, Catulo, Ovidio y Horacio, dedicaron parte de sus escritos a la risa, y gentes de mente más científica, como Galeno o Plinio, dejaron algunos estudios sobre cómo funcionaba e incluso describieron plantas que podían producirla, entre las cuales es altamente probable que se encontrara el cannabis.

El doble sentido

Toca ahora enmendar a Estrabón, del que hablábamos antes. Pues si bien el griego disminuyó el papel de los dobles sentidos en la risa romana, lo cierto es que los juegos de palabras eran muy habituales entre los romanos. Cicerón, nuevamente, es ejemplo de ello. Suele recordarse cómo, durante un juicio, al preguntarse cuándo había muerto un individuo, Cicerón respondió “tarde”, ejecutando mediante el lenguaje un doble sentido que hoy seguimos entendiendo con facilidad.

Juegos de palabras como este eran una constante en Roma, sí, pero no solo en el mundo de la política y los juicios. La comedia recurría a ellos para arrancar el aplauso del público. El latinista estadounidense Michael Fontaine, que ha estudiado este fenómeno en profundidad, ha llegado a la conclusión de que Plauto, por ejemplo, aparte de utilizar palabras divertidas, era aficionado a los juegos de palabras en sus comedias. En este tipo de obras, importante fuente de información para deducir de qué se reían los romanos, nos topamos, además, con la risa transcrita.

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Al menos es lo que ocurre con El eunuco, de Terencio, título en el que quedó plasmada la onomatopeya “hahahae” en aquellos tiempos remotos de nuestra historia en los que no existía el cómic y, por tanto, no era habitual dejar por escrito el momento en el que un personaje está riendo.

No te rías que es peor

A estas alturas ya vemos que los romanos reían y mucho. Tanto que acuñaron refranes como “más vale perder a un amigo que un dicho ingenioso”, o “más fácil es al sabio apagar una llama dentro de su boca que guardarse un buen dicho”. Pero llegó un momento en el que aquellas cómicas intenciones iban a chocar con ciertos emperadores problemáticos.

Y es que, aunque todos quisieron controlar de qué se reían sus súbditos y cuidar las críticas que se les hacían, algunos, como Vespasiano o Augusto, toleraron que se mofaran de ellos bajo ciertas reglas, mientras que otros entendieron el humor a su particular manera.

El más conocido de esos emperadores con sentido del humor propio fue Calígula. Ese Calígula que la historia ha tachado de loco o, como poco, de sádico, pese a que en nuestro siglo XXI muchos historiadores están reinterpretando su figura para beneficio del tercero de la dinastía Julio-Claudia.

Si “compramos” esta interpretación moderna de Calígula, su locura quizá no fue tan mayúscula como siempre hemos imaginado, pero detrás de ciertos episodios que protagonizó sigue asomando alguna historia de humor macabro, como ocurrió cuando, tras asesinar a un hombre, mandó llamar a su padre, lo invitó a cenar y le obligó a carcajearse con las bromas con las que consideró oportuno amenizar la velada.

'Las rosas de Heliogábalo', por sir Lawrence Alma-Tadema. El emperador mandó arrojar tal cantidad de pétalos sobre los invitados que algunos murieron asfixiados.

Dominio público

Pero quien se llevó la palma de entre los emperadores en esto del humor fue, sin duda, Heliogábalo. Al menos si atendemos a Historia Augusta, que narra de manera un tanto parcial los hechos de su vida. Según este texto, Heliogábalo “tenía la costumbre de invitar a cenar a ocho hombres calvos, o bien a ocho tuertos, o a ocho gotosos, o a ocho sordos, o a ocho de piel especialmente oscura, o a ocho altos, o a ocho gordos, en el caso de estos últimos para que todo el mundo se riera al ver que no cabían en el mismo diván”.

También disfrutaba emborrachando a sus amigos y encerrándolos con un leopardo o un oso en su habitación durante la noche, y fue el introductor en Roma de un cojín que se deshinchaba cuando su usuario se sentaba sobre él, probablemente generando un sonido parecido al de una flatulencia. Cosa, esta última, que divertía mucho al emperador.

Chistes, en definitiva

Biografías de emperadores, comedias, discursos de oradores... Fuentes todas ellas que nos sirven para saber de qué se reían los romanos. Pero falta mencionar una de las más importantes, el Philogelos, o El amante de la risa, una recopilación de chistes de la Antigüedad cuya versión actual fue probablemente retocada durante la Edad Media.

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Gracias a Philogelos, prueba escrita del humor romano, podemos saber que los chistes protagonizados por avaros, gentes ingeniosas, bobalicones y gruñones gustaban en la antigua Roma, y que la muerte, que protagoniza un 15% de las páginas de esta obra, tampoco escapaba al humor negro de los romanos. Ese que todavía compartimos con ellos, pese a los siglos que nos separan.

Si no nos creen, busquen en Internet la adaptación que el monologuista Jim Bowen hizo en 2008 (en inglés) de algunos chistes que hacían reír a los romanos. Se lo adelantamos: Owen decidió lanzar esos chistes a su público y triunfó.