Fue Grecia el lugar en que se generalizó el baño doméstico, que más tarde extendió su influencia a Roma, donde se convertiría en una forma sofisticada de higiene personal. Para los griegos constituía un complemento del gimnasio, y era rápido, con efectos vigorizantes. Se realizaba con agua fría, puesto que se concebía como una práctica para atletas, no para sibaritas. En realidad, el uso de agua caliente se consideraba afeminado.
En Roma, en cambio, el baño era una forma de relajación y un deber social que se llevaba a cabo de forma colectiva. Aseo personal y salud iban de la mano, como demuestra el término latino sanitas, “salud a través de la higiene”, o la célebre frase mens sana in corpore sano, acuñada por el poeta Juvenal entre los siglos I y II.
Punto de encuentro
En el siglo II a. C. se popularizaron en la capital del Imperio romano los baños privados y empezó a instalarse en los domicilios agua caliente. Los ciudadanos acomodados tenían bañera en sus domus (casas); los humildes contaban con baños públicos. En cualquier caso, ricos y pobres acudían a estos balnearios, en los que se intercambiaban con sus conocidos noticias y chismorreos.
Algunos autores coinciden en que la práctica de asistir a las termas no respondía a razones de higiene, sino a una especie de complejo placer. Esto explicaría el hecho de que los filósofos –y con el tiempo los cristianos– se limitaran a bañarse una o dos veces al mes.
El culto al baño llevó a los romanos a destinarle grandes esfuerzos económicos, con la construcción de importantes espacios que se encargaban de edificar los mejores arquitectos. Las instalaciones disponían de varios recintos para cumplimentar su propio ritual.
Cuando la campana llamaba para anunciar que el agua estaba caliente, alrededor de la una de la tarde, los clientes entraban y pagaban su quadrans. Jugaban un partido de pelota en el sphaeristerium para entrar en calor. A continuación se introducían en el tepidarium, una habitación moderadamente caldeada donde se sudaba un poco con la ropa aún puesta. Después se desnudaban en el apodyterium y allí eran untados con aceite. El usuario podía llevar su propio aceite especial y ungüento si lo deseaba.
Se entraba luego en el caldarium o cámara caliente para sudar con abundancia, y después se permanecía durante un breve espacio de tiempo en el laconium, un lugar caldeado situado encima del hypocaustum, o caldera. Esta última contaba con un regulador que controlaba el agua caliente, templada y fría. Para ahorrar combustible, los depósitos estaban conectados de modo que tan pronto como salía el agua caliente era sustituida por la templada y luego por la fría (debía utilizarse en este orden).
Terminado este proceso, se friccionaba al cliente con un strigil, utensilio metálico de forma curva con una ranura que recogía los restos desprendidos. Luego se le pasaba una esponja, se le untaba de nuevo con aceite y podía terminar zambulléndose en el agua fría del frigidarium antes de ir a sentarse o dar un paseo.
Los baños permanecían generalmente abiertos hasta que oscurecía, aunque los últimos emperadores hicieron que los iluminasen también de noche. Lo usual era utilizarlos antes de la cena, pero los más aficionados permanecían toda la tarde en remojo y no abandonaban las aguas más que para tomar un refrigerio.
Las grandes construcciones balnearias recibieron el nombre de termas. Las más famosas fueron las Antonianas, o de Caracalla, que deben su nombre al emperador que las mandó construir entre 206 y 217 para disfrute de sus ciudadanos. El núcleo de este complejo, los baños en sí mismos, medía 220 metros de lado por 114 de ancho. Por allí pasaban a diario más de 2.000 personas, y solo fue superado por la grandiosidad de las termas de Diocleciano, construidas hacia el año 300.
Las termas comprendían, además de los baños, una serie de patios con pórticos y jardines y un gran número de salas para ejercicios gimnásticos, juegos y lectura, e incluso puntos para reunirse a comer y cenar. Estaban perfectamente organizadas.
Aparte del orden de los baños, se regulaba la separación por sexos en distintos departamentos o en diferentes horarios y la custodia de los objetos personales por el capsarius (mozo de guardarropía). Más adelante se pusieron de moda los baños mixtos, una costumbre que duró hasta bien entrado el inicio de la era cristiana, cuando la Iglesia empezó a dictar normas restrictivas por temor a la promiscuidad.
Con el tiempo, el gusto de los romanos por el baño había derivado en un auténtico vicio, pues se llegó a abusar de su utilización en toda la extensión del término. Los placeres sexuales hicieron acto de presencia en estas inmersiones públicas, a pesar de las prohibiciones decretadas por Adriano, Marco Aurelio y Alejandro Severo. Y, por otro lado, se sabe que los excesos de los bañistas más fervientes dieron lugar a raras enfermedades de la piel.
Del baño al tocador
Para el embellecimiento personal los romanos contaban con todo tipo de ungüentos, perfumes y utensilios, de los que dan testimonio la literatura y los hallazgos arqueológicos. Gracias a ello se sabe que el cuidado del cabello tenía especial relevancia. Sufría las modificaciones propias de la moda, pero también las impuestas por los distintos rituales que existían en torno al mismo.
En este sentido, por ejemplo, los jóvenes acostumbraban a ofrendar su primera barba a una divinidad en la solemne ceremonia familiar denominada depositio barbae. Tras la pérdida de esta primera barba la dejarán crecer hasta la aparición de las primeras canas.
En la antigua Roma era práctica común dejarse crecer la barba y los cabellos. A partir del siglo III a. C., también por influencia griega, comenzaron a cortarse el pelo y a rasurarse la barba.
Entre las mujeres nunca estuvo de moda el pelo corto. Las más jóvenes lo llevaban recogido y anudado en la nuca. Los peinados alcanzaban su máxima sofisticación entre las casadas: rizos, postizos, pelucas y tintes coronaban a las romanas a la última moda. Fue tal la importancia otorgada al peinado que, en ocasiones, cuando se esculpía un busto, el artista tallaba el peinado en una pieza de mármol separada para poderla cambiar según las tendencias.
Si durante la república el peinado femenino había mantenido una gran sencillez, llegó a alcanzar su máxima sofisticación en la época de los emperadores flavios, cuando los rizos de gran volumen provocaron un auténtico furor y se recurrió además a la utilización de todo tipo de cintas, flores y mallas bordadas.
Para arreglar el cabello contaban con peines de madera, hueso, plata o marfil. Y los recogidos se elaboraban con agujas y con punzas de variados diseños. Los ciudadanos de cierta categoría solían tener un esclavo, el tonsor, dedicado a los servicios de peluquería. Pero también había peluquerías públicas, las tonstrinae, con peinadoras, u ornatrix.
En su aseo diario, el romano empleaba dentífricos y una amplia gama de perfumes, ungüentos y desodorantes para axilas y pies
El maquillaje fue frecuente entre los romanos de ambos sexos. Las mujeres se aplicaban colorete, carmín, un compuesto de color negro para las pestañas y tonos rosados y blancos para los párpados. Los varones en algunas ocasiones se maquillaban ojos, cejas y párpados.
En su aseo diario, el romano empleaba dentífricos y una amplia gama de perfumes, ungüentos y desodorantes para axilas y pies (rosa, azafrán, azucena, lirio y nardo) que, importados de Oriente, podía adquirir en las tabernae unguentariae. Los perfumes más solicitados fueron el cromicus (mezcla de azafrán, mirra, alheña, junco, láudano y estoraque) y el rhodinium (elaborado a base de rosas).
Aliviarse en público
El romano entendía y practicaba el sentido de la higiene corporal siempre desde su talante colectivo y desinhibido. Subsisten pruebas de ello. En las ruinas de Pompeya, Herculano y la tunecina Cartago se han encontrado los modelos de ese colectivismo higiénico: una gran mesa pétrea, semicircular, con hasta doce grandes orificios, y un canalillo anexo a cada uno revelan que, sin reparos de ningún tipo, los romanos hacían sus necesidades juntos.
Esta visión de la higiene y la belleza empezó a extinguirse hacia el siglo IV, con el declive romano. Los invasores bárbaros destruyeron la mayoría de las termas, aquellos magníficos espacios revestidos de azulejos. Aun así, de la pasión por el baño ha quedado constancia a lo largo y ancho del Imperio.
Muchas de aquellas construcciones han llegado hasta nosotros, y algunas incluso continúan funcionando. En la Hispania romana, por ejemplo, se conservan, entre otras, las de Alange (Badajoz), Arcolea y Arva (Sevilla), Baños de Montemayor (Cáceres), Bigastro (Alicante) y Calafell (Barcelona). En el transcurso de la Edad Media, el baño y la higiene adquirieron una nueva significación.
Este artículo se publicó en el número 418 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.