El pasado 3 de abril, un fastuoso desfile con carruajes de ornamentación faraónica, envuelto por un espectáculo de música y luz, recorrió las calles de El Cairo ante los asombrados ojos del mundo. Un total de 22 momias reales del Imperio Nuevo eran trasladadas desde el Museo Egipcio de la capital, ubicado en la plaza Tahrir, hasta el Museo de la Civilización Egipcia, en la cercana localidad de Fustat.
Entre esas momias "viajaba" la del mítico faraón Ramsés II, cuyo periplo después de muerto parece distar mucho del eterno descanso del que habla el tópico. Tras una vida azarosa y activa, la eternidad reposada junto a los dioses de Egipto parecía ser el sueño más ansiado de este anciano, que había sobrevivido a muchos de sus herederos. Sin embargo, no podía haber imaginado nada más lejos de la realidad.
Después de su embalsamamiento en la capital, Pi-Ramsés, un amplio cortejo de barcos, con toda la corte a bordo, remontó el Nilo hacia el lugar de la tumba. A su paso por aldeas y ciudades, el rey difunto recibió el homenaje y el duelo de sus súbditos, que se arremolinaban en las orillas.
Tras una pequeña parada en Abidos, ciudad de Osiris, dios de los muertos, la flotilla llegó a Karnak, donde se iniciaron los funerales. Más tarde, el grupo se encaminó hacia el templo funerario del faraón (el Rameseo), y de ahí hacia su tumba en el Valle de los Reyes. Allí, tras la celebración del rito de la apertura de la boca (para que pudiera alimentarse y respirar en el más allá), fue finalmente inhumado.
Apenas sesenta años después del enterramiento, en el año 29 del faraón Ramsés III, se produce un primer intento de saqueo de la tumba. De una época algo posterior (durante el reinado de Ramsés IX) se conserva un documento, el papiro Mayer, que informa de pillajes destructivos en muchas tumbas del Valle de los Reyes –entre ellas, la de Ramsés II– y en el Rameseo.
Se trata del acta del juicio que se llevó a cabo contra los instigadores de estos robos, entre los que se encontraban altos cargos públicos de Tebas, que fueron severamente castigados. Bajo sus órdenes se desvendaron y rompieron momias para extraer joyas, se arrancó el oro que cubría los sarcófagos y otras piezas y se robaron los ungüentos y perfumes que contenían los vasos.
En torno a 1090 a. C., el alcalde de Tebas y algunos altos sacerdotes decidieron enterrar a todos los faraones en dos tumbas: la de Seti I y la de Amenhotep II, cuyos accesos podían vigilarse con facilidad. La inhumación fue sencilla, sin ajuares ricos, tan solo con lo que había sobrevivido de saqueos anteriores y con guirnaldas de flores. Se reutilizaron los sarcófagos en mejor estado.
Así, Ramsés II acabó en el féretro de su abuelo, Ramsés I. No sería éste el último daño infligido. Años más tarde, en época de Pinedyem, sumo sacerdote de Amón, otro desvalijamiento volvió a deteriorar la momia del faraón, cuyos restos fueron de nuevo vendados, tal como aparece reflejado en una inscripción en la tela de lino. Desde este momento, el rey reposaría tranquilo. Al menos, durante unos tres mil años.
La momia indefensa
El 6 de julio de 1881, dos inspectores del Servicio de Antigüedades egipcio, Ahmed Kamal y Heinrich Brugsch, desenmascaran a una familia de saqueadores de la aldea de Gurna que habían estado vendiendo en el mercado negro piezas de los ajuares funerarios de reyes y sumos sacerdotes de Amón del Imperio Nuevo y de la XXI dinastía. Las revelaciones de uno de los hijos condujeron al descubrimiento de un escondrijo en el circo de Deir el-Bahari.
La emoción de los egiptólogos fue intensísima. Ante sus ojos, aunque en un estado lamentable, aparecían muchos de los más grandes faraones del antiguo Egipto. Kamal y Brugsch decidieron intervenir con rapidez ante la desconfianza y animadversión amenazante con que los habitantes de Gurna, saqueadores durante generaciones, observaban la presencia del Servicio de Antigüedades en su territorio. Con refuerzos policiales llegados de El Cairo se extrajeron durante dos días los restos, que fueron embarcados rumbo al norte.
Según la tradición, miles de campesinos egipcios saludaron al paso del barco que llevaba los féretros. Las mujeres lanzaban gritos de duelo y echaban polvo sobre sus cabellos, al tiempo que algunos hombres disparaban sus fusiles. Lo que se ha interpretado como un homenaje a Ramsés y los grandes faraones de Egipto podría también considerarse como la desesperación ante el principio del fin de un complemento económico vital para una población empobrecida, que tenía en el mercado negro de antigüedades una posibilidad de supervivencia.
Desde su llegada a El Cairo, los restos de Ramsés comenzaron de nuevo a sufrir ataques, aunque de otra índole. La exposición a los factores climáticos, sobre todo a la humedad del Nilo durante las inundaciones, los dejaron indefensos frente a agresiones bacterianas. Y no solo eso. El desvendamiento para certificar la identidad de la momia (junio de 1896) provocó tanta emoción que las personalidades se atropellaron como un rebaño y volcaron al faraón, como Gaston Maspero –director del Servicio de Antigüedades– relató al escritor Pierre Loti en 1907.
Después tuvieron lugar una serie de traslados del museo de la capital a casas privadas de altos funcionarios del gobierno egipcio, pasando por el mausoleo vacío destinado a Saad Zaghlul (líder nacionalista egipcio) y terminando con la reclusión de la momia en el nuevo Museo de El Cairo, alejada de la vista del gran público.
Años más tarde, los restos de Ramsés II, junto con los de otros faraones, volvieron a ser expuestos a los visitantes del museo. Por otra parte, los egiptólogos querían conocer mejor aspectos como las causas de la muerte de los reyes, sus enfermedades o su dieta. Así pues, comenzaron a solicitar permisos para radiografiar los cuerpos. El Servicio de Antigüedades lo permitió, pero la falta de condiciones idóneas provocó un mayor deterioro que afectó, en concreto y de forma evidente, a la momia de Ramsés.
La egiptóloga Christiane Desroches Noblecourt intentó buscar las causas del mal olor que desprendían los restos del monarca. En Egipto no había medios adecuados para la restauración, de modo que planteó trasladar la momia a París. Puesto que la ocasión lo requería, se produjo un acuerdo entre estados. El presidente egipcio Anuar el-Sadat y el francés Valéry Giscard d’Estaign decidieron que el faraón debía “ir a consultar a los médicos”, y el gobierno francés aceptó tomarle a su cargo.
El 26 de septiembre de 1976, Ramsés despegaba del aeropuerto de El Cairo, y, a petición de Desroches Noblecourt, sobrevolaba las pirámides de Giza: según cuenta ella misma, Ramsés, salido de las tinieblas de la tumba, pasaba por encima de la única de las siete maravillas del mundo que se ha preservado.
A su llegada a París se le tributaron honores de jefe de Estado. Fue recibido por la guardia republicana ante la ministra de Universidades, Alice Saunier-Seïté, el jefe de la Casa militar del presidente y el embajador de Egipto. A continuación, la momia fue trasladada al Museo del Hombre, lugar en que permanecería siete meses.
Una mina de información
Un grupo de 110 científicos de diversas disciplinas fueron los encargados de estudiar los restos de Ramsés II en una sala del museo habilitada y esterilizada al efecto. El cuerpo se analizó de forma exhaustiva, lo que proporcionó una enorme cantidad de datos, que iban desde sus rasgos físicos hasta la determinación del lugar del embalsamamiento por los granos de arena hallados en el cadáver.
Los análisis practicados a la momia de Ramsés II en París indicaron que medía 1,75 m y que debió de morir a los 85 años. Padeció serios problemas dentales, y los últimos veinte años de su vida debieron de ser duros a causa de una espondiliartritis anquilosante, que le obligó a caminar encorvado apoyándose en un bastón.
Los estudios de la momia revelaron, entre otras cosas, que el faraón había sido, casi con total seguridad, pelirrojo, un color asociado en la religión egipcia con el dios Seth. Seth, el asesino de Osiris, está vinculado con todo lo maligno. El bien que no puede existir sin el mal, la presencia del orden a partir del caos primordial... Resulta curioso que su padre y uno de sus sucesores llevaran el nombre de Seti (amado por Seth). En todo caso, Ramsés pudo emplear este rasgo físico a modo de propaganda para integrar en su persona divina la dualidad del universo... y la extensión de su poder.
Las pruebas realizadas mostraron la actividad intensa de hongos, entre los que había que destacar el Daedalea Biennis, que atacaba la espalda del faraón. Tras restaurar el sarcófago y colocar la momia en su interior, los ingenieros del Centro de Estudios Nucleares de Saclay utilizaron radiación gamma (cobalto 60) para destruir los microorganismos. Acabada la tarea, Ramsés fue despedido con honores y volvió a Egipto. No iba a ser, como hemos visto, el último viaje del faraón.
Este artículo se publicó en el número 420 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.