Leonard Woolley, el arqueólogo mediático que descubrió Ur

Mesopotamia

Los hallazgos de Woolley en la ciudad de Ur encumbraron al arqueólogo británico y rivalizaron en fama con los de Howard Carter en Egipto

Horizontal

Leonard Woolley (a la derecha) y Lawrence en una excavación en lo que hoy es Siria.

Dominio público

Noviembre de 1922. Leonard Woolley llevaba unos meses explorando la antigua ciudad sumeria de Ur, en Tell el-Mukayyar (Irak), cuando una noticia atrajo la atención de los periódicos de todo el mundo: otro británico, Howard Carter, había descubierto en Egipto la tumba de Tutankhamón, la más sensacional de todos los faraones. Aún nada hacía presagiar que, seis años después, también Woolley coparía las portadas de los diarios con el hallazgo en Ur de las tumbas reales más maravillosas jamás vistas en Oriente.

Las joyas que Woolley sacó a la luz eran un milenio más antiguas que las de Carter, de alrededor de 2600 a. C. Constituían una especie de libro en código sobre las jerarquías y los rituales funerarios de Sumer, la primera civilización de la historia, en la que surgieron la escritura y las matemáticas. El descubrimiento sumerio disputó el foco mediático a los tesoros del faraón, extraídos de su sepulcro a lo largo de una década, y a las maldiciones de ultratumba que se gestaron en torno a ellos.

Había recibido de su mentor, Hogarth, una oferta más apetitosa: dirigir unas excavaciones en Carchemish

Además, otorgó a su artífice el título oficioso de “Woolley de Ur”, tal como sería conocido a partir de entonces. En todo ello tuvo mucho que ver el talento de Woolley para relacionarse con la prensa y sus dotes como escritor prolífico de obras destinadas tanto al público general como al académico.

De las Escrituras al cincel

Curioso y tímido, Woolley iba para clérigo. Lo fue su padre, que dilapidó en obras de arte la fortuna de su mujer, descendiente de un militar condecorado en las guerras napoleónicas. Pero el reverendo Spooner, uno de sus profesores de Teología, le recomendó abandonar esta carrera por el estudio de la arqueología. Por mediación de otro maestro, el especialista en Oriente Medio David Hogarth, Woolley empezó a trabajar en el Departamento de antigüedades del Ashmolean Museum, en Oxford.

Horizontal

La casa de Abraham en Ur.

Aziz1005 / CC BY-4.0

Allí pasó años formándose y acumulando datos, hasta que decidió sumergirse en la arqueología de campo. Tras su bautizo en el yacimiento romano de Corbridge, al norte del país, puso rumbo a Nubia (entre Egipto y Sudán) e Italia. Cumplidos los treinta, en 1912, Lord Carnavon, futuro mecenas de la expedición de Carter, le invitó a viajar a Egipto. Pero Woolley rechazó su oferta. Había recibido otra de su mentor, Hogarth, aún más apetitosa: dirigir unas excavaciones en Carchemish, en la actual frontera entre Siria y Turquía. Allí compartiría espectaculares descubrimientos con el más tarde conocido como Lawrence de Arabia.

Arqueólogo y espía

Sobre Carchemish confluían intereses de tipo arqueológico y político. Hacía tres décadas que los especialistas exploraban el sitio cuando la construcción de una línea de ferrocarril entre Berlín y Bagdad lo colocó en el punto de mira. Con esta obra, el gobierno alemán pretendía disputar el control comercial de la zona a Gran Bretaña. El yacimiento, a tan solo medio kilómetro de las obras, resultaba un mirador privilegiado. De ahí que en más de una ocasión los enfrentamientos interrumpiesen las excavaciones.

A las puertas de la Primera Guerra Mundial, Alemania buscaba alianzas con el joven gobierno turco. No es extraño que la arqueología se convirtiese en una coartada perfecta para el espionaje. Hogarth, un ferviente patriota, reclutó para la inteligencia británica a Woolley y a otros colegas de profesión. Entre ellos, a Gertrude Bell, futura asesora de antigüedades del rey Feisal de Irak, y a T. E. Lawrence, que años después lideraría la revuelta árabe contra los turcos.

Woolley aprovechó sus contactos de guerra para participar en campañas en Siria y Egipto

Woolley y Lawrence se dedicaban a vigilar a los ingenieros ferroviarios alemanes cuando las condiciones climatológicas les impedían trabajar en Carchemish. Además, recorrieron el desierto de Neguev, en el actual Israel, con la excusa científica de encontrar indicios de la ruta seguida por los judíos durante el éxodo.

No obstante, el verdadero objetivo de su misión era, por un lado, trazar el mapa de las zonas más desconocidas, ya que los turcos deberían atravesarlas inevitablemente si querían invadir Egipto, y, por otro, localizar las reservas de agua de cara a un inminente conflicto. Tras su estallido, en 1914, Woolley prestó servicio en el ejército británico. Pocos años después, el barco espía en el que navegaba por el golfo de Alexandretta naufragó y los turcos lo apresaron. Fueron malos tiempos para el arqueólogo.

Vía libre en Oriente

Acabada la guerra, las condiciones políticas y diplomáticas no podían ser más propicias para los especialistas ingleses que querían trabajar en Oriente. Egipto se mantuvo como protectorado británico, y Palestina e Irak quedaron bajo mandato inglés. Woolley aprovechó sus contactos de guerra para participar en campañas en Siria y Egipto. Su gran momento llegó en los felices años veinte, cuando la universidad estadounidense de Pensilvania y el Museo Británico empezaron a fraguar un proyecto común en Irak.

Horizontal

Leonard Woolley (derecha) y T. E. Lawrence en Carchemish, Siria (1913).

Dominio público

Tras valorar una exploración en Nippur (la antigua Nibru, en el actual Irak), el más importante centro religioso de Sumer, las dos instituciones optaron por Ur, la ciudad del patriarca Abraham. En su decisión pesó el hecho de que Ur se hallaba en una zona alejada de posibles conflictos locales. El lugar había sido explorado superficialmente a mediados del siglo XIX, y posteriormente se había identificado su área sagrada. Lawrence, a quien Churchill había fichado como asesor en asuntos árabes de la Oficina Colonial, recomendó a su antiguo compañero para dirigir la expedición.

Tanto George Byron Gordon, director del Museo Penn, como sir Frederic Kenyon, del Museo Británico, estuvieron de acuerdo en que era el hombre ideal. Decisiones acertadas No se equivocaron. Tampoco lo hizo Woolley con la elección del método que le llevó a extraer la mayor información posible de una de las ciudades mejor conservadas de la civilización sumeria. Nada más empezar, Woolley mandó excavar dos grandes zanjas para tener una idea panorámica de lo que podría llegar a encontrar allí.

En la primera, llamada A y localizada fuera del área sagrada, se hallaron indicios del cementerio real y algunas joyas. El equipo, entusiasmado, no tardó en bautizarla como “la trinchera de oro”. La zanja B, en cambio, tan solo mostró restos de edificios de ladrillo junto al zigurat, o pirámide escalonada, ya conocido. Para sorpresa y decepción de muchos, Woolley decidió empezar a excavar en esta segunda zona y aplazar los trabajos sobre la que más prometía. ¿Por qué? Sencillamente, porque su prioridad no era encontrar tesoros.

Horizontal

Ruinas de la ciudad de Ur con el Zigurat de Ur-Nammu al fondo a las afueras de Nasiriyah.

M.Lubinski from Iraq,USA / CC BY-SA-2.0

Como explicaría en una de sus obras, el arqueólogo solo tiene una oportunidad para desentrañar el montón de información sobre la vida en la Antigüedad que la tierra oculta. Y él no estaba dispuesto a perder la suya. Por ello evitó correr riesgos. Su gran flota de trabajadores locales (unos trescientos) necesitaba acumular experiencia antes de proceder a abrir una tumba. De lo contrario, podían cometer daños irreparables. Durante cinco años se exploraron las tumbas más sencillas, hasta que, en 1928, se abrió la primera real.

La sorpresa fue máxima, no solo por los tesoros que desenterraron, sino también por la cantidad de restos de sacrificios humanos rituales hallados, sin parangón en la zona. A partir de la disposición de los cadáveres (en hileras y a los pies de los miembros de la realeza) y de la riqueza material de los vestidos y objetos que llevaban (lapislázuli, oro, plata...), Woolley dedujo que, para la sociedad sumeria, morir junto al monarca era un honor. En su opinión, muchos súbditos habían aceptado ser envenenados para acompañar a sus reyes, considerados seres superiores, en el más allá.

Su misión concluyó en 1934, después de que Irak, ya independizada de Gran Bretaña, dejara de dar facilidades a los arqueólogos extranjeros e impidiera el reparto de los hallazgos realizados dentro de sus fronteras. Woolley regresó a Inglaterra, donde se le nombró sir en reconocimiento a sus servicios arqueológicos. Sus ansias de saber le llevarían a seguir excavando en otros destinos y a dar a conocer su profesión con la rigurosidad que siempre le caracterizó.

Este artículo se publicó en el número 532 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...