Para los egipcios de la Antigüedad, la muerte no era el final de la existencia, sino un alto en el camino, como un umbral que se podía franquear satisfactoriamente si se contaba con los medios adecuados para ello. La momificación de los cuerpos, los objetos y amuletos depositados junto al difunto o la arquitectura y la decoración de las tumbas eran algunos de los instrumentos que podían permitir a los egipcios superar el letargo de la muerte y conocer un nuevo amanecer en el Más Allá.
Otro de esos medios mágicos lo constituía la palabra, pronunciada durante los rituales de enterramiento y ofrenda o bien escrita en forma de conjuros y encantamientos. En este último apartado destaca la colección de los que conforman el denominado Libro de los Muertos. Lo conocemos con ese nombre porque fue así como lo bautizó, en el siglo XIX, el egiptólogo alemán K. R. Lepsius.
Pero su título original podría traducirse como Libro de la salida al día o Libro para salir durante el día, lo que deja ver su función básica: permitir a su dueño continuar viviendo en el Más Allá, salir de su sepulcro y vivir de nuevo en la tierra o unirse al sol en su viaje diario por el cielo. Para ello, además de vencer a la muerte, el difunto debía sortear los peligros que pudieran acecharle en su camino hacia el Inframundo, la región en que habitan los muertos.
Los primeros usos documentados de estos textos los encontramos a finales del Segundo Período Intermedio (c. 1650-1550 a. C.) e inicios del Reino Nuevo (c. 1550-1069 a. C.), y seguirán vigentes muchísimo tiempo, hasta la época de la dominación romana de Egipto (31 a. C.-395 d. C.). Pese a su larga trayectoria, el Libro de los Muertos bebe en realidad de una tradición previa.
El precedente más remoto despegó en la segunda mitad del Reino Antiguo (c. 2686-2160 a. C.): fue el de los llamados Textos de las Pirámides. Esculpidos en las cámaras internas de estas, tenían por objetivo ayudar al faraón difunto a recuperar su vigor para despertar a su nueva vida, unirse a sus compañeros los dioses y ascender al cielo, donde podría surcar la bóveda celeste junto a Ra, el sol, renacido cada amanecer.
Más adelante, a finales del Reino Antiguo, aparece en escena un corpus de textos funerarios distinto, más variado, aunque heredero del anterior. Se empleará con mayor intensidad en el Primer Período Intermedio (c. 2160-2055 a. C.) y en el Reino Medio (c. 2055-1650 a. C.). Los Textos de los Ataúdes deben su nombre actual al hecho de que los encantamientos se plasmaban en la cara interna de los féretros.
El acceso a estas fórmulas ya no se limitaba a la realeza, era algo más amplio. Pese a todo, los nuevos beneficiarios formaban parte del sector más privilegiado de la élite social de la época.
Fórmulas para todos
Cuando se ponen por escrito los primeros textos que conforman el Libro de los Muertos, parece haberse dado un gran esfuerzo de síntesis y adaptación de las tradiciones anteriores, a la vez que una efervescente creación textual. De los cerca de mil doscientos encantamientos de los Textos de los Ataúdes, un buen número se actualizan, muchos se descartan y entran en juego otros nuevos. En esos momentos se cuentan casi doscientos capítulos diferentes.
Además, cobra un gran peso lo visual, en forma de viñetas que ilustran los distintos ejemplares. Pero lo destacable es que el acceso a esta colección de fórmulas mágicas se abre: ahora está disponible para todo aquel que pueda permitírselo, un número de personas sustancialmente mayor. También se amplían los soportes: ya no quedan limitados a las paredes de las tumbas o a los ataúdes.
El orden de los encantamientos adquiere relevancia, y se avanza hacia una edición “canónica” de esta colección
Los hechizos, himnos y demás fórmulas del Libro de los Muertos se colocan bien junto a la momia (escritos sobre las vendas o en un rollo de papiro depositado en el interior del ataúd) o bien cerca de ella, insertados en algún tipo de contenedor. Es lo que ocurría a finales del milenio I a. C. con las frecuentes estatuillas de Osiris, dios de los muertos, hechas de madera pintada y ahuecadas para tal fin.
Durante el Tercer Período Intermedio (c. 1070-650 a. C.) y la Baja Época (c. 650-332 a. C.) era habitual que se copiaran viñetas y textos de este conjunto de encantamientos sobre las superficies exteriores de los ataúdes. Así envolvían mágicamente el cadáver y propiciaban su renacimiento. El orden de los encantamientos adquiere relevancia, y se avanza cada vez más hacia una edición “canónica” de esta colección compuesta de imágenes y textos.
No obstante, la idea del perfecto manual para el Más Allá no siempre se materializaba del modo deseado. Son bastante más numerosos de lo que cabría sospechar los errores de copia, las reutilizaciones de manuscritos (borrando el nombre del dueño anterior) o los descuidos (como la omisión del nombre del difunto, dejando en blanco el espacio destinado a él, lo que hacía que el manuscrito fuese inservible).
En muchos casos, estas situaciones se debieron a la producción altamente estandarizada, casi podríamos decir “en serie”, de los ejemplares. Son muchos los ejemplos que se conservan del Libro de los Muertos en museos y bibliotecas nacionales de todo el mundo. Los destacados se encuentran en el Louvre, en el Museo Egipcio de El Cairo y, especialmente, en el British Museum.
La institución londinense cuenta con muestras que abarcan los cerca de mil setecientos años de historia de la compilación, incluidas auténticas joyas, como los papiros de Any, Nu, Hunefer o Anhai. Algunos de los ejemplares del museo llegaron a utilizarse como atrezo, junto con otras piezas originales, en La momia, la película que protagonizó Boris Karloff en 1932.
Sobrevivir a la muerte
Los textos del Libro de los Muertos son de muy variada índole. Un primer grupo de conjuros busca la provisión continua de alimentos o de aire para toda persona que llegue a utilizarlos. También son frecuentes las invocaciones dirigidas a asegurar al difunto el mantenimiento de algunas de las facultades de las que gozaba en vida, como no perder el dominio sobre su boca o recordar cuál es su nombre.
Destacan especialmente las invocaciones relacionadas con el corazón, como, por ejemplo, para que este órgano no testifique contra su dueño durante el juicio de los muertos, en el que se valora si se es digno o no de disfrutar de una existencia eterna tras la muerte. Y son constantes los hechizos destinados a proteger al muerto de animales peligrosos y de algunos de los habitantes del Inframundo.
Para los vivos son muy frecuentes las instrucciones sobre la confección y preparación de los amuletos
Otro grupo de textos busca que el difunto pueda desplazarse libremente, tanto por el cielo como por los espacios que componen el Más Allá. Los encantamientos le otorgan todos los conocimientos necesarios para ello: las palabras mágicas, secretas, que habrá de decir a los monstruosos guardianes que guardan las puertas con enormes y afilados cuchillos para que le dejen pasar, o los nombres de las partes de los barcos que le permitirán cruzar las aguas del Inframundo o surcar el cielo a diario.
Incluso se facilitan itinerarios que detallan los paisajes del mundo de los muertos, su orografía, edificios y habitantes. Con ellos, el difunto podrá sortear los peligros y atravesar sus regiones por los lugares más propicios. Para los vivos son muy frecuentes las instrucciones sobre la confección y preparación de los amuletos que habrán de incluirse entre las vendas de la momia o que recibirán sobre su superficie un capítulo concreto del libro.
Se especifican los materiales a utilizar, las condiciones de pureza bajo las que una persona debía emplear el texto (sin haber comido determinados tipos de carnes o pescados, por ejemplo) o las imágenes y figuras que tendrán que usarse o dibujarse en el ritual en que el encantamiento debía ser recitado. La validez de estos ensalmos es manifiesta porque, como se señala en algunos de ellos, “su efectividad ha sido comprobada un millón de veces”.
Un conjunto capital es el de las “fórmulas de las transformaciones”. Con ellas, el difunto podrá transformarse en diferentes seres que permitirán su feliz renacimiento en el Más Allá. Muchos de ellos parecen estar relacionados con el sol, que muere y renace todos los días, y por ello modelo de una vida eterna en transformación.
El muerto podrá conocer el mismo destino que el sol si se metamorfosea en un halcón de oro, en una flor de loto (que se abre al alba y se cierra durante la noche), en la garza Benu (el posterior fénix de los griegos) o en una golondrina. Podrá ser dueño de sus actos e incrementar su poder si se transforma en un cocodrilo o una serpiente, o mostrar la superación de la muerte al adoptar la forma del dios Ptah o la de un ba (elemento intangible del ser humano) vivo.
Gracias al empleo de los textos que componen el Libro de los Muertos, los egipcios podían asegurarse una existencia plena y satisfactoria en el Más Allá, cubriendo los diferentes aspectos de su nueva vida, desde los más prosaicos hasta los más espirituales. Esta concepción solo puede entenderse desde el afán vital de este pueblo, lejos del estereotipo occidental, que contempla el antiguo Egipto como una cultura obsesionada por la muerte y su tenebroso mundo.
Lo que explica la creación y la pervivencia de esta colección de encantamientos no es sino el deseo, como rezan muchos de los títulos de sus capítulos, de “no morir una segunda vez en el Inframundo”.
Este artículo se publicó en el número 515 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.