‘El juramento de los Horacios’, el cuadro que “guillotinó” al Rococó

Arte

Jacques-Louis David no tenía la política en mente cuando esbozó esta obra, pero su ruptura con el estilo Rococó la convertiría en símbolo inesperado de la Revolución Francesa

‘El juramento de los Horacios’, Jacques-Louis David, 1784. Musée du Louvre.

‘El juramento de los Horacios’, Jacques-Louis David, 1784. Musée du Louvre.

DeAgostini/Getty Images

El París revolucionario de 1791 lanzaba una salva a “ese patriota francés que ha anticipado la Revolución”. El “patriota” no era político, ni militar ni agitador social. Era un pintor: Jacques-Louis David. ¿Su mérito? Haber guillotinado el Rococó, el estilo del absolutismo francés del XVIII, y haber dado a luz el Neoclasicismo, el lenguaje visual revolucionario por excelencia.

Todo ello habría ocurrido en un lienzo pintado en 1784, cinco años antes de la toma de la Bastilla: El juramento de los Horacios. Los insurrectos, sin embargo, manipulaban a su conveniencia la historia. Cuando David pintó aquel cuadro no tenía un alegato político claro en mente. Y lo que aún resulta más paradójico: El juramento... había sido un encargo de la mismísima corte.

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Los salones parisinos de las décadas de 1770 y 1780 eran un nido de contradicciones, posibilismo imposible e hipocresía. Muchos nobles abrazaban los preceptos morales de la Ilustración y hablaban de reformas. Mientras, sus bolsillos se llenaban al más puro estilo Antiguo Régimen. Estaban, por ejemplo, los Lavoisier, la familia del famoso químico, que se jactaban de liberales mientras comandaban la Ferme Générale, agencia que recaudaba impuestos para la Corona.

David, discípulo de Boucher, maestro del Rococó, era el retratista favorito de esta peculiar aristocracia. Podíamos encontrarlo en el salón de Élisabeth-Louise Vigée Le Brun, pintora de cabecera de María Antonieta, o en los tableaux vivants que organizaba Félicité de Genlis, la amante del duque de Orleans. Difícil imaginar que nuestro protagonista pintara un cuadro llamando al pueblo a tomar las armas y ejecutar al rey.

‘María Antonieta con vestido de muselina blanca’, Élisabeth Vigée Le Brun, 1783.

‘María Antonieta con vestido de muselina blanca’, Élisabeth Vigée Le Brun, 1783.

Dominio público

A principios de 1782 le llegó un encargo de Versalles. A Luis XVI el arte se la traía bastante al pairo. Su pasión eran los relojes y las cerraduras. Los asuntos pictóricos estaban en manos del marqués de Angivilliers, otro aristócrata con ínfulas ilustradas empeñado en impulsar un arte moralizante y patriótico. Todo ello, claro, en escenas históricas. La actualidad era tabú. El romano episodio de los Horacios resultaba el tema perfecto para los propósitos de Angivilliers. Y esa fue la propuesta que recibió David.

Gracias a una obra de teatro de Corneille, la peripecia era bastante popular en la Francia del momento. Se trata de un episodio que bascula entre la historia y la leyenda. Según Tito Livio, en el siglo VII a. C. Roma andaba a la greña con la vecina ciudad de Alba Longa. Para evitar inútiles derramamientos de sangre se decidió que el combate lo iban a dirimir los trillizos Horacios, por parte de la primera, y los también trillizos Curiacios, por la segunda. Solo sobrevivió un Horacio. Roma se alzó vencedora. Cuando el soldado retornó a casa se encontró a su hermana llorando desconsolada, pues se había prometido a uno de los Curiacios muertos, y la mató por traidora. El joven fue llevado a juicio por este crimen y gracias al parlamento de su padre fue absuelto.

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El momento del discurso fue el tema inicial del lienzo: un ensalzamiento de la virtud cívica y una justificación de los sacrificios que se deben acometer por la patria, conceptos muy en la línea de El contrato social de Rousseau.

David tuvo un caprichoso ataque de verosimilitud. Qué mejor lugar para pintar una escena romana que la propia Roma. Y hacia allí partió en octubre de 1784. Un dispendio inaudito incluso entre los pintores más afamados, y que el artista podía permitirse gracias al abultado arcón de su suegro, un contratista de obras favorecido por la corte.

David, además, dio un giro radical al encargo. Rechazó la escena del juicio, quizá por demasiado estática, y la cambió por una inventada, que no aparece en ninguna fuente histórica: los trillizos juran fidelidad y reciben las espadas de manos de su padre. Algunos especialistas creen que esta escena está inspirada en los rituales masones, a una de cuyas sectas pertenecía el artista, según se ha descubierto recientemente.

En julio de 1785 la obra estaba completa. “David no tenía [en ese momento] intereses políticos, y es exagerado pensar en el lienzo como en un llamamiento a la revuelta... El gran impacto [de El juramento...] fue su contundente e innovadora estética”, escribe Simon Lee, uno de los máximos especialistas en el arte de la Revolución Francesa.

Adiós, Rococó. Bienvenido, Neoclasicismo, una estética que bebía del pensamiento ilustrado y reinterpretaba el arte clásico con unos toques de Caravaggio y Pousin. Empezó a circular el boca-oreja por la Ciudad Eterna. La multitud se agolpó ante el estudio del artista. Hasta el papa quiso (no pudo) echarle un vistazo.

‘El juramento de los Horacios’, Jacques-Louis David, 1784. Musée du Louvre.

‘El juramento de los Horacios’, Jacques-Louis David, 1784. Musée du Louvre.

DeAgostini/Getty Images

Las noticias del cuadro llegaron a París. La expectación por verlo en el Salon, la exposición oficial, era descomunal. Sin embargo, existía un escollo burocrático. La superficie máxima permitida era de 3 x 3 metros. El juramento... medía 3,30 x 4,45. A David le gustaba ir a su aire.

El lienzo se colgó cuando la exposición ya estaba en marcha en una pésima posición. Sin embargo, muchas de las 60.000 personas que acudieron lo hacían expresamente para verlo, así que fue recolocado en un lugar privilegiado. La mayoría de críticos fueron efusivos y el Neoclasicismo se convirtió en la corriente más meteórica de todos los tiempos.

Un año después del Salon, en 1786, se declaró desierto el Prix de Rome, la beca oficial para artistas, porque los mejores aspirantes eran pupilos de David y el jurado no podía decidirse.

El 14 de julio de 1789 caía la Bastilla. El estilo directo y sin florituras de David se consideró el canal idóneo para los mensajes de la Revolución. Los insurgentes quisieron ver en aquellos trillizos Horacios la plasmación perfecta de la Fraternité. David se dejó llevar por la corriente. Se convirtió prácticamente en el artista oficial de la República, incluso ostentó un escaño de diputado y votó a favor de la ejecución de Luis XVI, el patrono de El juramento de los Horacios.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 480 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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