La muerte, para los incas, representaba simplemente un pasaje de esta a otra vida. Nada a lo que hubiera que temer. Para asegurar ese tránsito, antes de que el cadáver fuese enterrado o depositado en alguna cueva, era necesario garantizar que se conservase en las mejores condiciones posibles, es decir, proceder a momificarlo.
A diferencia del antiguo Egipto, este rito no era solo una prerrogativa de los poderosos y no siempre se realizaba a través de complejos procesos artificiales. La momificación natural, empleada por las capas populares, consistía en dejar el cadáver a secar a la intemperie, para lo cual eran ideales tanto el clima seco de las costas como los intensos fríos de las sierras.
La persecución de las momias reales
Cuando un sapa inca (“único señor”) fallecía, uno de sus hijos o parientes heredaba sus cargos y atribuciones, pero no recibía ningún legado material. El soberano era momificado empleando procesos artificiales (mediante la aplicación de betún y sebo de maíz). Tras este proceso, seguía siendo dueño de su palacio y sirvientes, y continuaba viviendo rodeado de sus descendientes directos (la llamada panaca), quienes se encargaban de mantener su cuerpo en el mejor estado posible.
Las momias de los soberanos constituían uno de los objetos más sagrados del Tahuantinsuyu (como denominaban los incas a sus dominios). Eran consultadas a guisa de oráculo e incluso asistían a algunos de los festejos que se celebraban en la plaza principal de Cuzco. Dado el enorme influjo de estas momias sobre la población inca, los conquistadores españoles priorizaron su búsqueda y destrucción, a veces en hogueras.
Los niños de las nieves
Pese a que el sacrificio de humanos no representó una práctica muy común en el Tahuantinsuyu, uno de los actos más sagrados de aquellos pueblos andinos parece que fue, según las crónicas, la ofrenda de niños, los más sanos y bellos posibles. La ceremonia recibía el nombre de capacocha y consistía en enterrar vivo al niño en una montaña para propiciar así las lluvias.
En 1995, en la ladera del monte Ampato (Perú), un arqueólogo estadounidense llamado Johan Reinhard hizo un descubrimiento sensacional, uno de los más importantes del siglo XX en su especialidad. El hallazgo fue bautizado en su honor como Juanita y era el cuerpo de una niña congelada: la mejor momia inca jamás hallada y uno de los cuerpos humanos más antiguos y mejor conservados del mundo.
Sin embargo, Juanita presentaba un detalle que contradecía lo que los españoles recogieron acerca del capacocha: la niña tenía una violenta fractura en el cráneo. Algunos investigadores piensan que cayó por la ladera y de esta manera se produjo la herida; otros aducen que tal vez un golpe seco en la nuca fuera en realidad el método empleado en el capachocha, una muerte quizá más clemente que enterrar vivo a un niño.
El yacimiento más alto del mundo
Tras el hallazgo de Juanita, Reinhard se convirtió en una celebridad mundial y abrió la veda de las cimas de los Andes a los buscadores de momias (algo no muy bien visto por parte de la comunidad científica). Sin embargo, en 1999 hizo un descubrimiento que superaba a Juanita en importancia: los niños de Llullaillaco, llamados así por haber sido encontrados en este monte andino de 6.700 metros de altura, alrededor de unas ruinas incas que constituyen el yacimiento arqueológico más alto del mundo.
¿Qué tienen de excepcional estos cadáveres? Primero, su perfecta conservación, mejor que la de Juanita, dada la enorme altitud. Y segundo: murieron congelados mientras estaban inconscientes, seguramente por la altitud o por haber ingerido algún brebaje; es decir, cuando quedaron congelados, dentro del corazón de estos niños aún había –y ahí siguió estando durante 500 años– sangre.
Estas momias suponen un campo de investigación muy extenso, pues son aptas para pruebas fiables de ADN, estudios microbiológicos o análisis de su historial patológico.
En febrero de 2022, un equipo de arqueólogos peruanos halló en Cajamarquilla seis momias preincaicas de niños, sacrificados probablemente para acompañar a un adulto de alto estatus, prueba de que esta forma ritual es remota en la región.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 424 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.