Los Tudor, sus icónicas majestades

Arte y política

Los cinco soberanos de la dinastía se dedicaron a reafirmar sus monarquías con un potente imaginario visual, perfectamente reconocible siglos después

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Retrato de Enrique VIII por Hans Holbein el Joven hacia 1540. 

Dominio público

Cuentan que, en una ocasión, un conde inglés visitó a Hans Holbein el Joven en su casa, atraído por su fama y con el fin de contemplar sus cuadros. El pintor, que andaba muy atareado, rehusó cortésmente recibirlo, pero el conde insistió varias veces, hasta que Holbein, exasperado, lo arrojó escaleras abajo.

Indignado por este ultraje, el noble se hizo llevar en camilla ante el rey y exigió un castigo a la insolencia del plebeyo. El monarca, que no era otro que Enrique VIII, respondió, socarrón: “Te aseguro, conde, que puedo hacer siete condes, si me complace, de siete campesinos, pero no podría conseguir un solo Hans Holbein, o un artista tan excelente como él, juntando siete condes”.

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La credibilidad de esta anécdota, difundida por un biógrafo que no llegó a coincidir en vida con Holbein, resulta más que dudosa. Sin embargo, contiene, al menos, dos pizcas de verdad. La primera es que, aunque gran parte de la obra de este artista se ha perdido, Holbein fue la gran estrella del Renacimiento británico, uno de los pocos artistas de la época cuya fama logró saltar de Londres al continente. La segunda, no menos importante, es que Enrique VIII conocía perfectamente la valía no solo artística, sino también política, de un buen retrato.

La pasajera celebridad de Holbein –a quien el poeta Nicolas Bourbon apodaba “el Apeles de nuestro tiempo”– fue una rara avis en una Inglaterra poco orgullosa, por lo general, de sus propios artistas, donde los pintores, lejos de alcanzar el renombre de un Miguel Ángel, un Rafael o un Leonardo, aún se veían relegados a un estatus semejante al de los artesanos.

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Huyendo de la ola de iconoclastia protestante, este artista alemán cambió Basilea por Inglaterra y se introdujo en la corte gracias a la protección de Erasmo de Rotterdam, que lo presentó al círculo humanista de Tomás Moro. Más adelante, cuando este cayó en desgracia, se ganó el favor de Ana Bolena y del propio Enrique VIII, que lo nombró pintor real.

Suya es la célebre efigie del monarca con fondo azul que hoy se conserva en el Thyssen (la imagen que abre este artículo). Y a su taller se atribuye también su retrato más famoso de cuerpo entero, en el que un Enrique ya obeso posa altanero, con las piernas bien plantadas sobre una alfombra oriental y una mirada que interpela de frente al espectador.

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Detalle del retrato de cuerpo entero de Enrique VIII realizado por Holbein. 

Dominio público

Esta iconografía desafiante, en su momento, debió de resultar revolucionaria, en un siglo XVI acostumbrado a los retratos de perfil o de tres cuartos y a las miradas de soslayo. El cuadro original, de escala natural, resultaba “tan real que cualquiera que lo vea se asusta”, en palabras del cronista Karel van Mander.

El estilo de Holbein consistía en una personalísima mezcolanza de realismo y simbolismo, de expresividad gótica y clasicismo renacentista, un estilo bañado en influencias flamencas y holandesas, sin ser ajeno a las innovaciones italianas. Tenía un don extraordinario para captar facciones, que su mecenas real aprovechó, en más de una ocasión, para estudiar candidatas a posibles esposas.

Tras la muerte del pintor, recogerían el testigo otros artistas afincados en Londres, la mayoría también nórdicos, pero de origen flamenco. Hans Eworth inmortalizaría a una feroz María I. Marcus Gheeraerts y Quentin Metsys contribuirían con su pincel a forjar la leyenda de Isabel I, la Reina Virgen. El Renacimiento italiano llegaría también de la mano de Federico Zuccaro y de escultores como Guido Mazzoni, Pietro Torrigiano y Benedetto de Rovezzano.

Retrato de Isabel I, la Reina Virgen

Retrato de Isabel I, por Quentin Metsys.

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Pese al gusto de los Tudor por los retratos de cuerpo entero, medallas y miniaturas también hicieron furor en su época, especialmente, las del inglés Nicholas Hilliard, diminutas obras maestras destinadas a la contemplación privada en discretos camafeos.

Legitimidad dudosa

La intensa personalidad regia de los cinco soberanos Tudor en retratos, monedas, grabados y miniaturas es inversamente proporcional a la solidez de sus aspiraciones al trono. Corrían el riesgo de ser considerados usurpadores, en una época marcada por la extrema polarización política y religiosa, con católicos y reformistas a la greña en toda Europa.

Enrique VII, fundador de la dinastía, accedió al trono derrotando a Ricardo III en la batalla de Bosworth. Su rival lo había tildado de bastardo en público, y no le faltaba cierta razón. Enrique Tudor era medio sobrino de Enrique VI por parte de padre y, por vía materna, descendiente de Eduardo III, pero su rama del árbol genealógico era cuestionable en ambas líneas: descendía de la amante de un príncipe y del segundo matrimonio, no regio, de una reina consorte viuda.

Consciente de la fragilidad de su posición en una Inglaterra devastada por la guerra de las Dos Rosas, Enrique VII emprendió una campaña de imagen para irradiar poder y majestad. El emblema de la rosa Tudor, mezcla de la rosa roja de los Lancaster y la rosa blanca de los York, anunció el punto final de las hostilidades, una paz que, tras treinta años de escaramuzas, el pueblo recibiría con alivio.

Además, el nuevo soberano encargó una genealogía hecha a medida, que lo emparentaba nada menos que con los antiguos troyanos, y bautizó a su heredero con el nombre de Arturo, para enfatizar un imaginario vínculo con el legendario rey britanorromano.

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Estas dos tácticas propagandísticas, conexión con el mundo clásico y reivindicación de una idealizada identidad británica, serían empleadas también, en mayor o menor medida, por sus sucesores.

A todo trapo

Los lazos diplomáticos y comerciales con otras monarquías europeas o asiáticas permitieron a los Tudor adquirir toda clase de objetos de lujo, de los que hacer ostentación sin medida: joyas, tapices, sedas, terciopelos, alfombras, orfebrería, vajillas de plata sobredorada y recargadas armaduras completaban la teatral decoración de palacios como Greenwich, Nonsuch o Whitehall, edificios que combinaban la elegancia arquitectónica del Renacimiento con guiños al pasado medieval, en forma de torrecillas, almenas y fosos levadizos más ornamentales que defensivos.

Eduardo VI, por William Scrots, c. 1550.

Eduardo VI, por Guillim Scrots, c. 1550.

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Enrique VII dejó unos 2.770 textiles al morir; Enrique VIII, ochocientas alfombras repartidas en sesenta mansiones. Isabel I intercambiaba costosos regalos de Año Nuevo con sus nobles favoritos. Un tren de vida extravagante que se nutrió, en parte, de la expropiación de riquezas de monasterios y de enemigos políticos ajusticiados, cuyos bienes pasaban directamente a la Corona.

Enrique VIII sentó las bases de una iconografía real basada en el lujo y la autoconfianza. Su sucesor, el jovencísimo Eduardo VI, imitó el gesto altivo de su padre en uno de sus retratos, pero su talante, según sus contemporáneos, encajaba mejor con la dulzura de otro de los retratos de Guillim Scrots, que lo pintó de perfil, sosteniendo una rosa Lancaster entre sus delicados dedos, bajo los rayos legitimadores de un sol antropomorfo.

Sus hermanas y sucesoras proyectaron una imagen mucho más firme. Como primeras mujeres en el trono en cuatro siglos, necesitaban reforzar su autoridad. La mirada frontal de María Tudor, Bloody Mary, y su pose hierática en el retrato de Eworth inspiran un respeto casi intimidante. La cruz (heredada de su madre, Catalina de Aragón) y el relicario proclaman su intento de restaurar el catolicismo.

María Tudor, por Hans Eworth.

María Tudor retratada por Hans Eworth.

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Uno de los anillos es un regalo de compromiso de su suegro, Carlos V. El resto de joyas y el opulento tejido rojo, profusamente bordado en oro, proclaman a gritos la riqueza de la nueva soberana. Como esposa de Felipe II, el gusto de los Habsburgo aterrizaría, brevemente, en la corte inglesa de María, pero las bases iconográficas de Enrique VIII se mantuvieron en lo esencial.

Isabel I fue quien llevó más lejos el gusto de sus antecesores por el simbolismo. Decidida a no casarse, no se conformó con mostrarse al mundo como una mujer independiente y poderosa, sino casi como una diosa. Sus sucesivos retratos van perdiendo carnalidad, su rostro se convierte en la máscara regia, eternamente joven, de un ser inalcanzable.

El retrato Ditchley de Isabel I

El conocido como retrato Ditchley de Isabel I de Inglaterra, por Marcus Gheeraerts el Joven.

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Aunque presume de su sangre exclusivamente británica, la Reina Virgen no es ajena a la cultura clásica. Así lo demuestran las inscripciones en latín del colosal retrato Ditchley, encargado por un adulador cortesano, en el que la soberana, dueña del sol y la tormenta, proveedora de castigo y misericordia, se yergue sobre el globo en un sobredimensionado mapa de Inglaterra. Los corsarios de la última Tudor ya navegaban a la conquista del mundo.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 657 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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