Puede suceder que una obra literaria sea más decisiva, a la hora de establecer la imagen de un personaje del pasado, que cualquier estudio académico. Al pensar en Leopoldo de Gregorio y Masnata, marqués de Esquilache (1699-1785), a muchos les viene a la mente el héroe idealista de Un soñador para un pueblo, la obra teatral que Antonio Buero Vallejo estrenó en 1958.
El ministro de Carlos III aparece aquí como un sincero reformista que sueña con una España moderna, en la que el pueblo saldría, por fin, de su minoría de edad. Pero su programa de cambios choca con la resistencia de los sectores más inmovilistas de la sociedad: la aristocracia y el clero. Los privilegiados manipulan entonces al pueblo y provocan un motín en la capital que conducirá al estadista italiano al destierro.
Esquilache, para Buero Vallejo, representa una gran oportunidad perdida. El dramaturgo, al trazar su figura, bebe de una tradición historiográfica que se remonta a la época de la Ilustración. Si las reformas habían fallado, eso solo podía deberse a una conspiración. Pero ¿existen pruebas de ese supuesto complot?
José Miguel López García, en El motín contra Esquilache (Alianza, 2006) nos dice que no. Todo lo que tenemos al respecto son conjeturas. Una cosa es que Esquilache tuviera enemigos y otra muy diferente que la nobleza o la Iglesia se hubieran atrevido a ir contra una monarquía absoluta que beneficiaba sus intereses.
Esquilache fue un político autoritario que impuso por la fuerza medidas que perjudicaban a las clases populares
Según López García, Esquilache, lejos de ser una figura benéfica, fue un político autoritario que impuso por la fuerza medidas que perjudicaban a las clases populares. Los madrileños, en lugar de seguir ciegamente directrices ajenas, se rebelaron por propia iniciativa en defensa de sus intereses.
En el mundo precapitalista, las clases subalternas poseían una capacidad de organización que los historiadores tradicionales, con mucha frecuencia, han minusvalorado. Su actuación seguía las pautas de los motines que se dieron en toda Europa a lo largo del siglo XVIII, cada vez que la multitud consideraba que un gobernante había ido demasiado lejos en el ejercicio de sus atribuciones.
Torpeza política
Ministro de Hacienda y de Guerra, Esquilache era, seguramente, un personaje bienintencionado. El problema fue que tomó decisiones contraproducentes en las peores circunstancias y con discutibles procedimientos. Cuando liberalizó los precios del trigo para que se ajustaran a la ley de la oferta y la demanda, no hizo más que provocar una espiral inflacionista. Desde el punto de vista del pueblo, el precio del pan no podía establecerse con un criterio simplemente económico. Las autoridades tenían la obligación de velar por los más desfavorecidos. Sobre todo en medio de una crisis de subsistencia, con una escasez cada vez más alarmante motivada por las malas cosechas.
El intento de transformar Madrid, para que pasara de ser un estercolero a la capital más hermosa de Europa, también se saldó con efectos indeseados. Las autoridades pensaron en empedrar las calles, construir un alcantarillado y embaldosar las aceras. Como tenían que ser los propietarios los que corrieran con los gastos, los alquileres experimentaron una fuerte subida justo en un momento en que la ciudad necesitaba viviendas para absorber la emigración de origen rural. Según López García, el valor de los alquileres aumentó en un 14,54% entre 1760 y 1764.
Tampoco sentó bien a los vecinos que el gobierno les obligara a ser ellos mismos los que limpiaran las calles. Necesitaban agua, y ese era un bien que, en una ciudad como Madrid, nunca andaba sobrado.
La administración de Carlos III se proponía, por otra parte, luchar contra el serio problema de inseguridad ciudadana que sufría la capital. Eso significaba establecer un sistema de alumbrado nocturno, de forma que las patrullas dedicadas a la vigilancia vieran facilitada su tarea.
Se establecieron unos 4.000 faroles que supusieron un considerable desembolso. Aunque el fin era el bien común, los ciudadanos, con un poder adquisitivo cada vez menor por la crisis, no aceptaron de buen grado pagar los impuestos que financiaban el cambio.
La inquietud de Esquilache por la seguridad resultó contraproducente también en otro sentido. El superministro hizo publicar un polémico bando por el que se prohibían las capas largas y los sombreros redondos, porque dificultaban la identificación de los sospechosos de cualquier delito. Con ello se suprimía una prenda que había supuesto una considerable inversión para sus dueños, necesitados de protegerse de las inclemencias climáticas.
Los madrileños, además, se sintieron agredidos en términos identitarios. Se les imponía una forma de vestir que consideraban extranjera.
El 23 de marzo de 1766, la tensión desembocó en la rebelión abierta. Los amotinados reclamaban, entre otras medidas, la destitución y el destierro de Esquilache, la rebaja de los productos de primera necesidad, la expulsión de la odiada guardia valona –un cuerpo de mercenarios tristemente famoso por su represión– y el fin de la prohibición de la indumentaria popular.
Contra lo que ahora nos pudiera parecer, no se trataba de ninguna intentona revolucionaria. Los insurrectos se veían a sí mismos como leales vasallos del monarca, dentro de la antigua tradición por la que el pueblo se rebelaba al grito de “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Lo que se esperaba de Carlos III es que aceptara las demandas de sus súbditos y promulgara un indulto general por el que perdonara a los rebeldes.
No obstante, todo es matizable. Aunque los rebeldes proclamaran su monarquismo, también es cierto que aparecieron unos versos que ridiculizaban al soberano por ser, supuestamente, un juguete en manos de su favorito: “Yo, el gran Leopoldo Primero, / Marqués de Esquilache Augusto, / rijo la España a mi gusto / y mando en Carlos III”.
El rey, por supuesto, contemplaba la situación de muy distinta manera. Cuando apareció en público para aprobar las concesiones, se hallaba en estado de shock. Hablaba con dificultad y no podía reprimir el llanto. Para un hombre tan convencido de su derecho a gobernar por la gracia de Dios, aquella era una humillación intolerable. Estaba tan asustado que enseguida huyó de Madrid con su familia para refugiarse en el palacio de Aranjuez.
Los españoles, en suma, no eran como niños que lloraban cuando se les lavaba, como se supone que habría dicho Carlos III. La modernización se hizo en términos dictatoriales, sin contar para nada con sus hipotéticos beneficiarios. Al contrario de lo que aseguraba el famoso dicho, resultaba imposible que todo fuera para el pueblo si se hacía sin el pueblo.
Mientras Esquilache partía al exilio, el rey ordenó la rebaja del pan y autorizó de nuevo las capas largas. Sin embargo, para evitar en el futuro otra revuelta y nuevas claudicaciones vergonzosas, el régimen borbónico apostó por la represión.
Las medidas gubernamentales se dirigieron contra los sectores marginales, en los que se veía una amenaza potencial. Bastaba con ser joven, alcanzar una estatura mínima y no tener un trabajo fijo o un domicilio conocido para que te detuvieran y te enrolaran a la fuerza en el ejército. Los problemas sociales debían solucionarse con este tipo de procedimientos y a través de la caridad. En la práctica, toda forma de beneficencia resultó insuficiente.