Fadrique Álvarez de Toledo, un héroe contra el conde-duque de Olivares
Imperio español
Capitán general de la Armada del Mar Océano, asumió las misiones más arriesgadas, demostrando en todas ellas su valía y suscitando, cómo no, las más enconadas envidias
A finales del siglo XVI, el Imperio español, donde nunca se ponía el sol, abarcaba amplios territorios del continente americano, de Europa y de Asia. Además, en 1581, Felipe II anexionó Portugal con sus posesiones ultramarinas. El sostén económico de tan extraordinaria extensión procedía, en una parte significativa, de la plata llegada de las Indias.
La Armada, con la seguridad y protección que dispensaba, jugó un papel esencial a la hora de vertebrar unas posesiones tan vastas. Don Fadrique Álvarez de Toledo Osorio (1589-1635), I marqués de Valdueza, fue, sin duda, un protagonista destacado de la época.
A pesar de ser el segundo hijo varón, Fadrique, inquieto y ambicioso, intentó forjar su propio destino desde joven. Nacido en Nápoles, aprovechó las posibilidades que le brindaba pertenecer a una familia de la alta nobleza, la casa de los marqueses de Villafranca del Bierzo, de incuestionable influencia en todos los ámbitos.
De la cuna al galeón
Sus antepasados habían sido también destacados marinos. Su padre, don Pedro Álvarez de Toledo (1556-1627), capitán general de las galeras de Nápoles, era un hombre culto, cuya familia disponía de una exquisita colección de arte y una extensa biblioteca.
Fadrique estudió en la Universidad de Salamanca, y a los dieciocho años, en 1607, ingresó en la Armada. Decidido y de viva inteligencia, empezó su servicio como soldado de infantería, pero enseguida embarcó en la flota de galeras napolitana, bajo las órdenes de su padre.
A lo largo de casi diez años, demostró excelentes dotes para la navegación y gran valor frente a los otomanos, lo que, unido a su noble cuna, hizo que, en 1617, se le reconociera con el cargo más relevante de la Armada: capitán general de la Armada del Mar Océano.
En la práctica, esa responsabilidad le puso al frente de la denominada flota atlántica, que comprendía la Armada del Estrecho, la de Lisboa y la escuadra de Vizcaya. Fue precisamente en Lisboa, en 1619, cuando recibió la vista de Felipe III. El monarca, de viaje en Portugal, quiso cenar con Fadrique y pasar la noche en su nave capitana, una muestra de aprecio poco frecuente en esa época.
El terror de los holandeses
Cuando Felipe IV inicia su reinado, finaliza la Tregua de los doce años entre España y las Provincias Unidas de los Países Bajos (1609-1621). Los holandeses pactan una alianza con la Corona francesa, lo que reabre de forma inmediata la guerra naval.
Tras tener noticias de que una flota neerlandesa se dirige al Mediterráneo, la escuadra de don Fadrique –siete galeones y dos pataches– parte de inmediato. El 10 de agosto de 1621, en aguas de Gibraltar, divisan más de cincuenta buques enemigos, veintiséis galeones y unos treinta mercantes, algunos armados.
A pesar de su evidente inferioridad, Álvarez de Toledo no rehúye el combate. Antes de quedar desarbolada, la capitana española manda a pique a dos galeones enemigos. Mientras, el resto de la flota hunde un par más, incendia otro y logra apresar a dos, lo que provoca la huida de los holandeses. En reconocimiento al valor mostrado, el rey le concede el título de capitán general de la gente de guerra del reino de Portugal.
Poco después, en 1622, los holandeses llegan a un acuerdo con el sultán de Marruecos para tener una base en la isla de Mogador, donde sus naves puedan recalar y estar cerca de la costa española. Para evitarlo, el recién nombrado capitán general de Portugal zarpa desde Lisboa rumbo al canal de La Mancha. Cerca de Galicia se le unen las escuadras de Oquendo, Vallecilla y Acevedo, que articulan una imponente flota de veintitrés galeones.
Los holandeses, al ver aparecer tal despliegue y convencidos de que van a ser atacados, permanecen a la defensiva en sus puertos; y, a consecuencia de ese bloqueo, que les impide aprovechar la buena época del año, se evita que zarpen rumbo a África.
En todos los frentes
Tras un enfrentamiento con una flota berberisca en aguas del Estrecho, del que también sale victorioso, el todopoderoso conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, le ordena partir de inmediato a dar protección a una flota de las Indias. Don Fadrique, que no acataba de buen grado las órdenes de quien consideraba de inferior cuna, se resistió.
Olivares se quejó al rey de la actitud del marino, y este, en respuesta, escribió una carta urgente al monarca donde le explicaba la precaria situación de la Armada como consecuencia de la pésima gestión del conde-duque. El enfrentamiento entre ambos personajes no había hecho más que empezar.
A pesar de todo, Felipe IV reconoce los méritos y servicios prestados a la Corona, y, en enero de 1624, le concede el marquesado de Villanueva de Valdueza, en León. Poco después, el 9 de mayo, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, uno de cuyos objetivos fundacionales era hacerse con las posesiones de España en Brasil, envía una flota de treinta y cinco buques y tres mil hombres al mando del almirante Jacob Willekens.
Tras llegar a Bahía de Todos los Santos, la flota toma la ciudad de Salvador de Bahía, desde donde organiza un fructífero comercio de sal marina, imprescindible para la salazón del pescado, azúcar, perlas y madera de excelente calidad.
Cuando la noticia llega a España, se da la orden de responder de manera contundente e inmediata. En seis meses se reúne una flota de cincuenta y seis buques de guerra, en los que embarcan cinco tercios de infantería, que, junto con la marinería, hacen un total de doce mil seiscientos hombres. Tras zarpar de Cádiz, el 23 de marzo de 1625 arriban a las costas de Salvador de Bahía.
Al ver tan numerosa flota, los holandeses creen que se trata de los refuerzos que han solicitado, pero, tras el rápido desembarco de cuatro mil soldados, se dan cuenta de su error. El 30 de abril, después de un mes de asedio, aceptan la rendición. Los españoles se apoderan de siete embarcaciones y hacen más de tres mil prisioneros.
Batallas personales
Aquella exitosa campaña despertó los celos del conde-duque, ya que el rey no ocultaba su satisfacción ante los logros del marino castellano. Él y los suyos llegaron al puerto de Málaga, de regreso a la península, en octubre de 1625. Fueron recibidos como héroes, y don Fadrique se convirtió en uno de los personajes más populares de la época.
Prácticamente sin poner pie en tierra, se le ordena desplazarse a la ciudadela de Mehdia, al norte de Rabat, que se encontraba asediada por los berberiscos. Llega a tiempo, vence a la flota enemiga y desembarca tropas y víveres, dejando asegurada la plaza.
En 1627, fallece su padre, y un mes después, el 12 de agosto, contrae matrimonio con doña Elvira Ponce de León, hija del duque de Arcos, una de las casas más destacadas de la época (tras la muerte de Fadrique, Felipe IV quiso que doña Elvira fuera camarera mayor de su segunda esposa, Mariana de Austria).
Entre tanto, Holanda no cesa de hostigar a España. Piet Heyn, un corsario a su servicio, consigue hacerse con varios galeones cargados de plata en su viaje de regreso. De nuevo, se le exige a Álvarez de Toledo organizar una flota capaz de repeler esos ataques, pero, esa vez, el experimentado marino se niega, alegando que está en medio de un pleito en Madrid por asuntos personales.
Ante la fuerte presión de Olivares, sin embargo, no le queda más remedio que acatar la orden. La expedición española, mandada por don Fadrique, cuenta con don Martín de Vallecilla como general de la flota y don Antonio de Oquendo como almirante.
Servicio y gloria sin final feliz
Llegaron a las Antillas en 1629, y, tras apresar varios buques corsarios en la isla de Nieves, desembarcaron en la de San Cristóbal, donde, en unos días, tomaron dos fuertes franceses y uno inglés. Fue una campaña exitosa, en la que hicieron dos mil trescientos prisioneros y se apoderaron de doscientos cañones, mientras que las bajas propias apenas alcanzaron el centenar de hombres.
Al fin, en 1633, Felipe IV accedió a las reiteradas instancias del almirante y se le concedió la licencia para atender sus asuntos. Al año siguiente, no obstante, Olivares consiguió que el rey firmara la orden de regreso de Fadrique, con el propósito de recuperar la plaza de Pernambuco, en manos holandesas. Cansado, el almirante se negó por escrito, aduciendo, entre otras cosas, que, tras toda una vida de servicio, apenas había gozado de dos meses de permiso.
La tensión con Olivares fue en aumento. En una de las cartas, el valido le recordaba que gracias, precisamente, a ese servicio había ganado dinero y honores. “He servido a S. M. gastando mi hacienda y mi sangre y no hecho un poltrón”, replicó el militar. El conde-duque, al sentirse aludido, ordenó su detención y el inicio de un procedimiento judicial.
Mientras se instruía la causa, fue encarcelado como si de un delincuente se tratase. Su estado de salud, ya precario, se agravó rápidamente debido a las condiciones del cautiverio. Al que sin duda fue uno de los mejores marinos de su época, humillado y despojado de todos sus bienes, se le permitió esperar la sentencia en casa de un amigo, donde falleció el 10 de diciembre de 1635.