¡Todo el mundo a la alcoba!: la noche de boda real
Monarquías
En las bodas entre la realeza, certificar la virginidad de la novia, la consumación del matrimonio y la procreación convirtieron las relaciones sexuales en un acto público
Hasta no hace mucho, un matrimonio real en Europa no se consideraba válido hasta que no se hubiera consumado. Un proceso largo y prolijo precedía al enlace propiamente dicho. Tras las oportunas negociaciones entre cancillerías –puesto que habitualmente los contrayentes eran de distintas cortes–, se llevaba a cabo el llamado matrimonio por poderes. Un pariente o un noble de alta alcurnia se desplazaba hasta la corte de la contrayente y ocupaba el lugar del novio durante la ceremonia. Luego, en la alcoba real, debía apoyar un brazo y una pierna o tenderse sobre el tálamo para, simbólicamente, consumar el matrimonio.
Una vez concluidas la ceremonia y las correspondientes celebraciones públicas, la recién casada partía hacia su nuevo reino acompañada de su séquito, que, a excepción de un reducido grupo de servidores o asesores personales, se despedía de ella en la frontera. Una vez allí, siguiendo un rígido ceremonial, un comité de bienvenida recogía a la desposada y, de nuevo acompañada por una nutrida comitiva, se continuaba viaje hasta que esta se encontraba con su esposo.
Llegaba entonces el momento de que los contrayentes se conocieran. Un primer encuentro que no siempre era feliz. Por lo general, se habían recibido con anterioridad miniaturas o retratos del futuro cónyuge. Estos solían correr a cargo del pintor de la corte, que, indefectiblemente, mejoraba el aspecto físico del retratado. Se daban entonces desencuentros como el que María Antonia de Borbón narró en carta a su madre, Carolina de Nápoles, tras encontrarse en 1802 con el futuro Fernando VII para su enlace en Barcelona.
“Bajo del coche y veo al príncipe; creí desmayarme –escribe María Antonia–. En el retrato que enviaron a Nápoles parecía más bien feo que guapo, pero comparado con el original es un Adonis... Os acordaréis de que el embajador escribía que era un buen mozo, muy despierto y amable. Cuando está uno preparado encuentra el mal menor; pero yo, que creí en el cuento, quedé espantada al ver que era todo lo contrario”.
No era siempre así. Parece ser que, cuando Juana la Loca viajó a Flandes para contraer matrimonio con Felipe el Hermoso, fue tal la pasión que nació entre ambos que hubo que buscar a un sacerdote para adelantar la ceremonia nupcial y poder así consumar la unión. Asimismo, la delicada belleza de Isabel de Valois enamoró de inmediato a un Felipe II viudo de la poco agraciada María Tudor.
Una vez presentados los esposos, el ceremonial continuaba con la lectura y firma de las capitulaciones matrimoniales, la ratificación de los contrayentes en el compromiso contraído y una nueva celebración litúrgica: las velaciones, que santificaban la unión conforme al derecho canónico.
Entonces tenía lugar la “ceremonia de la alcoba”. Los recién casados eran acompañados por un amplio cortejo, encabezado por los reyes padres, las autoridades religiosas y los altos funcionarios de la corte, hasta la alcoba nupcial. Una vez allí, se procedía a la bendición del lecho, se acostaba a la pareja, y, aunque el tálamo solía disponer de un dosel con sus correspondientes cortinas, que resguardaban pudorosamente la intimidad de los esposos, estos debían consumar el matrimonio en presencia de testigos. La razón no era otra que dar validez al enlace y, cuando no hubiera existido un matrimonio anterior, certificar la virginidad de la recién casada.
En su crónica, al relatar la noche de bodas de los Reyes Católicos, Hernando del Pulgar afirma: “Esa noche fue consumado entre los novios el matrimonio, donde se mostró cumplido testimonio de su virginidad [de Isabel] y nobleza en presencia de jueces y regidores y caballeros, según corresponde a su condición de reyes”.
Este solía ser el momento más temido por la contrayente, bien fuera por ignorancia o por vergüenza. Algunos casos resultan definitorios. Por ejemplo, el de María Josefa Amalia de Sajonia, la tercera esposa de Fernando VII. Contaba apenas quince años y había sido educada en un convento de monjas, donde le inculcaron una piedad pacata y una desorientación total en materia sexual. Horrorizada ante la ardorosa pasión de su marido, la jovencísima reina se negó a consumar el matrimonio. No lo hizo solo en esa ocasión; fue tal su cerrazón que se hizo precisa la intervención del papa para que accediera a los requerimientos de un Fernando VII que, entre otras muchas cosas, ha pasado a la historia por su exuberante sexualidad.
Muy diferente fue la noche de bodas de Victoria de Inglaterra, que, al día siguiente de su enlace con Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, escribió en su diario: “Nunca, nunca he pasado una noche así. Mi querido, querido, querido Alberto me ha hecho sentir que estoy en un paraíso de amor y felicidad, algo que nunca esperaba sentir”. Claro, que aquí no había intervenido la razón de Estado.
La intimidad al descubierto
La consumación del matrimonio trascendía las alcobas reales y acababa por convertirse en tema de discusión de las cancillerías. Era necesario acreditarla para legalizar las nupcias, pero también para garantizar la sucesión al trono. Las cartas de embajadores a sus respectivas cortes, o incluso de los propios protagonistas, se convierten a menudo en un detallado relato de los aconteceres en las reales alcobas.
Parece una paradoja que, en momentos históricos en los que el sexo era tabú, se hablara con toda franqueza de situaciones tan personales. La virginidad de María Antonieta siete años después de su matrimonio, cuando ya había sido coronada reina consorte de Francia, acabó convertida en un serio problema de Estado. Tanto que determinó la intervención de su madre, la emperatriz María Teresa de Austria. Urgía que hubiera sucesión.
Parir era una de las obligaciones inherentes a las soberanas, aunque pudiera irles la vida en ello, dadas las escasas medidas sanitarias existentes hasta el siglo XX, que costaron la vida a muchas testas coronadas. Asimismo, la mortalidad infantil era alta, y la sucesión debía asegurarse con un alto número de descendientes. De ahí que, en caso de que la esposa fuera infértil, pudiese anularse el matrimonio.
Viendo peligrar la posición de su hija como reina de Francia, lo que amenazaría el precario equilibrio político de la Europa del siglo XVIII, la emperatriz María Teresa envió a París a su hijo, el ya emperador José II. Este, hombre experimentado, aconsejó a su cuñado en lo que creyó oportuno y relató la situación a su hermano Leopoldo.
La franqueza con la que le habla del rey de Francia aún sorprende hoy: “En la cama [...] tiene fuertes erecciones y absolutamente satisfactorias; introduce el miembro, permanece dentro unos minutos sin moverse, lo retira sin eyacular, estando todavía erecto, y da las buenas noches”. Los consejos debieron de ser efectivos, porque María Antonieta quedó embarazada poco tiempo después.
Evidentemente, tener que consumar el matrimonio en presencia de testigos tampoco era plato de buen gusto para el recién casado. Juan I de Sajonia escribió en su diario cómo había sido su noche de bodas con Amalia de Baviera en 1822: “Todas las princesas casadas, con sus camareras mayores, acompañaron a la novia a sus habitaciones, asistieron a su toilette y, antes de acostarla, rezaron con ella una oración. Por fin, la camarera mayor de la novia me notificó que ya podía entrar. Escoltado por todos los príncipes casados, me encaminé a la alcoba nupcial y no tuve más remedio que acostarme con ella en presencia de toda aquella colección de príncipes, princesas y damas de honor”.
Posiblemente, la presión, junto con la falta de sintonía hacia su desconocida esposa, también les pudo a ellos. De ahí que Luis XVI no fuera el único que precisara un tiempo para poder consumar su matrimonio. No fue el caso de Carlos III, quien, al día siguiente de celebrar su enlace con María Amalia de Sajonia, escribió a sus padres: “Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena, y no pude hacer nada, a pesar de que tenía muchas ganas. Nos acostamos a las nueve y temblábamos los dos, pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo”.
Parece ser que la pareja compartió siempre la cama, un hecho insólito en otras cortes europeas de la época. Tuvieron trece hijos, y tan feliz fue la unión que Carlos III comentó al enviudar en 1760: “Morirse es el primer disgusto que Amalia me ha dado”. Aunque su compromiso respondía a un pacto político, acabó convertido en un matrimonio por amor.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 617 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.