La rebelión de los guaraníes contra España y Portugal
Imperios ibéricos
Con el Tratado de Madrid, España y Portugal delimitaban sus fronteras americanas, con efectos devastadores para la población autóctona
¿Recuerdan la película La misión? La obra maestra de Roland Joffé tenía algún punto de anacronismo, porque sus jesuitas parecen más teólogos de la liberación del siglo XX que religiosos del XVIII, pero evocaba con emoción y belleza el drama de los indígenas del Paraguay. Víctimas de la pugna entre España y Portugal, los guaraníes vieron cómo su forma de vida se desmoronaba.
Lejos de Europa, los jesuitas organizaron un sistema teocrático mientras disfrutaban de una independencia prácticamente absoluta. Solo tenían que responder ante dos autoridades, la del rey de España y la del papa. Sus “reducciones” se habían pensado para sacar a los indios de la vida nómada, entendida entonces como sinónimo de “salvaje”. En aquellos poblados se acostumbrarían a llevar una vida cristiana y sencilla.
La religión cristiana lo impregnaba todo: los campesinos acudían al trabajo con estandartes piadosos
Pero, para los afectados, el tránsito de una forma de vida a otra resultó traumático. Así se desprende de lamento de un dirigente indio, recogido por un religioso en 1639: “La libertad antigua veo que se pierde, de discurrir por valles y selvas, porque estos sacerdotes extranjeros nos hacinan a pueblos, no para nuestro bien, sino para que oigamos su doctrina tan opuesta a los ritos y costumbres de nuestros antepasados”.
Sometidos y homogeneizados
En todas las reducciones se replicó el mismo modelo. En una gran plaza central se alzaban la Iglesia, el colegio y el cementerio. Las casas de los indígenas, sin ninguna que destacara sobre las demás, se organizaban en hileras paralelas y regulares. El trabajo se organizaba para obtener excedentes agrícolas. Eso chocaba con la mentalidad de los guaraníes, que entendían la riqueza como algo de naturaleza inmaterial: el tiempo para dedicar al arte o a la danza.
La religión cristiana lo impregnaba todo: los campesinos acudían al trabajo con estandartes piadosos mientras entonaban cánticos. La música litúrgica, como bien se refleja en La misión, ocupaban un puesto de espacial importancia en este tipo de comunidades. Los niños recibían formación desde pequeños en este campo.
Había un tiempo para el arte y otro para la guerra. Los jesuitas, conscientes del peligro de una invasión portuguesa, impartieron instrucción militar a sus protegidos. Se organizó así una milicia guaraní. Cada domingo, sin que valieran excusas, los indígenas debían practicar con el arco y el fusil.
El papel de los jesuitas
En la actualidad, la valoración de esta iniciativa despierta valoraciones encontradas. ¿Defensa de la cultura autóctona? Los jesuitas, pobremente vestidos, se preocuparon de aprender la lengua local. Gracias a ellos contamos con vocabularios y gramáticas en guaraní. ¿Paternalismo abusivo? Los religiosos trataban a los autóctonos como si fueran menores de edad, obligándolos a llevar una vida muy reglamentada.
Con todo, para los indios, las ventajas predominaban sobre los inconvenientes. Si aceptaron el sistema fue porque constituía para ellos un mal menor. Valía más la rigidez de la Compañía de Jesús que trabajar para los terratenientes españoles, de trato mucho más severo. El peligro de las bandas de esclavistas portugueses también contribuyó a que los guaraníes aceptaran la autoridad de los religiosos.
La fidelidad de los religiosos a la monarquía nunca fue otra cosa que intachable
En Europa, mientras tanto, los enemigos de los jesuitas aprovechaban cualquier ocasión para difamarlos. Les acusaban de ser traidores al rey porque, según ellos, esperaban la ocasión propicia para alzarse en armas contra la Corona. En realidad, este tipo de comentarios maliciosos se corresponde con lo que ahora llamamos fake news. La fidelidad de los religiosos a la monarquía nunca fue otra cosa que intachable.
Hacia la guerra
El fin de las reducciones vino determinado por la política internacional. España y Portugal, necesitadas de regularizar las fronteras de sus dominios, firmaron el 13 de enero de 1750 el Tratado de Madrid. Los lusitanos entregaron la colonia del Sacramento y, a cambio, recibieron diversos territorios, entre ellos, la región de las Misiones Orientales. Aquí se reencontraban siete reducciones indígenas.
Los jesuitas se vieron sometidos a un dilema angustioso. El tratado les parecía injusto, pero si no lo acataban darían argumentos a todos aquellos que conspiraban para conseguir la supresión de su orden.
Inmersos en un callejón sin salida, trataron de ganar tiempo con métodos dilatorios. Sugirieron que el rey había sido engañado y advirtieron de las consecuencias nefastas del acuerdo: los indios iban a regresar a su antiguo paganismo. Eso, en el mejor de los casos, porque no podía descartarse una sublevación armada. Sin embargo, todo este esfuerzo de persuasión fue en vano. Todo el mundo hizo oídos sordos.
De la noche a la mañana, treinta mil guaraníes se encontraron sin bienes y sin techo. No podían quedarse en sus hogares, porque los portugueses iban a esclavizarles de inmediato. Pero, si se marchaban a los dominios españoles, iban a encontrarse con tierras menos productivas.
Ni Madrid ni Lisboa toleraban que los nativos pusieran en entredicho su autoridad
Puestos entre la espada y la pared, no encontraron más salida que la rebelión abierta. Se desató así la denominada guerra guaranítica (1754-56), en la que los indios pelearon solos contra los imperios español y portugués, empeñados en obligarles a acatar el acuerdo establecido. Ni Madrid ni Lisboa toleraban que los nativos pusieran en entredicho su autoridad.
Sin vuelta atrás
Tras subir al trono en 1759, Carlos III hizo anular el tratado con los portugueses, pero entonces ya era demasiado tarde para solucionar el desaguisado. Aunque algunos indios regresaron a las reducciones abandonadas, todo el mundo era consciente de que no había futuro por este camino. Poco después, en 1767, el monarca disolvió la Compañía de Jesús, a la que acusaba de ser cómplice de la rebeldía de los indios.
Con la marcha de los jesuitas, las reducciones pasaron a estar dirigidas por otras órdenes en lo relativo a las cuestiones religiosas, mientras que el resto de asuntos quedaba en manos de la autoridad civil. En los años siguientes, los poblados indígenas iban a entrar en una decadencia imparable, mientras los nativos se dispersaban. Tras la separación de la metrópolis española a principios del siglo XIX, solo quedaron edificios en ruinas como testigos de la época de esplendor.