Bernini, el italiano que vivía el arte al límite
Barroco
Pintor, escultor, arquitecto y dramaturgo, Bernini concentró en su obra toda la pirotecnia del Barroco
Durante una visita al escultor Pietro Bernini, Pablo V quedó maravillado ante la habilidad de su aprendiz, su hijo Gian Lorenzo, de diez años de edad. “¡Este niño será el Miguel Ángel de su tiempo!”, exclamó. El pontífice acertó de lleno. En el taller paterno, Bernini lo aprendió todo sobre escultura clásica y manierista, descubrió cómo integrar una estatua en la arquitectura que la rodea y, no menos importante que el oficio, adquirió labia, cintura y mano izquierda para codearse con las grandes familias romanas.
Llevarse bien con los papas, o al menos con algunos, es uno de los talentos de Buonarroti que Bernini imitó a la perfección. Se midió con su antecesor en escultura (basta ver su propio David, tal vez menos perfecto y admirado que el del florentino, pero enormemente expresivo) y, como él, cultivó la pintura y la arquitectura.
Pero eran otros tiempos. La contención y el equilibrio de los renacentistas habían pasado ya a mejor vida. Después de la pasión de Caravaggio y la sensualidad de Tiziano, no había marcha atrás. Era hora de vivir el arte al límite.
En el ombligo del mundo
La Roma del Seicento es el ombligo del mundo. La curia vaticana no ahorra en fastos, y Bernini se convierte muy pronto en el maestro de ceremonias de la ciudad, gracias a la protección incondicional de su mayor mecenas, Urbano VIII.
¿Que Bernini comete pecadillos carnales con Constanza Piccolomini, la esposa de uno de sus propios discípulos, a la vista de toda Roma? Urbano VIII lo absuelve formalmente, y justifica la excepción escribiendo que se trata de un “hombre raro, genio sublime, nacido por disposición divina y para gloria de Roma para llevar la luz a este siglo”. ¿Que el cardenal Mazzarino insiste un mes sí y otro también en invitar a Bernini a la corte de Luis XIII en Francia? El papa replica que Bernini ha nacido para Roma y Roma para Bernini.
Bernini es el perejil de todas las salsas: también escribe mordaces sátiras teatrales y organiza fiestas
En realidad, más bien son Urbano y Gian Lorenzo quienes parecen haber nacido el uno para el otro. El artista es el ejecutor de un plan propagandístico destinado a reforzar el poder de los Barberini, la familia de la que procede el pontífice, y a proclamar ante el mundo la grandeza no solo espiritual, sino también política y material, de la Santa Sede. Bernini es el perejil de todas las salsas: no solamente pinta, esculpe y proyecta edificios; también escribe y representa sátiras teatrales llenas de mordacidad.
Prelados, aristócratas y embajadores se lo rifan para que organice sus fiestas, de las que cuida cada detalle: crea fuentes, arcos de triunfo efímeros, decoraciones insólitas y hasta fuegos artificiales que supervisa con esmero.
Todo en él es así: brillante, explosivo, descarado, innovador, polifacético. “Quien no sale de la regla no la salta nunca”, les dice a sus alumnos. La única regla que el artista no se salta jamás es la que marcan los vaivenes de la política vaticana, que teje y desteje alianzas con las potencias europeas, en especial con España y Francia.
Las buenas relaciones de Urbano VIII con los franceses desaconsejaban estrechar lazos con los españoles. Por esta razón hay muy pocas piezas de Bernini en el país. Sin embargo, existen dos bustos que normalmente decoran la embajada española en el Vaticano: el Anima beata y el Anima dannata, encargados, probablemente, por monseñor Pedro de Foix Montoya.
De él, el artista creó también una escultura funeraria, con resultados tan realistas que Urbano VIII, señalando el busto, declaró: “Este es monseñor Montoya”. Después, apuntando al clérigo, remató: “Y he aquí su estatua”. Cuando se sentía locuaz, Bernini contaba una anécdota referida al mismo sacerdote, quien al parecer le pagó la escultura con generosidad, pero tardó mucho en ir a recogerla. Intrigado, el artista preguntó la razón a algunos conocidos comunes.
Según Bernini, los españoles no tenían “gusto alguno, ni conocimiento de las artes”
Según ellos, Montoya, que “antes no se había distinguido en nada”, intentaba alargar su efímera celebridad: muchos cardenales veían el retrato en el taller del artista y detenían sus carrozas en sus dependencias para saludarlo.
A malas con España
A pesar de estos encargos y de haber nacido en Nápoles, entonces bajo dominio de la Corona de Aragón, Bernini no escondía su desprecio por los españoles, que según él no tenían “gusto alguno, ni conocimiento de las artes”. Animado por Urbano VIII, no dudó en burlarse del embajador Gaspar de Borja en dos representaciones teatrales.
En su visita a la corte francesa de Luis XIV, se despachó a gusto con el país vecino, contando anécdotas sobre españoles que hacían encargos tan cómicos como absurdos. Por ejemplo, pedir que una escena nocturna se pintara completamente en negro, alegando que en la vida real no se vería nada. O sugerir que a la ninfa de mármol de Apolo y Dafne se le colorearan los ojos.
Bernini era ingenioso y elocuente, pero no invulnerable. Su estrella empezó a apagarse con el ascenso al papado de Inocencio X, perteneciente a una familia prohispana. El golpe fatal lo asestó su fallido intento de coronar la basílica de San Pedro con dos campanarios: la estructura del edificio no soportó el peso, y la primera torre hubo de retirarse.
El encargo de estatua ecuestre que Luis XIV retiró se lo vendió Bernini a Carlos II cambiando solo la cara
Apartado de la obra por el nuevo papa, el artista se volcó en una escultura que quedaría inacabada: La verdad desvelada por el tiempo. Un tema cuidadosamente escogido para reivindicarse ante sus enemigos.
Luis XIV le retiró, entretanto, un encargo para una estatua ecuestre. El napolitano salvó la inversión urdiendo una pequeña venganza: le vendió el diseño al español Carlos II para un bronce al que únicamente cambió la cara. Nuevos tiempos, nuevos mecenas.
Este artículo se publicó en el número 562 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.