Los Sanson, la familia más sanguinaria de Francia
GRANDES SAGAS
Miles de personas pasaron por las manos de siete generaciones de la estirpe que administró la pena capital en París durante siglo y medio
Henri-Clément Sanson fue el último de una saga de siete generaciones de verdugos parisinos, iniciada a finales del siglo XVII y prolongada hasta 1847, año en que dejó su oficio. Sanson no se avergonzaba de su profesión, que al fin y al cabo habían desempeñado su padre o su abuelo Charles-Henri, el más famoso de todos, sino más bien de haber sido despedido de su trabajo, con lo que terminaba siglo y medio de tradición familiar. El motivo fue que Henri-Clément, acuciado por las deudas, había empeñado la guillotina, que las autoridades tuvieron que recuperar a toda prisa para una ejecución inminente.
La estirpe de verdugos de París se había iniciado en 1688, cuando otro Sanson, Charles, un antiguo oficial del ejército, de Rouen, se hizo con lo que hoy llamaríamos la concesión de las ejecuciones en la capital. El empleo de verdugo no era algo menor, sino que se trataba de una profesión altamente especializada con una gran carga simbólica, porque representaba la máxima expresión de la capacidad coercitiva del poder.
Pero, como era habitual en el Antiguo Régimen, para acceder a un puesto de funcionario o a un cargo determinado no existían mecanismos que reconocieran los méritos, no había ni oposiciones ni concursos, algo, que, de todas formas, hubiera sido complicado en el caso de un verdugo. El derecho a desempeñar una función de este tipo se heredaba o incluso se compraba. En el caso del escalafón militar, por ejemplo, eso explicaba que personas procedentes de familias acaudaladas pero inexpertas pasaran por encima de otras con gran experiencia en combate. Ahí se hallaba muchas veces la razón de sonados fracasos en el campo de batalla.
A pesar de que la función de los verdugos era fundamental para el Estado, socialmente se les consideraba unos parias. Se les conocía como los maîtres des hautes et basses oeuvres (maestros de altos y bajos trabajos), esto es, ejecuciones u otros castigos públicos, como azotes y mutilaciones, por un lado, y gestión de letrinas u otras tareas insalubres, por el otro. Sin embargo, también se encargaban de recaudar impuestos entre las clases más marginales o regentar casas de juego, e incluso tenían derecho a hacerse con una parte de lo que se vendía en los mercados.
Por eso, a pesar de moverse en una zona gris entre el mundo marginal y el funcionariado público, los recursos económicos y la formación de los integrantes de este gremio estaba por encima de la media. Ese estatus se consolidaba además por el carácter endogámico de una profesión donde los vínculos familiares relacionaban a los verdugos de una ciudad con los de otra o incluso de países distintos. Eran entramados empresariales, con multitud de empleados y líneas de negocio.
Los verdugos eran fundamentales para el Estado porque encarnaban el máximo poder de coerción
Esos vínculos fueron los que dieron entrada en el oficio al iniciador de la saga Charles Sanson, que se había convertido en auxiliar de su suegro, verdugo en Rouen. Poco después de emigrar a París para ocupar un puesto similar, el titular fue despedido por un caso de proxenetismo y él ocupó su plaza, hasta que en 1699 dimitió para contraer matrimonio con la hermana de otro compañero del gremio. Le sucedió su hijo, como recuerda el escritor francés François-Henri Désérable, “mismo nombre, mismo apellido, misma profesión”. Y a este, el nieto del fundador de la estirpe, Jean-Baptiste, que cimentó su formación asistiendo desde los siete años a todo tipo de torturas y que a los 18 realizó su primera ejecución.
Pero el más famoso de todos fue el siguiente miembro de la dinastía, Charles-Henri (1739-1806), conocido también como el Grand Sanson , cuya trayectoria coincidió con la última etapa de la monarquía, la Revolución y, por supuesto, el Terror, que se llevaría por delante a 16.000 personas en toda Francia. Antes, sin embargo, había sido ayudante de su padre, y como tal, en su adolescencia participó en una de las ejecuciones más crueles y despiadadas de su larga carrera, la de Robert-François Damiens, que había tratado de asesinar al rey Luis XV.
Charles-Henri demostró su pericia y frialdad durante las más de dos décadas en las que participó como auxiliar en el cadalso, hasta que en 1778 heredó formalmente el puesto. Para entonces, tenía 39 años, pero ya una larga trayectoria al servicio del Estado y del rey Luis XVI . Pocos años después llegó la revolución, y con ella, el verdugo real se convirtió en un héroe republicano.
En los años que siguieron a la toma de la Bastilla de 1789, la monarquía, las clases, el poder de la Iglesia y todos los fundamentos que habían cimentado la sociedad hasta entonces se pusieron en cuestión. Pero, pese a todo, Charles-Henri Sanson siguió trabajando en el patíbulo. Arthur Isak Applbaum, profesor de liderazgo político en la Harvard Kennedy School, escribe que, en un clima peligroso, “donde miles de personas fueron afeitadas por la cuchilla nacional [la guillotina] para saciar a la masa, eliminar rivales políticos o para ejercer un sincero celo revolucionario, Sanson era el único ciudadano de París que podía sentirse seguro, detrás de su máquina”.
En un mundo donde todo cambiaba Charles-Henri Sanson era lo único que permanecía: primero verdugo al servicio del rey y luego, de la Revolución
En realidad, fuera el que fuera el régimen, él era un profesional, y como tal ejecutó en 1793 a Luis XVI, el hombre a quien había profesado absoluta lealtad y en nombre de quien, sólo hasta unos años antes, había administrado la pena capital. En realidad, las preocupaciones del Grand Sanson eran otras. En su opinión, si su oficio era tan importante, no tenía sentido que se estigmatizara a quien la ejercía y, tras apelar a la Asamblea, consiguió que se terminara con el ostracismo de los verdugos y sus familias.
Otra de esas preocupaciones era la guillotina, el instrumento que había sido introducido en 1792 en nombre de la egalité. La máquina –que recibía el nombre por su impulsor, que no inventor, Joseph-Ignace Guillotin– permitía que todos los reos fueran ejecutados de la misma manera, porque hasta entonces la decapitación había estado reservada a las clases privilegiadas.
La operación se llevaba a cabo además de forma rápida, pero esa rapidez sirvió para multiplicar las muertes y el trabajo. En 1794, Sanson lamentaba las pésimas condiciones económicas y laborales en que debía desenvolverse: “El verdugo de París emplea a siete asistentes, que no son demasiados en vista de la inmensa carga de trabajo”, que se desarrollaba “día y noche, sin importar la meteorología y sin un solo día de descanso”.
En plena fiebre revolucionaria, en que el traje rojo de Sanson marcaba tendencia en las calles de París y en que parte de los ciudadanos idolatraban la nueva invención hasta tal punto que se pusieron de moda pendientes con forma de guillotina, el verdugo más famoso no pudo seguir por mucho tiempo. Abandonó su cargo en 1795, un año después de la ejecución de quien impulsó el Terror, Maximilien de Robespierre , y con casi 3.000 ajusticiados a sus espaldas.
Su hijo heredó el puesto, que ocupó durante un largo período de 45 años, aunque bastante más tranquilos que la etapa de su padre. La figura del Grand Sanson fue objeto de controversia. Muchos veían en él a un monstruo. “¿Cómo puede dormir después de recibir las últimas palabras o las últimas miradas de todas aquellas cabezas cortadas?”, escribía el girondino Louis-Sébastien Mercier en 1795. Pero, para otros, Charles Hénri era una mera víctima del sistema, una buena persona que desempeñaba su función porque nadie más quería. Por eso se popularizó un grabado en que rehuía mirar la cabeza de Luis XVI tras la ejecución, aunque, a juzgar por sus cartas, no parece que esa imagen se correspondiera con la realidad.
Su nieto Henri-Clément se apuntó también a ese argumentario y atribuyó a su abuelo un supuesto –y de muy dudosa veracidad– diario perdido en que relataba su agotamiento psicológico y moral al señalar, tras un “terrible día de trabajo”, que había ejecutado a 54 personas: “grandes ciudadanos y buenos hombres pasan uno tras otro continuamente por la guillotina”.
Henri-Clément heredó la plaza en 1840, cuando el fervor revolucionario era ya cosa de un pasado lejano. Francia había pasado por el imperio de Napoleón y el regreso del absolutismo, y ya no era tiempo para las ejecuciones masivas: el verdugo de París en siete años de ejercicio ajustició a 18 personas. “A falta de matar a sus semejantes, tuvo que dedicarse a matar el tiempo”, escribe François-Henri Désérable. Y lo hizo con un tren de vida que le llevó a la ruina y le ahogó en deudas.
Era el fin de una dinastía que él intentó rehabilitar a través de seis volúmenes de memorias que comprendían siglo y medio de ejecuciones. En ellos cuenta cómo, después de haber cumplido sus funciones por última vez, gracias a que las autoridades recuperaron la guillotina de la casa de empeños, había recibido una carta: “Llegado a mi gabinete, rompí con desespero el sobre que debía contener alguna misión mortal que debería cumplir. Era mi destitución”.