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Leonardo, un enigma más allá de la muerte

La suerte que corrieron los vestigios mortales de Leonardo da Vinci sigue envuelta en el misterio. Su tumba fue arrasada y hoy resulta casi imposible saber dónde fueron a parar los huesos del genio.

La muerte de Leonardo, de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1818). El cuadro muestra a Da Vinci en brazos de Francisco I.

Leonardo muerte Francisco I

En el año 1513, la expansión de los franceses en Italia toca a su fin. La alianza entre el papado, Venecia y España los expulsa de Lombardía y obliga a Leonardo da Vinci, que cuenta con la protección del rey galo Luis XII, a cambiar de aires por temor a represalias. Leonardo tiene ya sesenta años y no ha querido seguir a su protector real, que retorna a Francia derrotado.

En busca del amparo de otro de sus mecenas, el cardenal Giuliano de' Medici, hermano del nuevo papa León X, Leonardo se traslada a Roma con sus dos discípulos predilectos, Melzi y Salai. El cardenal, agradecido, le instala en el Belvedere, una villa del Vaticano próxima al palacio del papa, y le asigna una suma mensual, pero no le encarga realizar ninguna gran obra. Eso es algo que defrauda al artista, aunque –como haría tantas veces en su vida– tratará de amoldarse a la situación sin protestar.

Marginado

La mayor parte de sus biógrafos consideran que Leonardo vivió ese tiempo en Roma (la ciudad que Lorenzo el Magnífico llamó “centro de todos los vicios”) los tres años más desgraciados de su existencia. Mientras Bramante construía San Pedro, Rafael pintaba las estancias vaticanas y Miguel Ángel vivía el apogeo de su gloria, Leonardo, prematuramente envejecido, parecía marginado y fuera de lugar, y daba largos paseos solitarios por las ruinas antiguas de una ciudad que le resultaba extraña.

La vejez acosa a Leonardo, y con ella la depresión. Su imaginación navega por derroteros sombríos.

Nunca tuvo espíritu competitivo ni ánimo cortesano, lo que le convertía en un ser “raro” en una sociedad corrompida, poblada de parásitos, bufones chistosos y aduladores. Decepcionado, decide estudiar problemas de ingeniería hidráulica, arquitectura y óptica. También realiza autopsias en el hospital de San Spirito, lo que le acarrea acusaciones de nigromancia y la prohibición formal de continuar con esas prácticas anatómicas.

La vejez le acosa, y con ella la depresión. Sus pensamientos toman rumbos morbosos y su imaginación navega por derroteros sombríos. Dibuja catástrofes y seres deformes, como si quisiera exorcizar sus pesadillas, y también planos de bellas y futuras residencias que nunca llegaron a hacerse realidad. Cuando Bramante –el único artista de su talla con el que mantenía alguna relación personal– muere en 1514, la soledad de Leonardo aumenta.

Entretanto, en el norte de Italia la situación militar ha cambiado. El nuevo rey francés, Francisco I, trata de recuperar el territorio perdido y entra triunfador en Milán en 1515. León X, en inferioridad de fuerzas, inicia conversaciones de paz con los franceses en Bolonia, y Giuliano de' Médici encarga al artista algo especial para solemnizar la ocasión. Leonardo construyó un león metálico que caminaba unos pasos y, al detenerse, abría el pecho y arrojaba flores de lis.

Posible autorretrato de Leonardo hecho entre 1512 y 1515.

TERCEROS

Francisco I y el genio toscano seguramente se conocieron en esas negociaciones. El monarca le invitó a la corte francesa, pero Leonardo, fiel a su compromiso con Giuliano de' Medici, decidió seguir en Roma, donde el destino, una vez más, le forzó a cambiar de planes. Giuliano muere en marzo de 1516 y el artista se queda sin protector.

A principios de otoño de ese mismo año, tras haber tomado nota de las dimensiones de la basílica de San Pablo extramuros, Leonardo, que tiene ya 64 años, decide aceptar la invitación de Francisco I para ir a Francia, consciente de que en esa ocasión se trata de un exilio quizá definitivo. En compañía de sus discípulos predilectos, Melzi y Salai, y con unos cuantos baúles llenos de manuscritos y pinturas, entre ellas la valiosa Gioconda, emprende el viaje que le alejaría de Italia para siempre.

El grupo entró en Francia a lomos de unas mulas por Saboya, antes de que las nieves cerraran los pasos alpinos, y luego siguió por Grenoble, Lyon y el curso del río Cher hasta llegar al castillo de Amboise, a orillas del Loira, en Turena, donde le esperaban Francisco I y su corte. El viaje había durado tres meses.

Francisco I le tenía como un gran filósofo, con el que le gustaba conversar sobre asuntos muy diversos.

El rey francés acogió a Leonardo conforme a lo esperado y le asignó como residencia el castillo de Cloux, hoy llamado Clos-Lucé, en realidad una mansión con pretensiones de palacete situada a unos centenares de metros del castillo real de Amboise, que disponía de jardines, una viña, un arroyo y un palomar. También le concedió una generosa pensión anual de 700 escudos de oro, con el compromiso añadido de comprarle todas las obras que terminase.

El joven rey y el viejo sabio se entendieron bien. Francisco I le nombró “primer pintor, arquitecto y mecánico real”, y le dio absoluta libertad de acción para realizar cualquier trabajo o experimento. Ambos conversaban mucho, y el rey acudía con frecuencia a visitarle a la mansión de Cloux, en ocasiones de incógnito, recorriendo un túnel subterráneo (hoy cegado) que comunicaba con el castillo de Amboise.

De acuerdo con el testimonio del escultor Benvenuto Cellini, el rey consideraba que nadie poseía tantos conocimientos en pintura, escultura y arquitectura como Leonardo, y le tenía además por un gran filósofo, con el que le gustaba conversar sobre asuntos muy diversos, aunque no sabemos en qué lengua se entendían o si lo hacían a través de un intérprete.

Escalinata de doble hélice en el castillo de Chambord.

TERCEROS

Leonardo proyectó para el rey el castillo y los jardines de Remorantin, destinados a residencia de la reina madre, pero cuando las obras estaban a punto de iniciarse tuvieron que ser abandonadas debido a una epidemia de malaria. Algo de la magia arquitectónica del sabio florentino quedó, sin embargo, en el castillo de Chambord, una de las construcciones renacentistas más impresionantes del Loira.

Aunque edificado cuando Leonardo ya había muerto, este influyó en el proyecto y dejó su impronta indudable en la gran escalinata principal, de dobles revoluciones espirales, que sigue maravillando hoy a cuantos visitan el sitio. La escalera, sostenida por ocho pilares, es un prodigio técnico. Atraviesa el cuerpo central del edificio alrededor de un núcleo hueco y lleva hasta las terrazas de la torre del homenaje. La realización permite que una persona pueda subir y otra bajar al mismo tiempo sin que se encuentren.

La obra de Chambord refleja una de las obsesiones del artista. A Leonardo le fascinaban las escaleras y las diseñó de todas clases. Como también le ocurriría con los canales, las arterias y las venas, parecía ver en ellas un símbolo del fluir circulatorio, una representación del movimiento como manifestación primaria de la vida.

Últimos años

Leonardo se encontró en Francia con numerosos compatriotas, artistas, decoradores y artesanos que trabajaban para el rey en el castillo de Amboise o al servicio de los nobles, entre ellos el maestro paisajista Pacello. Durante el tiempo que estuvo en Cloux se dedicó fundamentalmente a la tarea de compilar y ordenar las miles de páginas manuscritas que se había traído de Italia, pero no volvió a pintar nuevas obras maestras, o al menos no se ha conservado ninguna.

Habitación de Leonardo en Cloux (hoy llamado Clos-Lucé). Vía Wikimedia Commons.

TERCEROS

También llegó a convertirse en un gran animador de festejos y juegos cortesanos, en un inventor de efectos especiales de divertimiento y en tramoyista de lujo. Enfrentado a los achaques y al cansancio de la vejez, nunca dejó de estar ocupado en algo para sentirse vivo. “El hierro se oxida cuando no se usa –escribió–, [...] el agua estancada se corrompe y se hiela con el frío; así también la inactividad mina el vigor de la mente". En este sentido, la nota escrita en la esquina de una página en 1518, poco antes de morir, da idea de su decisión en este sentido. Un lema formidable que resume su vida: “Yo seguiré”.

Aparte del rey y sus familiares, no hay noticias de que recibiera muchas visitas durante el tiempo que estuvo en Cloux. Una de ellas fue la del cardenal de Aragón, de la cual, por fortuna, existe un testimonio gracias a Antonio de Beatis, secretario del purpurado. Beatis llamaba caballero (gentiluomo) a Leonardo, y después de la visita anotó en su diario: “El caballero cultiva los estudios de anatomía con la misma precisión que muestra en sus pinturas, de miembros y músculos, nervios, vasos sanguíneos, articulaciones, tanto de hombres como de mujeres, de un modo sin precedente [...]. Nos dijo que había practicado la disección de más de treinta cuerpos de hombres y mujeres de todas las edades”.

La Virgen con santa Ana y el Niño, obra de Leonardo c. 1503.

TERCEROS

Lo que más impresionó al cardenal y sus acompañantes fue el aspecto venerable del artista, al que calcularon más de setenta años, a pesar de que solo contaba 65. Leonardo les enseñó tres cuadros que guardaba celosamente en su estudio: el de una dama de Florencia pintada al natural (la Gioconda), el de una una figura de san Juan Bautista muy joven y, por último, un lienzo de la Virgen con santa Ana y el Niño.

Tres obras maestras de valor incalculable que el pintor conservó con él hasta la muerte. Según Beatis: “No hay que esperar que [Leonardo] pueda seguir haciendo cosas excelentes”. Aludía a que el genio sufría una parálisis en la mano derecha, lo cual no le impidió continuar con sus dibujos anatómicos.

La muerte

Leonardo llevaba enfermo varios meses y, el 23 de abril, víspera de Pascua, “considerando la certeza de la muerte y lo incierto de la hora”, hizo testamento ante el notario real, Guillaume Boreau, después de haber encomendado su alma a Dios. A sus hermanastros les dejó unos 400 escudos de oro de una cuenta que tenía en Florencia y una pequeña propiedad heredada de uno de sus tíos.

En recompensa por sus leales servicios legó a Francesco Melzi todos sus libros, instrumentos, pinturas, dibujos y efectos personales y le nombró su albacea. La mitad de un terreno que poseía en Milán se la adjudicó a su criado Battista de Vilanis, y la otra mitad a otro discípulo, Salai, quien por esas fechas había regresado a Italia. A Mathurine, su cocinera y sirvienta francesa, le dejó un vestido de doble forro, una pieza de tela y dos ducados.

Para varios estudiosos este dibujo de un anciano pensativo es el último autorretrato del artista.

TERCEROS

Como se ve, las propiedades de Leonardo, aparte del valor artístico de sus pinturas, eran poca cosa, sobre todo en una época en la que muchos artistas reconocidos recibían estipendios fastuosos. Cuando terminó de hacer testamento, Leonardo supo que su vida se acababa. Murió sólo nueve días después, el 2 de mayo de 1519, a la edad de 67 años.

El historiador artístico Giorgio Vasari, hombre profundamente religioso, sostiene que Leonardo era un hereje y cuenta que en su lecho de muerte se arrepintió, se confesó y recibió de buen grado la comunión, pero esta versión ha sido puesta en duda por algunos biógrafos, aunque resulte confirmada por Melzi. La incógnita persiste porque Leonardo apenas mencionó la religión en sus escritos, quizá por temor a expresar opiniones que sus contemporáneos podían considerar heréticas.

Tampoco dijo nunca que creyera en otra vida después de la muerte, a la que consideraba el “mal supremo” ("il sommo male"). El mismo Vasari refiere también que Leonardo expiró en brazos de Francisco I, que habría acudido al lecho mortuorio para acompañarle en el último trance. Este episodio también ha sido discutido, ya que existe un escrito fechado el 3 de mayo y firmado por el rey en Saint-Germain-en Laye, localidad que está a dos días a caballo de Amboise, lo que hacía imposible que Francisco I hubiera llegado a tiempo a Cloux.

Los niños de Amboise jugaban ya con los huesos desenterrados de los muertos, entre los cuales, seguramente, estaban los de Leonardo.

Pero en 1856 el testimonio de Vasari recobró fuerza, cuando el investigador Aimé Champolion demostró que el documento de Saint-Germain no había sido firmado por el propio rey, sino por su canciller. Así pues, es posible que fuese Francisco I quien le cerrara los ojos al morir. Leonardo, extrañamente, no dejó ninguna disposición ni dinero para su sepultura, ni siquiera para una lápida.

Existe copia del acta de inhumación del artista en la iglesia real de Saint-Florentin, junto al palacio de Amboise, pero está fechada el 12 de agosto de 1519, lo que deja entrever que pudo dársele un entierro provisional, hasta que los restos recibieron una sepultura más digna tres meses después. Pero Saint-Florentin fue devastada y saqueada durante la Revolución Francesa, y a partir de entonces los despojos de Leonardo no han podido localizarse.

Napoleón encargó en 1802 a un senador la restauración del castillo de Amboise y sus monumentos anexos, muy deteriorados por el paso del tiempo y los desmanes, pero este senador decidió que las ruinas de Saint-Florentin obstruían la vista y estropeaban el panorama. En consecuencia, las hizo demoler y ordenó que las losas y piedras de las tumbas se utilizaran en las obras de reconstrucción del castillo y que se fundiera el plomo de los ataúdes.

Por aquel entonces, los niños de Amboise jugaban ya con los huesos desenterrados de los muertos, entre los cuales, seguramente, estaban los de Leonardo.

En 1863 un nuevo elemento de intriga vino a añadirse al destino que corrió el cadáver de Leonardo. El poeta Arsène Houssaye excavó el solar de Saint-Florentin y descubrió un esqueleto casi entero junto a una lápida con una inscripción incompleta en latín: “EO [...] DU [...] VINC”, que bien podía corresponder a “Leonardus Vincius”.

Losa en Amboise bajo la que podrían estar los restos de Leonardo.

TERCEROS

La lápida se perdió, aunque queda una reproducción en un grabado que se conserva en la Biblioteca Nacional de París. Houssaye pensó que el cráneo era lo bastante grande como para acoger un cerebro excepcional. “Nunca he visto –dejó escrito– una cabeza tan magistralmente dibujada por o para la inteligencia. Aunque han transcurrido tres siglos y medio, la muerte no ha podido eliminar todavía el orgullo de esta cabeza majestuosa".

Líricas aparte, el poeta francés tuvo el buen sentido de fabricar un molde de la calavera para que lo examinaran los frenólogos parisienses, y por suscripción se levantó en el lugar un modesto monumento que aún perdura. Los huesos del esqueleto hallado se amontonaron en un cesto que desapareció, pero fueron reencontrados por el conde de París, quien los enterró en 1874 en la capilla de San Huberto, también situada en el recinto del castillo de Amboise.

Actualmente, una sencilla placa y una losa recuerdan a los visitantes que allí pueden estar depositados los restos de Leonardo da Vinci, uno de los creadores más completos que ha dado la humanidad y un pintor de tonos enigmáticos, irrepetibles, un alquimista del claroscuro a quien el misterio persiguió incluso después de la muerte.

Este artículo se publicó en el número 415 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .