La frivolidad del Antiguo Régimen en el estilo Rococó
Arte
En la Francia de mediados del siglo XVIII se abandonó la gravedad del Barroco a favor de un estilo ligero, más acorde con la alegre y ociosa realidad de la aristocracia
El rey Luis XIV –“El Estado soy yo”– se despertaba con público. Unas cien personas tenían el honor de ser invitadas a su acicalamiento matutino. Pelucas desaforadas, toneladas de encajes y, por supuesto, sus famosísimos zapatos de tacón. Versalles era un teatro y el Rey Sol ejercía de director de escena y de actor principal. Marcaba qué era apropiado vestir y cómo comportarse, y, a través de la Académie Royale, qué se debía pintar y esculpir.
El absolutismo, como toda opción política, tenía una estética asociada. El Barroco exaltado era la más apropiada para elevar al monarca al estatus de astro brillante e inalcanzable. En 1717, dos años después de la muerte de Luis XIV, Jean Antoine Watteau presentaba una obra para ser aceptado en la Académie. La pieza gustó, pero había un problema: no se adaptaba a ninguno de los géneros que las normas consideraban aceptables. La solución fue crear uno nuevo.
Luis XV había heredado la corona de su bisabuelo el Rey Sol, pero carecía de la habilidad y obsesión por el control de este
Watteau ingresó en la Académie como “pintor de fêtes galantes”. La fiesta galante era la plasmada en Embarque para Citera. Francia inauguraba así un nuevo estilo, el primero eminentemente galo desde los tiempos del Gótico: el Rococó.
Opuesto al Barroco
Fue un suspiro tan frágil como delicadas y sensuales sus figuras. El Rococó constituyó un estilo efímero, circunscrito apenas al reinado de Luis XV, el sucesor del Rey Sol. Nunca ha gozado de buena fama –pocas las exposiciones, comparadas con otros movimientos– por ser considerado superficial, frívolo y excesivamente decorativo. Pero es indudable que el Rococó tiene un lugar en el arte, puesto que reflejó a la perfección varias décadas de la historia francesa.
Se exportó a otros países –Goya, por ejemplo, tiene obras inspiradas en este estilo–, pero siempre fue eminentemente francés. Luis XV había heredado la corona absolutista de su bisabuelo el Rey Sol, pero carecía de la habilidad y obsesión por el control de este. Corrían los primeros decenios del siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Los franceses, o, mejor dicho, los franceses ricos, estaban hartos de la opresión ultracatólica de la centuria anterior. Ahora tocaba vivir, divertirse.
Versalles y sus alrededores albergaban una caterva de nobles sin otra ocupación –Luis XIV les había desposeído de todo poder– que cotillear, corretear por los prados y entregarse a pícaros juegos que antaño se habrían considerado propios de campesinos. Lo vulgar se convertía en chic, lo pastoril se reinterpretaba en versión de lujo.
El grácil Rococó, opuesto al rotundo Barroco, era el estilo de este nuevo mundo: escenas de asueto y seducción en oníricos paisajes campestres o impolutos jardines, amorcillos, colores pastel, nula implicación religiosa... Seguía siendo puro teatro, como lo fue el Barroco, pero mientras que este era intenso drama al servicio de los monarcas absolutistas y la Iglesia, el nuevo estilo conformaba un refinado entretenimiento apto para la corte.
Madame de Pompadour
A la muerte de Watteau en 1721 su estilo ya había sido adoptado por varios pintores galos. El impulso definitivo llegó, como no podía ser de otra manera, gracias a un baile de disfraces celebrado en 1745. Luis XV vestía de árbol. Madame d’Etiolles, de pastora. Ella –pese a estar casada– se convirtió en su amante oficial, en la maîtresse en titre más famosa de la historia de Francia: la marquesa de Pompadour.
La nueva señora de Versalles convirtió la expansión de sus gustos en símbolo de su influencia. Todo a su alrededor se tornó un inmenso decorado rococó. Los retratos de la Pompadour –sobre todo los de François Boucher, su pintor favorito– viajaron por toda Francia. Pintar a la marquesa se convirtió en un género de la pintura. Ella precisaba de innumerable imaginería, un medio de autopromoción que utilizaba para reafirmar su posición política en la corte, un púlpito desde donde marcaba las modas y la etiqueta.
Ella impulsó la fábrica de porcelana de Sèvres y encargó muebles –el conocido como estilo Luis XV– que muchos millonarios de hoy ansían para su mansión. Incluso los menús de la maîtresse en titre tenían algo de rococó. Platos altamente decorativos, aunque poco digeribles, como los estómagos de pájaros de río con salsa de puerros. La Pompadour envejecía y engordaba, pero nada de ello se traslucía en sus retratos: siempre bella, mitad seductora y mitad dama de alta cultura.
Este refinado decorado, sin embargo, se alejaba cada vez más de la realidad. No solo porque los años no pasaran en balde y el rey buscase aventuras con otras mujeres, sino porque un cambio mucho más transcendente se producía en la sociedad. Ella patrocinó a Voltaire y la Enciclopedia. La Edad de la Razón, sin embargo, mordería la mano que le dio de comer: numerosos ilustrados se encararían con el tipo de vida que la Pompadour ejemplificaba y acabarían condenando la superficialidad del Rococó para promover el redescubrimiento de Grecia y Roma.
El Neoclasicismo sería el estilo que triunfaría ya durante el “reinado” de la sucesora de la Pompadour en el corazón de Luis XV, la nueva maîtresse en titre, madame du Barry. La muerte de la Pompadour, la mayor mecenas de la Europa del XVIII, en 1764, fue prácticamente la muerte del Rococó. Pereció en Versalles, a los 43 años. Su fallecimiento se mantuvo en secreto.
La Pompadour, tan estricta con las normas de comportamiento, había cometido el mayor error de etiqueta de su vida: en palacio solo podían morir los miembros de la familia real. Su cadáver tuvo que sacarse subrepticiamente de Versalles aprovechando la oscuridad de la noche. Ella había vivido como una reina, la corte francesa la aceptaba como tal, pero no lo era.
El Rococó fue precisamente eso: un espejismo pasajero. Una opción estética que plasmaba en su plenitud la joie de vivre de una clase noble cargada de convencionalismos anacrónicos, en plena decadencia y abocada a un fatuo destino. La Revolución francesa acechaba ya en la esquina. Las guillotinas se estaban afilando.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 440 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.