'La última cena' de Leonardo da Vinci: una obra castigada
Arte
El perfeccionismo de Leonardo da Vinci y su empeño en trabajar a su ritmo nos han privado de los matices de 'La Última Cena', una obra que empezó a deteriorarse veinte años después de concluida
De Leonardo da Vinci han llegado hasta nuestros días unos cuatro mil dibujos y apenas una quincena de pinturas. La conexión entre su mente y su mano era prodigiosa: unas agudas concepción espacial y capacidad de observación que traducía a la perfección en apuntes. Sin embargo, plasmar aquellas ideas en una obra completa para sus patronos le costaba horrores. Se dispersaba, acometía varios encargos a la vez, se imponía metas imposibles, retocaba sin cesar... Dejaba un proyecto tras otro a medias y, en caso de finalizarlos, algunos acabados dejaban mucho que desear.
El mural de La Última Cena, o la Santa Cena, es un ejemplo de esto último: dos decenios después de haberlo concluido se caía a pedazos. Pero el deterioro no ha podido con el aura y la maestría de Leonardo da Vinci: esta escena bíblica –como la Gioconda , otro de sus trabajos que ha llegado hasta nosotros en pésimo estado– se ha convertido en un icono universal.
Una fama que se multiplicó por mil tras la aparición en 2004 de El Código Da Vinci, de Dan Brown, uno de los libros más vendidos en lo que llevamos de siglo. La Última Cena es el eje central del volumen, y millones de lectores saben, por ejemplo, que el perfil de Jesús y el de Juan forman una M, indicativo de que el apóstol sería en realidad María Magdalena. Esta y otras teorías no son invención de Brown. Habían sido defendidas anteriormente por algún que otro ensayista. Pero tales tesis mistéricas eran, hasta el lanzamiento del best seller, minoritarias, y siguen sin contar con el respaldo de los más reputados leonardistas.
Ludovico aceptó el ofrecimiento de Leonardo, que dejó a medias el retablo que estaba haciendo en un monasterio florentino para viajar a Milán
El Código Da Vinci es una novela, pero ha conseguido impregnarse de un velo cuasi histórico de tal magnitud que, dicen los especialistas, La Última Cena corre el peligro de la sobreinterpretación: ver en el mural símbolos que nunca estuvieron en la mente de su creador.
El inquieto
Leonardo da Vinci contaba 30 años cuando escribió desde Florencia una carta a Ludovico Sforza, duque regente de Milán, más conocido como el Moro. Le ofrecía sus servicios en materia bélica: “Tengo un proceso para construir puentes muy ligeros, portátiles, para la persecución del enemigo [...] Además, puedo fabricar una pieza de artillería muy manejable que lanza materiales inflamables, causa gran daño al enemigo y también gran terror debido al humo”. Y también artística: “Esculpo en mármol, bronce y terracota; en pintura puedo hacer lo que otro puede hacer”. Cuando Leonardo da Vinci redactó esta misiva se hallaba inmerso en un gran encargo: el panel de La Adoración de los Magos para el altar de San Donato. Ludovico aceptó el ofrecimiento del artista, y este partió a Milán. El retablo del monasterio florentino, una compleja composición de sesenta figuras colocadas en perspectiva, se quedó para siempre a medias. Un precedente no muy halagüeño.
En 1495, una década después de llegar a Milán, Leonardo da Vinci empezó a pintar la Santa Cena para el refectorio del monasterio de Santa Maria delle Grazie. En la pared opuesta, Donato di Montorfano acababa de completar una Crucifixión. Según la plegaria que se recitara o la fecha del calendario litúrgico, los comensales mirarían una u otra pieza. Ludovico ya había ascendido de pleno derecho al ducado, y el monasterio, que había ordenado reformar y embellecer, era para él una obra muy especial: un espléndido mausoleo para la dinastía Sforza.
Leonardo da Vinci trabajó arduamente los más mínimos detalles del proyecto. Se conservan dibujos de las cabezas de los apóstoles: impactantes estudios fisionómicos en busca de la expresión de sorpresa, asombro o pesadumbre exacta. Ensayó diversas posturas para las manos de Jesús e incluso planificó detalles tan nimios como las mangas de las túnicas. Ya en el refectorio, dibujó una silueta sobre la pared (lo que se conoce como sinopia) y trazó los puntos que marcaban las líneas de la perspectiva.
Todo parecía estar preparado: bastaba con aplicar el color. Pero Leonardo sabía que no era así. Para pintar sobre muro lo más habitual era utilizar la técnica del fresco. Sin embargo, tenía desventajas: había que aplicar la pintura con rapidez, antes de que el yeso se secara. El artista, sabedor de que sus ideas irían aflorando a medida que la obra tomara forma, decidió utilizar una combinación de óleo y temple para retocar a placer.
“A veces pintaba sin cesar. Otras no tocaba el pincel durante días, pero pasaba horas delante de la obra, examinando en silencio las figuras”
La obra, de enormes dimensiones (4,60 x 8,80 m), fue fruto de un trabajo de taller. Pero sin duda Leonardo da Vinci llevaba la voz cantante, con una agenda de trabajo de lo menos ortodoxa. Así la plasmó el escritor Matteo Bandello: “Llegaba bastante temprano, se subía al andamio y se ponía a trabajar. A veces permanecía sin soltar el pincel desde el alba hasta la caída de la tarde, pintando sin cesar y olvidándose de comer y beber. Otras veces no tocaba el pincel durante dos, tres o cuatro días, pero se pasaba varias horas delante de la obra, con los brazos cruzados, examinando y sopesando en silencio las figuras”. La escrutadora mirada del pintor reparaba en los más mínimos detalles, y repintaba todo aquello que pudiera acrecentar el efecto dramático que perseguía.
Con este ritmo, no es de extrañar que el trabajo se demorara. Existe una anécdota, recogida por varios cronistas, acerca de este retraso. El prior de Santa Maria delle Grazie estaba harto de tener su refectorio en obras y se quejó al duque de Milán. Ludovico comunicó el apremio a Leonardo da Vinci, y este le dijo que no acababa de encontrar un rostro para Judas. “Acudo al Borghetto, donde habita la más baja e innoble ralea, gentes, muchas de ellas, sumamente depravadas y perversas, con la esperanza de encontrar un rostro para tan maligno personaje”, dijo el artista. Y apostilló con ironía: “Si finalmente resultara que no lograra encontrar a nadie, tendré que recurrir al rostro del reverendo padre prior”. Nunca se ha probado, sin embargo, que Da Vinci cumpliera su divertida amenaza.
El perfeccionismo del artista no era el único obstáculo. Al mismo tiempo que pintaba la Santa Cena, Leonardo estaba decorando unas estancias del Castello Sforzesco, quizá las habitaciones de la esposa del Moro, Beatrice. La presión parece que fue enorme y, cosa rara en él, explotó. “Hoy el pintor que está decorando los camerini protagonizó un pequeño escándalo y se ha ido”, escribió un secretario del duque. Más tarde, un irritado Leonardo da Vinci mandó una misiva a Ludovico: se quejaba de que el “hecho de tener que ganarme la vida” le obligaba a dedicarse a “tareas de menor importancia, en lugar de proseguir con la obra [La Última Cena] que Vuestra Señoría me ha encomendado”.
Catástrofe
Tras dos años de trabajo, a mediados de 1497 el mural quedó completo. Dos decenios después, relatan las crónicas, llegó la desagradable sorpresa: la pintura comenzó a desprenderse. El experimento de Leonardo da Vinci con el óleo y el temple, sumado a la humedad del refectorio, fue la causa. Aquella magna creación, que había entusiasmado a tantos, se desvanecía a toda velocidad. Vasari, cuando la vio a mediados del siglo XVI, la calificó de “mancha oscura”. Debió de cundir un tanto el pánico, y eso explicaría la profusión de copias que por aquel tiempo se hicieron del mural.
La Última Cena es una de las obras más retocadas de todos los tiempos: el mural ha sufrido hasta ocho intervenciones desde el siglo XVIII
Por si ese deterioro no fuera suficiente, la Santa Cena encadenó un completo historial de desastres y agresiones: el refectorio fue un cuartel de las tropas napoleónicas; luego pasó a ser un establo; sufrió una inundación en 1800; bajo los pies de Cristo se abrió una puerta; en 1821 hubo un intento de extraer el mural; y en 1943 una bomba aliada no destrozó la pared por los pelos. La obra que contemplamos hoy solo contiene un 20% de la original. El 80% restante es posterior. El mural es, sin duda, una de las obras más retocadas de todos los tiempos: dos veces en el siglo XVIII; otra en el XIX; cuatro durante la primera mitad del siglo XX; y una más entre 1989 y 1999, que poco pudo hacer para eliminar “esa fragilidad inherente y autoinfligida que parece formar parte de su propia magia”, como escribe el autor británico Charles Nicholl en su conocida biografía de Leonardo.
Había dejado La Adoración de los Magos a medias y la Última Cena con un pésimo acabado. El incorregible Leonardo da Vinci seguiría así toda su vida. Dejaría plantada a la ciudad de Florencia con solo un boceto de La batalla de Anghiari para el palacio de la Signoria. Caterina Sforza le persiguió en vano por toda Italia para que acabara su retrato. Y el papa León X, al utilizar sus servicios, pronunció una mítica frase: “Cielos, este hombre no es bueno para nada; empieza a pensar por el final en lugar de empezar a trabajar”. El pontífice se refería a que el artista se demoraba en atajar una pintura porque estaba buscando las hierbas adecuadas para fabricar el barniz que aplicaría al acabarla.
Este artículo se publicó en el número 458 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.