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Joseph Haydn, un teclado viviente

Más de trescientas horas de música compuso el prolífico Haydn a lo largo de su vida

Joseph Haydn

Joseph Haydn

Mozart lo llamaba “papá” con afecto. También lo ha­cía todo el mundillo mu­sical, excepto su discípulo Beethoven, que, fiel a su altanería legendaria, llegó a negar su in­fluencia. El repudio, sin embargo, duró poco. Era difícil mantenerse enemista­do con “el hombre más bueno de la his­toria de la música”, como se ha definido a Joseph Haydn. No en vano, este hijo de un carretero y una cocinera revolucio­nó para siempre el arte de los sonidos.

Cuando nació, en 1732, estaba de moda el Barroco de Bach y Haendel. Al morir, recién inaugurado el XIX, arrancaba el Romanticismo de Bee­thoven. El puente principal entre ambos estilos fue Haydn, compositor por exce­lencia del período clásico junto con Mo­zart y autor de más horas de música, unas trescientas cuarenta, que todos sus colegas citados. Sus partituras se convirtieron en refe­rente de la sinfonía y el cuarteto de cuer­da. Creó la melodía base para los himnos nacionales de Austria y Alemania. Y al­gunos de sus oratorios, varios conciertos, sonatas, óperas y misas continúan desta­cando en el repertorio actual.

A trancas y barrancas

Nada auguraba este destino imborrable el día que Haydn vino al mundo. Fue en Rohrau, un pueblecito austríaco en la frontera con Hungría. Pese a su humil­dad, su hogar resplandecía de música. El padre del futuro compositor –y de su hermano Michael, otro autor destaca­do– solía tañer el arpa y cantar en fami­lia. Estos conciertos domésticos constitu­yeron la primera escuela de Joseph, que, heredero de una voz magnífica, no tardó en ser confiado a un pariente para que progresara en sus estudios musicales.

Cuando lo echa­ron del coro por haber cambiado la voz al entrar en la adolescencia, hubo de cu­brir sus lagunas de forma autodidacta.

Fue entonces, durante su estancia en Hainburg, cuando aprendió a tocar el clavecín y el violín, y sería descubierto por el director del prestigioso coro infan­til de la catedral de San Esteban. Allí, en Viena, cantó con los famosos Niños Can­tores y continuó profesionalizándose, aunque no de la manera en que hubiera deseado. Además de pasar hambre –se apuntaba a cualquier recital en un salón nobiliario con tal de acceder a los cana­pés–, apenas recibía lecciones de compo­sición y teoría musical. Y cuando lo echa­ron del coro por haber cambiado la voz al entrar en la adolescencia, hubo de cu­brir sus lagunas de forma autodidacta.

Mientras realizaba mil trabajos para ganarse el pan, tuvo la fortuna de ser criado de Porpora, el maestro vocal del castrato Farinelli. De él asimiló los co­nocimientos básicos que le faltaban, al igual que de un tratado contrapuntís­tico de Fux y de los pentagramas del quinto hijo de Johann Sebastian Bach, Carl Philipp Emanuel. Gracias a estos barrocos ilustres conoció su primer éxi­to. El del estreno de la ópera El diablo cojuelo, que le dio notoriedad entre la aristocracia vienesa. Y por fin llegaron los ansiados ingresos fijos con un con­trato de Kapellmeister, o director mu­sical, para el conde Morzin.

Libre, pero lacayo

En el terreno personal, cometió el error de casarse con la hermana de su novia, que se metió a monja. Fue un matrimo­nio aciago, sin hijos y con bajezas mu­tuas. Ella usaba sus partituras origina­les para hacerse los rizos, mientras que él saltaba de lecho en lecho pese a ser un hombre feo, con la cara picada de viruela y una nariz prominente. Com­pensaba sus defectos con una inmensa simpatía y su talento artístico.

Su mujer usaba sus partituras originales para hacerse los rizos, mientras él saltaba de lecho en lecho.

Este último don, además, le brindó un empleo soñado: Kapellmeister de los Es­terházy, un poderoso clan húngaro. Pa­só casi tres décadas a su servicio, a me­nudo en Esterháza, su palacio veraniego, o en su residencia de Eisenstadt. En es­ta época compuso la mayor parte de su obra, con una orquesta a su disposición para experimentar cuanto quisiera, y co­noció a Mozart en una de las pocas es­capadas a las que tuvo permiso (tenía estatus de lacayo, librea incluida). Con él tocó cuartetos y compartió risas, aun­que le sobrepasara en 24 años.

El castillo Eszterháza, donde pasó varias décadas Joseph Haydn.

TERCEROS

Este período tan fértil concluyó al morir el príncipe Miklós József, el principal benefactor de los Esterházy. Con licencia para medrar a sus anchas, Haydn prota­gonizó dos giras triunfales por Londres y tomó en Viena a alumnos como Beetho­ven. Sus últimos años aún fueron fecun­dos, hasta que una enfermedad lo postró. “Soy un teclado viviente”, se lamentaría, por no contar con las fuerzas para anotar las ideas que seguían acosándolo. Ni fal­ta que hacía. En 1808, el año antes de morir, in­cluso el díscolo Beethoven, ya el titán del Romanticismo, le besó las manos emo­cionado cuando estrenó La Creación. Hasta los oficiales napoleónicos, que es­taban saqueando Viena, detuvieron sus acciones para acudir a su funeral.

Este artículo se publicó en el número 494 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.