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El Císter, la orden “anticorrupción” de la Edad Media

Edad Media

A finales del siglo XI surge en Francia un movimiento monástico resuelto a evitar que la riqueza material corrompiera sus objetivos

‘La Virgen se aparece a san Bernardo’, pintura de Filippino Lippi, c. 1485-1487.

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Buscar la belleza en la sencillez, vivir con lo imprescindible y hacerlo conforme a lo que dicta el Evangelio. Ese es el ideal de perfección cristiana que acabaría modelando la orden del Císter, convertida en el último bastión de renovación monástica en la Edad Media. El extraordinario desarrollo de sus monasterios, centros de actividad económica y refugios de cultura, revela la esencia de un movimiento que rebasó el ámbito puramente religioso.

El siglo XII fue la edad de oro del monacato occidental, protagonista este de una sociedad estamental en que los señores guerreaban, los campesinos trabajaban y los clérigos velaban con éxito discutible por el cumplimiento de las normas cristianas. Como hicieran antes otras órdenes medievales, el Císter surgió como un movimiento renovador que pretendía retornar a la pureza y poner fin a la degradación moral que acusaba la Iglesia. Su nacimiento, por tanto, no fue gratuito, sino fruto de un proyecto innovador que, sin escapar a su contexto histórico, se remonta a las raíces mismas del monaquismo cristiano.

San Benito, quien dio vida y forma a un modelo monacal basado en la pobreza y la castidad.

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Aunque los primeros movimientos monásticos afloraron en el siglo III en las lejanas tierras de Siria y Egipto, su extensión en Occidente no se produjo hasta dos siglos más tarde. Una figura esencial contribuiría a ello: Benito de Nursia, eremita que supo adaptar las premisas monacales de Oriente a la mentalidad occidental. Nacido en Italia en el seno de una familia noble romana, fue el artífice de una “regla” cuyo lema, ora et labora (reza y trabaja), dio vida y forma a un modelo monacal basado en la pobreza y la castidad.

Uniformidad y perversión

Esa regla benedictina, como fue conocida en adelante, propició que muchas comunidades de monjes comulgaran con la necesidad de retornar a los primitivos ideales evangélicos, pero habría que esperar al siglo IX para que cobrara cierta fuerza. Lo hizo gracias a Carlomagno, rey franco y primer emperador de Occidente, que no cejó en su empeño de uniformizar bajo un mismo reglamento todos los monasterios.

Un programa de reforma carolingia que acabaría topando poco después con la realidad social y política europea. La profunda religiosidad del momento era una amenaza para el mensaje y la pureza benedictinos: las donaciones a los monasterios, mediante las cuales los señores feudales pretendían salvar su alma, trajeron consigo la degeneración de la Iglesia, que, en poco menos de un siglo, sucumbía de nuevo a los excesos.

La orden cluniacense era una potencia en Europa y, como tal, había perdido su afán de sencillez y pureza

En pleno siglo X, la nobleza administraba las tierras del monasterio y elegía directamente a los abades; la simonía (compraventa de un cargo espiritual) y el nicolaísmo (contrario al celibato monástico) eran práctica habitual; la integridad moral del clero, convertido en una especie de nobleza corrompida y cacique, estaba por los suelos; las muestras de indisciplina y desorden eran habituales; los clérigos rurales mendigaban o frecuentaban las tabernas... Pocos parecían recordar la regla de san Benito.

Pronto algunas voces pidieron el fin del caos moral y de la influencia laica sobre la Iglesia. Los primeros intentos reformistas firmes llegaron en 909 con la fundación, por parte de un grupo de monjes benedictinos de la Borgoña francesa, de la abadía del Cluny. Sometida directamente al poder papal, al margen de las influencias feudales locales, constituyó un núcleo decidido a seguir la tradición benedictina lejos de la sociedad civil. Un objetivo ambicioso que cumplió con una amplia dedicación al rezo (que, por otra parte, apenas dejaba tiempo para el trabajo).

Cluny moriría de éxito. Su influencia se extendió por toda la cristiandad y, si por un lado se unificó la liturgia de acuerdo con la mentalidad romana, acabó por acatarse la disciplina y se impuso el Románico como estilo artístico a través de la construcción de centros cluniacenses, por el otro su prestigio atrajo de nuevo adeptos de origen aristocrático e innumerables donativos. Tanto es así que, recuperando las palabras de uno de sus abades más carismáticos, el padre Odilón, “la madera se volvió mármol” y la simplicidad, boato.

Esteban Harding y el abad de San Vaast de Arras depositando su abadía a los pies de la Virgen.

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Entrado el siglo XII, la orden cluniacense era una potencia en la Europa occidental y, como tal, había perdido su afán de sencillez y pureza. Con todo, el espíritu reformista persistió y engendró ese mismo siglo un nuevo movimiento, surgido de las propias filas del Cluny. Pedía empezar de nuevo, una vuelta al ascetismo más radical. De esa convicción nació el Císter, que llegaba de la mano del francés Roberto de Champagne y que encontraría en Bernardo de Claraval a su más infatigable impulsor.

Recuperar las raíces

Superior de una rica abadía cluniacense, Roberto de Champagne estaba indignado con la excesiva mundanidad que acusaba su monasterio, por lo que decidió apartarse de los vicios de la orden. Con el propósito de restablecer literalmente el espíritu de san Benito, se estableció en un lugar apartado de Molesmes, para luego mudarse, con 21 monjes más, al bosque de Cîteaux, del que proviene el nombre de Císter. Corría el año 1098, pero pasarían catorce más antes de que ese cometido comenzara a dar frutos.

El punto de inflexión se dio con el ingreso en el monasterio de un joven noble, Bernardo de Fontaine, y de unos treinta compañeros más. Su llegada, además de dinamizar la comunidad, estimuló la generosidad de los señores feudales, que cedieron al grupo varias propiedades para su explotación. Un año después era tal el avance de la abadía que se impulsaba una “filial”, a la que seguirían otras, como la de Clairvaux, o Claraval, de la que el propio Bernardo, con solo 25 años, se convertiría en abad.

Claustro de la abadía de Fontenay.

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En poco más de tres años, la primigenia Cîteaux ya contaba con las cuatro abadías responsables de propagar el espíritu cisterciense: La Ferté, Pontigny, la citada Claraval y Morimond. La búsqueda de soledad, el “fuga mundi” prescrito por la regla benedictina, empujó a los cistercienses a zonas rurales y aisladas, y la austeridad se hizo patente en todos y cada uno de sus detalles.

Entre ellos, el hábito, que para distinguirse del negro cluniacense dejó de teñirse y pasó a ser de lana sin tratar, por lo que sus miembros fueron conocidos como “los monjes blancos”. O, por ejemplo, la comida: no podían consumir carne, aunque sí se les permitiese beber vino (siempre con moderación, ya que, según dejó escrito san Benito, este es capaz de “hacer claudicar hasta a los sabios”).

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Esa apuesta por la sencillez también marcó el estilo sobrio de su arquitectura: sin esculturas, ni mosaicos, ni vidrieras coloristas u objetos litúrgicos rimbombantes. Había que huir de lo superfluo, por lo que las representaciones humanas quedaron rigurosamente prohibidas. Como estas podían suponer un motivo de distracción para la plegaria monástica, solo se aceptaban determinados motivos vegetales y formas geométricas básicas.

Pero el cambio fundamental respecto al Cluny fue la presencia de conversos, hermanos laicos. La medida, rompedora para la época, suponía abrir por vez primera las puertas del monasterio a un sector analfabeto y pobre, sin rango social alguno, que en muchos casos acudía al monasterio como única forma de supervivencia. Los conversos vivían bajo los votos monásticos, trabajaban y oraban, pero sus dependencias estaban claramente separadas de las de los monjes, de origen noble, por lo que unos y otros vivían en una especie de segregación social.

El ‘labora’ debía convivir en equilibrio con la oración, a la que también dedicaban parte del día e incluso de la noche

De puertas adentro

La organización y la vida en el monasterio desempeñaron un papel clave en la fortuna de la orden. La jornada diaria de los monjes blancos se regía por la aplicación rigurosa del ora et labora del patriarca, que hizo de ellos, además de depositarios del saber y la cultura, excelentes agricultores.

A diferencia del Cluny, el Císter defendía y –lo más importante– practicaba el trabajo manual, que pasó a considerarse, más que un deber ascético, la mejor forma con que satisfacer las necesidades del monasterio. Este nuevo enfoque, además, trajo consigo el desarrollo de técnicas agrarias desconocidas hasta el momento y la repoblación de gran cantidad de tierras yermas.

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En este sentido, resulta apropiado hablar de la orden como de una auténtica revolución. En palabras del historiador Luis Pablo Martínez, el Císter “abrió una brecha en el panorama ideológico del mundo occidental, dominado desde la Antigüedad por el ideal aristocrático de rechazo al trabajo físico. A la dignificación del trabajo manual siguió, de forma natural, la dignificación de las artes mecánicas e incluso la tutela del progreso tecnológico”.

La explotación de las tierras requería gran dedicación, para la que los monjes contaban con el apoyo de los hermanos conversos, encargados sobre todo de las tierras más alejadas del monasterio. Ello acabaría dando lugar con el tiempo al nacimiento de las granjas, pequeñas unidades de explotación agraria que dependían directamente del monasterio y que, por mecanizadas e innovadoras, han llegado a ser consideradas por algunos historiadores “fábricas” o “modelos de empresa capitalista”.

Grupo de conversos del Cister segando.

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El trabajo también seguía intramuros. Además de dedicarse a las tareas agrícolas y ganaderas, algunos monjes –los más instruidos– ejercían de copistas, un trabajo muy apreciado por la gran atención exigida: cada letra era grabada con sumo cuidado mediante plumas de ave o fragmentos de caña pulidos y tintas elaboradas en el monasterio.

Pero el labora debía convivir en justo equilibrio con la oración, a la que también dedicaban parte del día e incluso de la noche. Así, mientras los conversos estaban exentos de tantas obligaciones y solo practicaban algunos ejercicios sencillos, los monjes asistían a la iglesia en siete u ocho ocasiones diarias.

Solo los domingos y festivos suponían un cambio en la rutina monacal, pues el monje no trabajaba y dedicaba ese tiempo a la lectio divina (lectura de la Biblia y vidas de santos). Estos días de descanso, unos noventa al año, debía asistir a diez misas y reducir sus comidas de dos a una, una norma que cumplía también durante la cuaresma.

La expansión ordenada

El progreso interno de las comunidades acabó rebasando sus puertas. Con los años y, sobre todo, gracias al magnetismo de su líder, Bernardo de Claraval, se vivió una constante lluvia de adeptos.

De cada una de sus cuatro primeras abadías arrancaron nuevos brotes monásticos, de manera que las ramas del Císter fueron extendiéndose por todo el territorio europeo. Entre 1120 y 1143, el Císter echaba raíces en Italia, Alemania, Irlanda, España, Escandinavia, Polonia y Hungría. Tal diversificación hizo necesaria una organización que velara por la fidelidad a la disciplina y, sobre todo, por el respeto a los ideales fundacionales.

Bernardo de Claraval enseñando en la sala capitular.

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El error del Cluny no debía repetirse. De esta forma, como indica el especialista Maur Cocheril, Cîteaux pasó a convertirse en la “madre y maestra de todas las iglesias de la orden”, garantía de uniformidad y subsistencia. En sus inicios, una colección de artículos conocidos como Capitula estableció algunas normas, referidas, entre otros temas, al culto a la Virgen, la admisión de conversos, el autoabastecimiento de los centros o la fundación de nuevos monasterios, que exigía 12 monjes y un abad.

En 1119 el papa Calixto II aprobó su reglamento, la Carta Caritatis, obra del abad Esteban Harding, uno de los 21 monjes que acompañaban a Roberto de Champagne en la fundación de Cîteaux. A modo de estatuto, la carta postulaba que, para evitar el excesivo centralismo cluniacense, los monasterios debían ser autónomos, de manera que los abades, elegidos por los monjes con carácter vitalicio, dirigían sus propios centros. Pero la autonomía no debía significar descohesión.

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Por ello, durante los siguientes treinta años se celebró una reunión anual de abades –Capítulo General– que, bajo la presidencia del de Cîteaux, conglomeraba a los monasterios y concretaba su doctrina. Los núcleos monásticos contaban además con una “visita canónica”, también anual, que exigía que el abad de los cinco centros fundadores se entrevistara con sus filiales. En el caso de Cîteaux, que no contaba con casa madre, las visitas las realizaban los cuatro abades de las primeras fundaciones.

A este esquema organizativo aún cabía sumar otra entidad, la de los prioratos, pequeñas comunidades que no tenían autonomía ni podían erigir nuevas fundaciones. El prior no contaba con los mismos privilegios que el abad, del que solía depender.

Para algunos autores es precisamente este alto grado de organización, y no tanto su ideario, lo que explica los logros del Císter durante el siglo XII. Según el estudioso Louis J. Lekai, “Cîteaux fue simplemente uno de los innumerables monasterios reformados, y su programa tenía muchos puntos comunes con sus predecesores menos afortunados”.

Un manuscrito español del siglo XIII de sermones de Bernardo de Claraval.

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Según Lekai, “el admirable éxito de los cistercienses no se deriva de la originalidad de su ideal monástico, sino del armonioso equilibrio entre ideas tradicionales y modernas, bien adaptadas a las necesidades espirituales de una nueva civilización y propagadas por organizadores geniales, consolidadas y conservadas gracias a una administración puesta a punto perfectamente”.

La otra cara de la moneda

Tras este gran esfuerzo estaban organizados, bien implantados y, sin pretenderlo, enriquecidos. La amenaza que se cernía sobre la primitiva austeridad que preconizaba la orden volvía a ponerse de manifiesto. Conservar el espíritu originario de la reforma era difícil, un reto. La agricultura y la ganadería resultaban muy provechosas para el acaudalamiento del monasterio, y, como pasara con la orden del Cluny, su prestigio atraía donaciones, más riqueza, con lo que la disciplina y el fervor se fueron relajando.

A mediados y finales del siglo XIII, esta transformación se acentuó y salpicó irremediablemente al arte. En su adaptación a los nuevos tiempos, los sucesores de Bernardo fueron arrinconando el modelo primigenio. Decoraciones figuristas más acordes con los estilos en boga asomaban en relieves y capiteles, y en algunos monasterios se construyeron panteones reales, caracterizados por su suntuosidad.

El monasterio de Piedra, en Zaragoza, fue un antiguo monasterio del Cister.

Alberto-g-rovi / CC BY-SA-3.0

Tampoco el siglo XIV supuso un cambio de tendencia. La sociedad había evolucionado y era menos rural, por lo que resultaba más difícil que a las puertas del monasterio acudieran conversos dispuestos a trabajar la tierra. Los cistercienses tuvieron que recurrir a nuevas fórmulas con que garantizar su subsistencia, como el comercio de sus productos, especialmente vinícolas y hortícolas, o el dominio señorial.

No fue la única novedad. Entre otras, se estableció que los abades dejaran de ser vitalicios, que fueran votados cada cuatro años y que no pudieran renovar el cargo. Además, con el ánimo de mantener el equilibrio, se crearon congregaciones nacionales en Polonia, Portugal, la Toscana o Castilla que acabaron restando poder a Cîteaux. Además del descenso de las vocaciones, se dio en Europa una reactivación urbana que trajo consigo un nuevo concepto de religiosidad.

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Castigado por un brote de peste, el siglo XIV alumbraba en la ciudad una corriente social y cultural que dejaba al margen a los viejos monasterios, en su mayoría en zonas rurales. En su lugar, surgía otro tipo de monaquismo: el de las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. Era el comienzo de una nueva época, la de los conventos urbanos y las grandes catedrales góticas. Atrás quedaban los apartados centros cistercienses, cuyo espíritu se fue diluyendo.

Su esplendor y su dedicación a la teología, la historia o los clásicos los había puesto a la vanguardia de un movimiento desconocido hasta entonces. Refugios de cultura, fueron los encargados de custodiar el saber y brindar a las generaciones futuras un legado incalculable. Y, aún hoy, tanto sus escrituras como su arte y su arquitectura siguen siendo la mejor glosa de la historia y la vida en la Europa medieval.

Este artículo se publicó en el número 454 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.