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La gran expansión del Islam: los Omeyas

Tres décadas después de la muerte Mahoma, un clan árabe asentado en Siria logró hacerse con el mando supremo del islam. Con el Califato omeya alcanzó el Imperio su más veloz expansión.

Gran Mezquita de Damasco, en Siria.

califato Omeya Damasco

La expansión del islam es uno de los fenómenos más asombrosos de la historia. En apenas diez años, tribus nómadas de Arabia seguidoras de la doctrina de Muhammad (Mahoma) arrebataron al Im­perio bizantino sus posesiones en la franja sirio-palestina y en Egipto, mientras que su triunfo sobre el Imperio persa les reportó las tierras de Irán e Irak. Como comentó Napoleón, si el cristianismo necesitó trescientos años para conquistar medio mundo, el islam solo necesitó veinte.

Un siglo después de la muerte del Profeta, el ámbito de dominación árabe era enorme: del río Indo al Atlántico y del Sahara a los Pirineos, el Cáucaso y Asia central. Buena parte de este período de expansión se produjo bajo el gobierno de los omeyas, una dinastía de califas que rigió el islam de mediados del siglo VII a mediados del siguiente y que se prolongaría en la España musulmana entre los siglos X y XI.

De Mahoma a los omeyas

A la muerte del Profeta en 632 surgieron divergencias en el seno de la nueva comunidad en torno a quién debía proseguir su tarea. Cuatro nombres encabezaron sucesivamente el Imperio musulmán antes de que se instaurase el califato omeya. Se reconoció en primer lugar, no sin disensiones, al suegro de Mahoma, Abu Bakr. A este le seguiría Omar, bajo cuyo reinado hizo el islam conquistas fulgurantes.

Mapa con los dominios de los Omeyas en el año 750.

TERCEROS

Cuando Omar fue abatido por el puñal de un cautivo persa, el califato fue confiado a Uzman, descendiente de Umayya, jefe de un rica y poderosa familia de la tribu de los quraysh. Uzman estableció el texto definitivo del Corán, con lo que se reforzó la unidad del islam y el poder religiosode los califas.

Sin embargo, los litigios sobre la sucesión continuaban, y, asesinado Uzman en Medina, sobrevino una guerra civil. Alí, esposo de Fátima, la hija del Profeta, fue proclamado califa, pero desde su ascensión al poder tropezó con la hostilidad del clan qurayshí de los omeyas y con la de los altos funcionarios nombrados por Uzman. Cuando se sublevó el gobernador omeya de Damasco, Muawiya, Alí acordó con él llevar la disputa al arbitraje de una asamblea.

Esto le desacreditó ante sus partidarios más radicales, los jarichíes, que le abandonaron para combatirle y consiguieron asesinarle con una espada envenenada. Corría el año 661. Aunque tendría que seguir combatiendo a los seguidores de Alí, Muawiya se impuso, y con él comienza cerca de un siglo de califato omeya. Con los omeyas se introducen en el islam cambios sustanciales.

El predominio de los omeyas de Siria, influenciados por Bizancio, se impuso a las costumbres de los árabes de la península arábiga y de Irak.

Para empezar, el califato se convierte en un régimen que podría calificarse de monárquico hereditario, al suprimirse el órgano consultivo de notables (Shura) que de forma más simbólica que efectiva había intervenido en la elección de los primeros califas. Por otra parte, el hecho de que los omeyas fuesen árabes establecidos en Siria resultó decisivo a la hora de elegir Damasco como capital del califato.

Con ello Arabia perdía la importancia política que había tenido en tiempos de Mahoma y sus primeros sucesores. El predominio de los omeyas de Siria, muy influenciados por la cultura de Bizancio, se impuso a las costumbres de los árabes de la península arábiga y de Irak, de espíritu nómada y más vinculados a las tradiciones procedentes del Imperio persa. La Meca y Medina continuaron siendo los núcleos religiosos más importantes, pero quedaron alejados del centro del poder.

Ello suscitaría repetidas rebeliones contra Damasco, encabezadas por familias de Arabia que habían apoyado a Mahoma en sus primeras predicaciones, al contrario que los omeyas, que se habían mantenido distantes del Profeta en aquellos tiempos difíciles. Desde un punto de vista étnico, la dinastía omeya era árabe pura y se proclamaba orgullosamente como tal, hasta el extremo de hacer del arabismo el puntal básico del islam.

Moneda omeya, del año 695.

TERCEROS

Los omeyas consideraron la nueva religión como algo reservado especialmente a los árabes, y mostraron poco interés en que otros pueblos no árabes se convirtieran. Una de las razones principales de esta falta de atención al proselitismo era la obtención de tributos, ya que los no musulmanes debían pagar un impuesto personal (del que estaban exentos los musulmanes de raíz árabiga) que variaba según el país y los gobernantes de turno.

Los califas omeyas solo aceptaron que los ciudadanos de los pueblos conquistados entraran a formar parte de la comunidad musulmana (Umma) en calidad de “clientes” (mawali, o maulas) de los árabes de origen. Eso les obligaba a adoptar nombre e identidad árabes, pero no les permitió eludir el pago del impuesto a los no creyentes. Esta actitud restrictiva en materia religiosa fue criticada por amplios sectores de la Umma, que pedían un islam abierto, como hasta entonces, a todos aquello sque desearan convertirse, sin restricciones étnicas.

Sería una fuente de creciente y tenaz oposición al califato omeya, uno más de los motivos que contribuirían a provocar su ruina. Como señala el escritor Robert Payne, los omeyas se apoderaron de la espada del islam y el trueno de Mahoma, pero no fueron capaces de ponerlos al servicio de la comunidad de los fieles. Al actuar como emperadores terrenales, los califas de Damasco destruyeron en gran parte ese sentido de la hermandad entre iguales que había sido una de las causas de la rápida propagación de la fe islámica.

Muawiya y los bizantinos

El fundador de la dinastía califal continuó la racha de las conquistas musulmanas, espoleadas por el espíritu de yihad, o guerra santa, contra los que se oponían a la nueva religión. A causa de la mayor resistencia que inicialmente ofrecieron una serie de pueblos situados en los confines de Asia central y el norte de India (afganos, turcomanos, patanes del Punjab, kurdos...), la expansión de los omeyas se orientó sobre todo hacia la cuenca mediterránea a expensas del Imperio bizantino, al que los árabes no consiguieron derrotar por completo por no poder tomar Constantinopla.

La muerte de Husein tuvo repercusión en el mundo islámico y contribuyó a acentuar la imagen negativa de los omeyas en la tradición musulmana.

Muawiya sentía gran odio hacia los bizantinos, aunque, influido por su cultura y consciente de la eficacia de su maquinaria administrativa, utilizó los servicios de numerosos cristianos en calidad de escribas, preceptores o funcionarios. En los veinte años que duró su mandato fue capaz de combatir de forma coordinada contra Bizancio y el Imperio persa y conquistar parte del norte de África.

En el terreno militar utilizó armas y tácticas calcadas del patrón bizantino, pero aprovechó también todo lo que encontraba en su avance y consideraba útil. En los astilleros abandonados por los bizantinos, por ejemplo, construyó los primeros barcos de la fuerza naval árabe. Buena parte de esa fuerza terminaría destruida por el “fuego griego” bizantino, sustancia altamente incendiaria cuya composición exacta todavía es un secreto, y con la cual Bizancio prolongaría su dominio en el Mediterráneo oriental.

Las tentativas de los ejércitos omeyas por conquistar Anatolia, que era el único reducto importante que Bizancio conservaba en Asia, se vieron obstaculizadas por la rebeldía de los cristianos maronitas asentados en el norte de Siria, aliados de los bizantinos. Para evitar que Constantinopla siguiera fomentando la revuelta de estos correligionarios, Muawiya tuvo incluso que pagar un tributo anual a lemperador bizantino.

Prosiguen los conflictos

En el tiempo de la dinastía omeya se con­solida la división religiosa del islam en tres facciones: la mayoritaria de los suníes, seguidores de la Sunna, la tradición ortodoxa árabe, representados entonces por los omeyas; la chií, predominante en Irán e Irak y partidaria en ese momento de Husein, nieto de Mahoma; y la de los jarichíes, extendida por África oriental y algunas zonas de Arabia y enfrentada a las otras dos.

Bajo el poder de los Omeyas, La Meca perdió su importancia política, pasando a ser sobre todo un lugar emblemático a nivel religioso.

TERCEROS

Cuando Yazid, hijo de Muawiya, sucede a este, debe enfrentarse a la rebelión de Husein, al que consigue derrotar en la batalla de Karbalá. La muerte de Husein tuvo enorme repercusión en el mundo islámico y contribuyó a acentuar la imagen negativa de los omeyas en la tradición histórica musulmana. Se hizo a Yazid responsable del asesinato y martirio del nieto de Mahoma y el episodio acentuó la escisión entre chiíes y suníes que ha llegado hasta nuestros días.

Yazid también vio gestarse otra rebelión en Arabia, la de Al Zubayr, uno de los nietos de Abu Bakr. Reprimió la revuelta poniendo sitio a La Meca, pero murió durante el asedio y el califato pasó a su hijo adolescente, Muawiya II, que falleció a los pocos meses. Sobrevino así una crisis dinástica en forma de nueva guerra civil. Sus protagonistas fueron dos tribus árabes establecidas en Siria: la de los qaysitas, que prestaron su apoyo a Al Zubayr, y la de los kalbitas, partidarios de los omeyas.

Tras una dura lucha, Marwan, apoyado por los kalbitas, se proclamó califa y fundó en 684 una nueva dinastía omeya, la marwani. Su mandato solo duraría un año: murió asesinado por su esposa. Le sucedió su hijo Abd al Malik, que no se vio libre de las luchas internas, la maldición de los omeyas. Para asentar su poder debió combatir a Al Zubayr, que por entonces controlaba casi toda Arabia y que a su vez estaba enfrentado al rebelde Al Mujtar, en Irak.

Imagen actual del interior de la Gran Mezquita de Damasco.

TERCEROS

La derrota de este a manos de Al Zubayr facilitó la victoria del califa, que le ejecutó en La Meca. Al Malik es una de las principales figuras de la dinastía omeya. Además de construir la Cúpula de la Roca, en Jerusalén, e imponer el árabe como lengua oficial en toda la administración musulmana, firmó una tregua de diez años con el emperador de Consantinopla y utilizó los servicios de numerosos funcionarios cristiano bizantinos en cargos civiles.

Ellos contribuirían al desarrollo de las artes ya la traducción de obras de filósofos, médicos y sabios del mundo de lengua griega. También acuñó las primeras monedas islámicas (hasta entonces los árabes usaban las bizantinas y persas), que llevaban grabada la frase: “Dios es único, Dios es eterno”.

Espíritu conquistador

Al Walid I, su sucesor, continuó con su tarea constructiva. Ordenó erigir la Gran Mezquita de Damasco y reconstruyó la de Medina. En el campo militar obtuvo enormes éxitos. Sus ejércitos tomaron Samarcanda, Bujará y Fargana en Asia central, mientras en el oeste su general Táreq cruzaba el estrecho que separa África de Europa y emprendía la conquista de España.

Un ejército enviado por Hisham para aplastar la rebelión fue derrotado en las cercanías de Fez y 10.000 combatientes pasaron a España.

El más piadoso y justo de los omeyas fue Omar II, cuya vida ascética contrastó con las disolutas costumbres de muchos de los califas de la dinastía. Tras emprender una serie de reformas internas, Omar fue envenenado, y le sucedió Yazid II, entregado a la bebida y las orgías. Su califato duró cuatro años, y a su muerte ocupó el puesto su hermano Hisham, abuelo de quien luego sería Abderrahmán I, el fun­dador de la dinastía de los omeyas de Al Ándalus.

Bajo el largo mandato de Hisham, en la primera mitad del siglo VIII, el califato alcanzó los máximos límites territoriales. Sus ejércitos alcanzaron Provenza y Aquitania en Francia, conquistaron Narbona y llegaron a Poitiers, donde el avance quedó frenado por el príncipe franco Carlos Martel.

La conquista del norte de África (nominalmente bajo el dominio de Bizancio) había sido muy rápida hasta ese momento: Egipto, la actual Libia y Túnez, desde donde los árabes atacaron por mar Sicilia las Baleares, el sur de Italia y Cerdeña, y por tierra España, el sur de Francia y algunos lugares del norte italiano. Sin embargo, su avance através del Magreb chocó con la obs­tinada resistencia beréber, que culminó en 740 en una revuelta general originada por los abusos tributarios impuestos por los emires omeyas.

Interior de la Mezquita de Córdoba.

TERCEROS

Un ejército enviado desde Damasco por Hisham para aplastar la rebelión fue derrotado en las cercanías de Fez, y a consecuencia de esta derrota unos diez mil combatientes sirios supervivientes pasaron a España, donde fueron utilizados en las luchas civiles de las diferentes facciones musulmanas hasta que terminaron asentándose en Al Ándalus. Pese a las continuas rencillas internas, y aunque fracasaron en su intento de tomar Constantinopla, los omeyas consiguieron que hacia 750 el Islam controlara un área que iba desde el sur de Francia hasta las fronteras de China.

A partir de ahí, el avance islámico fue mucho más lento, aunque nunca se detuvo. Alcanzaría el Pacífico, el centro de África y el extremo oriental de Asia. Sin embargo, los omeyas no ostentan en conjunto buena fama entre los más puros defensores del islam. Algunos de sus ca­lifas actuaron de forma impía y libertina. Distantes del pueblo, se refugiaron en sus palacios, rodeados de lujo y ceremonia, y adoptaron costumbres y decisiones más propias de reyes tiránicos que de auténticos seguidores de la fe musulmana.

Los últimos omeyas

El sucesor de Hisham sería Al Walid II, que aislado en su palacio se entregó a toda clase de vicios hasta que un año después su propia guardia se rebeló y le decapitó. Mar­wan II, gobernador de Mesopo­tamia, apodado el Burro por su tenacidad en la guerra, fue el último de los califas omeyas. El Imperio musulmán era ya un hervidero de revueltas y divisiones, y en 749 se produjeron múltiples disturbios en el Jurasán, en el norte de Irán, aprovechados por el hashemí (familia descendiente del tío de Mahoma) Abu alAbbás, también conocido como el Sanguinario, para hacerse con el poder.

Abderrahmán I se proclamó emir independiente en Córdoba.

TERCEROS

Los abasíes pretendían restablecer la ortodoxia pri­mitiva. Desde la ciudad de Marv, tras una serie de victorias, ocuparon Kufa, en Irak, donde Abu al Abbás se proclamó califa. El vencido Marwan II tuvo que refugiarse en Egipto, donde terminó siendo asesinado. Una vez en Damasco, Abu al Abbás reunió a todos los miembros principales de la familia omeya y los mandó matar. “Después –relata un cronista árabe– hizo extender sobre sus cuerpos un tapiz de cuero sobre el que se sirvió un banquete mientras las víc­timas agonizaban".

Uno de los pocos que logró salvarse del exterminio fue el joven Abderrahmán, que huyó de Mesopotamia al Magreb buscando refugio en la tribu beréber de la que procedía su madre. Allí, tras contactarcon los “señores de la guerra” que mantenían la caótica situación en el sur de la península ibérica, consiguió el apoyo de la mayoría de ellos para cruzar el estrecho de Gibraltar. En poco tiempo logró proclamarse en Córdoba emir independiente. La historia de los omeyas había concluido trágicamente en el corazón del Imperio, pero todavía conocería momentos gloriosos en las ricas tierras de Al Ándalus.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 453 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .