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Cómo sitiar un castillo medieval

El castillo era el espacio defensivo principal en la Edad Media. Y asaltarlo, una acción necesaria si se deseaba conquistar un territorio. También, larga, intensa y extremadamente cruel.

Juana de Arco comandando el asedio de Orleáns, obra de Jules Eugène Lenepveu.

asedio castillo juana de arco

El castillo proliferó en los siglos X y XI como residencia fortificada de los nobles, y rápidamente se convirtió en la materialización y en el signo de los nuevos poderes. Inicialmente tuvieron mayor representación los de madera, que han dejado pocos indicios. Consistían en una torre erigida sobre un montículo, defendida en la cima por una empalizada y en la base por un foso franqueado por una pasarela ligera.

Estos recintos tenían formas variadas, pero solían ser circulares. Los de piedra (o ladrillo, allí donde la piedra escaseaba) coexistieron con los anteriores, aunque terminarían siendo los mayoritarios por su solidez.

Investidura. Miniatura del Romance de Tristán, del siglo XII.

TERCEROS

A partir del siglo XI se manifiestan claramente, pese a sus variantes, tres grandes clases de castillo. Una será la del castillo fortificado con torre del homenaje, como el francés de Loches. Otra, la fortaleza con muralla regular, sin torreón, defendida por torres de flanqueo, como en el caso del castillo de Carcasona . Y una tercera, la del castillo rodeado de varias murallas, como el de Gisors. A principios del siglo XI, se crean cuerpos armados permanentes a los que se confía la defensa de los castillos y de las fortificaciones fronterizas. Estas guarniciones específicas quedan bajo el mando de un alcaide.

El asedio a las ciudades, las villas y los castillos bien fortificados requería una concentración importante de medios y la relativa permanencia de los sitiadores en el lugar. Por entonces, los ejércitos se formaban para uno o dos meses de guerra, y a menudo no contaban con la logística ni la financiación adecuadas para prolongar los asedios mucho más.

En la táctica era muy importante alcanzar el hundimiento moral de los sitiados.

La destrucción de los territorios de los que se aprovisionaban las fortificaciones provocaba problemas de abastecimiento y supervivencia a las guarniciones o poblaciones de plazas fuertes. Pero también entraba en juego en esta táctica el hundimiento moral de los sitiados y el debilitamiento de su capacidad de resistencia.

El enemigo se dedicaba al saqueo o a incendiar y destruir aquello que no podía robar, cosechas y árboles incluidos. La idea era desabastecer a las tropas y a la población enemigas. Pero los puntos culminantes de las guerras llegaban con la toma de castillos.

Cuando se quería tomar una fortaleza se empezaba, ante todo, con el paso diplomático de pedir su rendición. Para reforzar la petición, los sitiadores demostraban su fuerza y prometían respetar la salida de las tropas con sus armas y propiedades. Si la solicitud era rechazada, comenzaba el asedio formal, entendiéndose que el asaltante estaba en su derecho de saquear y masacrar en caso de resultar vencedor. Los asedios se iniciaban en primavera y se prolongaban hasta el verano. Pocos llegaban más allá.

Miniatura de finales del siglo XV que representa el asedio turco sobre Constantinopla, que se extendió durante dos meses.

TERCEROS

Los dos métodos para rendir una plaza eran el hambre y el asalto. Las tomas de castillos también estaban salpicadas de engaños, sobornos y traiciones, sin que importase mucho al código caballeresco. El fuego era el arma predilecta para el asalto y toma del castillo, dados los numerosos componentes de madera incluidos en las fortalezas o en sus edificios anexos. Los sitiadores prendían y disparaban flechas que habían impregnado de material inflamable. Igualmente, las catapultas lanzaban fuego griego en recipientes, que estallaban al chocar contra el objetivo. Los defensores también recurrían a él para tratar de destruir las máquinas de asedio.

El método más fácil y directo para tomar una plaza era escalarla, pero también era el que solía reportar mayor número de bajas. Primero había que llegar al pie de la muralla, para lo que resultaba necesario rellenar el foso circundante de piedra, tierra o madera y desviar el agua que lo abastecía en caso de que existiese. Una vez vaciado y rellenado el foso, los asaltantes accedían a la base de los muros. Mientras unos disparaban una lluvia de flechas de cobertura hacia las almenas, otros fijaban las escalas de madera al terreno mediante unos garfios de hierro.

Torres de asalto hasta 1645

Los defensores respondían con su propia lluvia de proyectiles, consistentes por lo general en piedras, líquido hirviendo y arena ardiente, que penetraba por las rendijas de las armaduras. Entre las máquinas de asedio hay que citar, ante todo, la torre de asalto, también llamada campanario. Era un enorme artefacto de madera de mayor altura que las murallas que tenía destinado salvar. Su eficacia fue tal que llegó a emplearse hasta un año tan tardío como el de 1645, durante la guerra civil de Inglaterra.

Las catapultas llegaban a proyectar piedras de hasta 150 kilos.

Los arietes y taladros también tenían el objetivo de hacer una brecha en las murallas. Se trataba de grandes vigas de madera, con una pieza de hierro en la punta, que se balanceaban o se hacían girar contra el muro hasta destrozar o derribar una pieza de mampostería.

Por último, estaban las catapultas, entendiendo por este nombre genérico todos los artilugios destinados a lanzar objetos no ya contra las murallas, sino contra el interior de la fortaleza. Proyectaban piedras de hasta 150 kilos, pero en ocasiones se lanzaban cadáveres putrefactos para provocar epidemias en el bando enemigo.

Representación de una torre de asalto en el manuscrito De Re Militari, del siglo XVI.

TERCEROS

Un modo muy práctico de abrir una brecha en una muralla de piedra consistía en minar los cimientos y provocar un derrumbamiento en un punto. Una vez practicado un buen agujero, se procedía a apuntalarlo con vigas de madera y a llenarlo de combustibles, para después incendiarlo y provocar el consiguiente derrumbe.

Para impedirlo, los sitiados trataban de ubicar el castillo sobre sólida roca que imposibilitase las minas. Si ello no era así, existían dos soluciones. Una era la de practicar una contramina, una galería subterránea abierta desde el castillo por los defensores, destinada a discurrir bajo la mina enemiga para poder hundirla y sabotearla. La otra consistía en construir una nueva muralla alrededor del sector que se sabía amenazado por la mina de los sitiadores, con lo que se inutilizaba la ofensiva.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 466 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.