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Fritz Haber, la tragedia de un científico sin escrúpulos

El químico alemán revolucionó la agricultura pero también creó algunas de las armas más mortíferas del siglo XX

Soldados británicos preparados para jugar un partido de fútbol con máscaras antigás en algún lugar de Francia en 1916

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Aunque no lo sepan, millones de personas le deben la vida al químico alemán Fritz Haber (1868-1934). Fue él quien abrió la puerta a la fabricación de fertilizantes artificiales, que revolucionaron la agricultura e impulsaron la población mundial a cifras antes impensables. Pero, de la misma manera, uno de sus inventos llevó a la muerte a muchísimos otros seres humanos, víctimas de las armas químicas que barrieron los campos de batalla de la Gran Guerra .

Es una de las contradicciones que arrastró durante su vida un investigador poco interesado en cuestiones éticas, o, como lo definiría más tarde su propio hijo, Ludwig, una persona “con pocos escrúpulos”.

A principios del siglo XX, la ciencia alemana era puntera; sólo en química, siete de los premios Nobel concedidos entre 1900 y 1918 fueron de esa nacionalidad. Y entre ellos, uno de los más brillantes fue Haber, miembro de una élite dentro de la élite. Temperamental y soberbio, sus biógrafos destacan como prueba de su carácter ambicioso que abandonara la fe judía y se convirtiera al protestantismo para poder progresar en la carrera académica, vetada a los no cristianos. Con todo, una decisión que le serviría de muy poco cuando los nazis subieron al poder en 1933.

Hoy es universalmente reconocido por su aportación a la agricultura. Hasta hace poco más de un siglo, la producción dependía del uso de fertilizantes de origen natural, un recurso en aquellos tiempos próximo al agotamiento. Haber inventó en 1913 una técnica para la producción de fertilizante artificial a gran escala, mediante la síntesis de amoníaco a partir de hidrógeno y nitrógeno. Este sistema, que se conoce como el proceso Haber-Bosch, es aún tan vigente que, a día de hoy, consume el 1% de la energía mundial. La nueva técnica abrió la puerta a una expansión sin precedentes de la producción agraria y, con ella, de la población. Es ese descubrimiento el que le llevaría a obtener el Nobel . Y cuantiosos royalties.

El químico alemán Fritz Haber, en 1929

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En la Gran Guerra (1914-1918), este avance resultó, a juicio de algunos historiadores, decisivo, porque sin él posiblemente Alemania se habría tenido que rendir mucho antes al no poder alimentar a su población. Los recursos y la potencia industrial eran clave en un nuevo tipo de conflicto bélico, el más global conocido hasta entonces. Las grandes potencias movilizaron hasta el último engranaje de la capacidad de su industria, hasta el último gramo de sus materias primas y, por supuesto, a sus mejores talentos. Entre estos últimos, Haber, que fue nombrado responsable del departamento de suministros químicos del ejército alemán.

Pero también en el campo de batalla la guerra era completamente nueva. En el escenario europeo, las innovaciones tecnológicas provocaban que las defensas superaran claramente a las estrategias ofensivas y que las operaciones terminaran estancadas en un frente de trincheras. Las potencias trataban de superar ese bloqueo por todos los medios, con maniobras de distracción o incluso con desesperados ataques a través del subsuelo.

Sin embargo, las armas que prometían entonces ser decisivas eran los temibles gases tóxicos. Años atrás, habían sido regulados por dos tratados de La Haya que prohibieron utilizarlos dentro de proyectiles de artillería. Esta prohibición respondía a la controversia ética dentro del estamento político, militar y científico. Pero, Haber, para quien esa polémica no era asunto suyo, se tomó la investigación como algo personal. Tanto que incluso resultó levemente herido en uno de sus ensayos.

Finalmente, junto con un equipo en el que se encontraban otros cuatro futuros Nobel y apoyado por el sector duro del ejército, halló la forma de sortear la legalidad internacional. Los gases estaban prohibidos en los proyectiles, sí, pero ¿y si encontrara una substancia idónea para liberarla desde bidones y se dejara que el viento hiciera el resto?

En abril de 1915 esta arma fue utilizada en la segunda batalla de Ypres (escenario dos años después de otro enfrentamiento, el más sanguinario de todos). El gas de cloro, la sustancia tóxica elegida, era más pesada que el aire, tendía por tanto a depositarse en el suelo y podía posarse en el interior de las trincheras. Un testigo describió la nube como “un muro amarillo” que avanzaba y un soldado superviviente explicó que la experiencia del gas era como ahogarse no en el agua, sino en un mar de tierra. Los efectos eran terribles: tos violenta, corrosión ocular, nasal, de faringe y pulmonar, y finalmente la asfixia.

Los primeros gases causaban tos violenta, corrosión ocultar, nasal, de faringe, pulmonar, y finalmente la asfixia

Aquel primer ataque fue devastador: casi 6.000 bidones arrojaron su contenido en una línea de frente de siete kilómetros y causaron 20.000 bajas, de las que una cuarta parte fueron mortales. Los propios soldados alemanes sentían pánico ante el gas y avanzaron tan lentamente que no consiguieron romper la línea defensiva que pudo recomponerse a tiempo. No pasaría mucho tiempo antes de que los aliados respondieran con la misma moneda. Para bien y para mal, Haber estaba en su cima.

Pero el éxito público tenía un reverso personal. De la misma manera que ocurría en los centros de investigación o en las reuniones del estado mayor, las discrepancias sobre los gases tóxicos se producían también en el ámbito familiar porque su esposa creía que estas armas eran excesivamente crueles. También química y de familia judía, Clara Immerwahr, era tan ambiciosa como su marido. Fue la primera mujer en obtener el doctorado en la universidad de Breslau y aspiraba a desarrollar una carrera propia o en compañía de Haber.

Clara Immerwahr (1870-1915), química alemana, en una imagen de su adolescencia

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“Sin embargo, el sueño de un matrimonio científico, equitativo y recíproco –como el de Pierre y Marie Curie en París—no se hizo realidad”, escriben los científicos Dieter Hoffmann y Bretislav Friedrich, en una semblanza biográfica de Immerwahr. Clara, consagrada al cuidado de su hijo enfermizo tuvo que abandonar la investigación, pero pensaba regresar “una vez seamos millonarios y podamos contratar servicio, porque no puedo ni pensar en abandonar mi trabajo científico”, explicó a su mentor Richard Abegg. No obstante, aunque Haber se convirtió en millonario, ella jamás volvió a los laboratorios.

En mayo de 1915, horas después de una cena de homenaje a los logros de su esposo en el campo de batalla, se disparó con un revólver en el jardín de su mansión. El momento más dulce de uno de los más ilustres científicos alemanes había coincidido con el abismo de su esposa. Las razones últimas de su suicidio no están claras, aunque algunos autores no dudan en señalar que las discusiones con su marido sobre el uso de los gases fueron la gota que colmó el vaso de su frustración.

Reunión de científicos alemanes en 1920. El segundo por la izquierda, Albert Einstein. Los dos sentados más a la derecha, Fritz Haber y Otto Hahn

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Las armas químicas dejaron importantes huellas psicológicas en el círculo próximo de Haber. El también Nobel de química Otto Hahn, expresó en sus memorias el arrepentimiento por haber participado en su desarrollo, y, cuando más tarde, fue requerido por las autoridades nazis para explorar la posibilidad de investigar armamento nuclear a partir de sus trabajos, señaló que tal perspectiva le abocaría a quitarse la vida. Otro hijo de Haber, Hermann, que había encontrado a su madre aún viva tras pegarse un tiro, se suicidaría, a su vez, en Estados Unidos en 1946.

Pero él nunca se arrepintió. Tras la guerra y por imposición de los aliados, reorientó su trabajo a la investigación en pesticidas y creó una empresa llamada Sociedad Alemana para el Control de Plagas, en la que trabajó, hasta que en 1933, con la llegada al poder del nacionalsocialismo, tuvo que abandonar el país por su origen judío. Moriría al año siguiente en el exilio. “Era más que un gran general de ejércitos, más que un capitán de la industria. Fui el fundador de grandes industrias. Mi trabajo abrió el camino a la gran expansión industrial y militar de Alemania. Todas las puertas estaban abiertas para mí” explicó en aquellos últimos tiempos.

En una última paradoja, con los años, el conglomerado IG Farben desarrollaría un nuevo pesticida a partir de la fórmula a base de ácido cianhídrico creada por Haber en su nuevo cargo tras la Primera Guerra Mundial. El producto, modificado, recibiría el nombre de Zyklon B, usado en los campos de concentración nazis muchos años después para asesinar a centenares de miles de personas, entre ellos, muchos de sus familiares.

Haber investigó en pesticidas hasta que huyó del país por el ascenso de los nazis; otros siguieron con sus trabajos e inventaron el Zyclon B