Sexo con robots en Las Vegas
Margaret Atwood publica una distopía en que una empresa ofrece casa y trabajo a cambio de encarcelaciones temporales
Harmaine y Stan se quieren, pero son pobres. Tan terriblemente pobres –tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos– que hurgan en contenedores en busca de alimentos y viven en una furgoneta, expuestos a los ataques de los sintecho que vagan por las carreteras de la América profunda, como zombis de la miseria, zarandeando el vehículo por la noche e intentando manosear a la chica.
Ese es el arranque de Por último, el corazón (Salamandra), nueva novela de la canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939), que acaba de salir a la venta, y en la que una gran corporación empresarial lanza al mercado un proyecto inmobiliario-social destinado a los castigados por la crisis: una ciudad en que todo el mundo tiene trabajo y casa. Sin embargo, los habitantes de esta urbe –llamada Consiliencia– deben alternar un mes residiendo en ella con otro mes de prisioneros en la cárcel aneja –llamada Positrón–. Pero no se alarmen: no es una cárcel como las nuestras, más bien se parece a un hotel, en el que no falta la comida, un alto confort, hay buen ambiente y los internos sencillamente trabajan produciendo objetos y artilugios que se venden en el exterior para generar la riqueza necesaria para financiar el proyecto.
Además de peluches lanudos, uno de los productos más exitosos fabricados en Positrón son los robots sexuales (los piden mucho en Las Vegas y en las megalópolis asiáticas). Atwood –que se encuentra en Londres hablando de su libérrima versión de La tempestad de Shakespeare– explica que “distopía es una etiqueta muy amplia: puede ser en otro planeta, en una galaxia muy muy lejana, en la tierra dentro de unos años... las distopías siempre contienen una utopía en su interior, algo que ha funcionado muy mal. Y al revés, todas las utopías contienen distopías. Para implantar un nuevo orden de cosas debes eliminar el orden anterior, normalmente encerrando o ejecutando a gente. Mis disutopías –vamos a llamarlas así, con esta palabra inventada, porque muestran las dos caras del fenómeno– suceden en el mundo real, no en bares de marcianos. Por eso digo que hago ficción especulativa, y no ciencia ficción ni fantasía”. Atwood dio a conocer la historia “en una serie que iba publicando por capítulos en internet, es la primera vez que lo hago, pero no es más que el método Dickens, las entregas”.
La gente viviendo en coches “es algo muy realista, no lo he sacado de William Gibson sino de los EE.UU. de hoy. Hemos construido un mundo plagado de perdedores. Y no podemos narrar las relaciones entre clases como en el XIX. Esta es una novela divertida sobre la pobreza, en este momento de la historia, en que cada vez hay más gente que no tiene ni medios para ocuparse de su salud. La gente desposeída se agarra a promesas utópicas”. Con un sentido del humor in crescendo, y una trama llena de sorpresas, la parte más disparatada de la novela está hacia el final, en Las Vegas, con muchos personajes corriendo disfrazados de Elvis y Marilyn. “Es un toque de humor inglés, entra de lleno en la sátira”, dice ella.
Atwood refleja también, a través de la pareja protagonista, el mundo de los secretos y las desavenencias conyugales, hasta fundirlo todo en una comedia de enredos que haría las delicias de Lubitsch. “La primera escena que me vino fue, de hecho, la de Stan encontrando una nota sospechosa bajo la nevera”.
La autora ha investigado, aparte de detalles de la tecnología robótica destinada a proporcionar placer sexual, los planes de producción en los países comunistas y otras situaciones económicas. “Lo que sucede en la novela ya está sucediendo: compramos cosas baratas producidas en China y países que no respetan los derechos laborales y humanos y preferimos mirar para otro lado. Y existen las colonias penales australianas, prisiones privadas que, para ser negocio, exigen un suministro constante de presos, lo que motiva que al final encarcelen a la gente por delitos menores. ¡No me he inventado nada!”.
Atwood quería ser diseñadora de ropa cuando era joven y tal vez por eso siempre se detiene en la descripción de cómo van vestidos sus personajes. “¡Y en los muebles también! –añade riendo–. Si quiere saber cómo es alguien, vaya a ver sus muebles, consejo para periodistas”.
Poniéndonos serios, el gran debate que plantea el libro es entre seguridad y libertad. “¿Libertad o peligro? –dice– Esa es la cuestión. Ha sucedido muchas veces en la historia: la gente se entrega a cambio de orden. Por eso nos asustan, para que nos entreguemos a un salvador”.