En 1950, España fue admitida por fin en la ONU después de unos cuantos años en el purgatorio de la posguerra. A consecuencia de ello nos adscribimos a toda una serie de organizaciones internacionales denominadas con siglas. Los acrónimos empezaron a ser habituales en el lenguaje, y enseguida los medios se adhirieron a la divertida sopa de siglas. Incluso los niños acabarían por memorizar listados enteros en el colegio.
La primera gran sigla propiamente hispana de los cincuenta fue Talgo, una de las más difíciles de recordar para los escolares. El truco estaba en que evocaba el nombre de sus creadores: Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol. Su primer trayecto, el 3 de marzo, recorrió la distancia entre Barcelona y Valladolid con un pasajero de excepción a bordo, S.E. el Generalísimo, que como recuerdan las crónicas, “fue objeto de indescriptibles manifestaciones de adhesión en todas las estaciones”. Se supone que el gentío también acudió interesado por los 140 kilómetros por hora que era capaz de desarrollar la máquina, una velocidad de vértigo para la época y que seguramente algunos pasajeros de cercanías aún agradecerían hoy.
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Goicoechea, uno de los inventores del Talgo
También en el ámbito del transporte surgió la Seat, es decir, la Sociedad Española de Automóviles de Turismo. El 9 de mayo se fundaba en la Zona Franca “la moderna fábrica de vehículos” a instancias del INI, o lo que es lo mismo, el Instituto Nacional de Industria.
En EE.UU. les bastaba y sobraba con una sola grafía, la H, letra muda pero temible. Era el indicador de la bomba de hidrógeno, o “superbomba”, temido artefacto que se anunciaba capaz de acabar con la vida en más de 150 kilómetros a la redonda.
La amenaza de esta y otras armas desconocidas creó una paranoia que fue el caldo de cultivo de la última gran sigla de 1950, la más popular de todas: ovni. Los objetos volantes no identificados aparecían por todas las latitudes. En nuestro país
se registró un avistamiento en Martorell (¿estarían buscando los futuros terrenos para la Seat?). Sin duda era el año ideal para que Ray Bradbury publicara sus Crónicas marcianas. Y es que, como decía nuestro periódico, “no hay día en que alguien no vea y hable con los marcianos”.