A medida que dejamos atrás la pandemia y recuperamos la normalidad perdida, se ha ido moderando aquella eclosión de lo digital que pretendía cambiar aspectos esenciales de nuestro vivir en sociedad, imponiéndose tanto la naturaleza más propia de lo humano como las exigencias del mundo productivo. Así, a diferencia de lo que aseveraban los gurús digitales de entonces, viajamos más que nunca, eliminamos móviles y tabletas de los colegios y recuperamos presencialidad frente al teletrabajo. En este contexto, sorprendía el reciente manifiesto de más de 200 altos cargos de la Generalitat de Catalunya, oponiéndose a la voluntad de su nuevo gobierno de entender la presencia física como una norma básica para quienes ocupan los primeros niveles de la administración.
La función pública, especialmente su élite de altos directivos competentes e independientes, resulta determinante en cualquier país avanzado. Sin embargo, desde hace décadas viene siendo maltratada por el poder político, que prioriza colocar a personas de confianza más que reconocer a profesionales preparados. Todo ello cercena la posibilidad de desarrollo laboral del funcionariado y desmotiva a aquellos, no pocos, con experiencia y capacidad que, a menudo, acaban por desear que les alcance la edad de jubilación lo antes posible. Pero la solución no es el teletrabajo y, aún menos, en las actuales circunstancias.
El papel del alto funcionariado resulta más clave que nunca desde la presencialidad
Al momento de enorme complejidad que vivimos en el mundo occidental, agravado en Cataluña por las secuelas del procés, ha intentado responder Salvador Illa con su propuesta de movilizar 18.500 millones de euros en cinco años para relanzar la economía catalana. Un proyecto compacto, sustentado en infraestructuras, modernización productiva, conocimiento, igualdad de oportunidades y buen gobierno.
El plan, similar conceptualmente al Next Generation, requiere de cuatro grandes pilares para su buen desarrollo: prioridades políticas, inversión pública, ambición empresarial y un cuerpo administrativo que gestione adecuadamente una transformación que, en buena medida, pasa por el buen hacer de consejerías y entes públicos. Por ello, el papel del alto funcionariado resulta más clave que nunca y sólo podrá ejercer su función de coordinación y estímulo de los equipos desde la presencialidad. La apuesta por la digitalización e inteligencia artificial debe simplificar la relación del ciudadano con la administración, pero no puede suplantar el liderazgo de quien se halla al frente de decenas, centenares o miles de personas.
La responsabilidad del alto funcionariado para recuperar credibilidad perdida y contribuir a la transformación productiva del país, pasa por estar al frente de los suyos y mostrarse a la ciudadanía; y, desde ahí, exigir con toda contundencia una mayor independencia de lo político. Es el momento.