No hace ni dos semanas que visité con Isak el impresionante centro logístico que Mango tiene en Lliçà d’Amunt, cuya última ampliación había culminado apenas hacía un año. Se trata, según él me explicó, de unas instalaciones equivalentes a cuarenta campos de fútbol, altamente automatizadas, que les han permitido crecer en el campo del e-commerce , agilizar las expediciones y dar soporte a otras líneas de negocio de esta importante compañía textil. Almorzamos en la propia sede de Mango, acompañados del consejero delegado, Toni Ruiz, y resultó emocionante escucharle explicar su concepción del negocio, basada en la innovación constante, la búsqueda de la sostenibilidad y su ecosistema de canales de negocio. Recuerdo que cuando me dijo que facturaba más de 3.000 millones y que tenían un crecimiento anual del 15%, yo bromeé diciendo que también en el Grupo Godó estábamos invirtiendo en digitalización e incluso en inteligencia artificial, pero desgraciadamente no podíamos presumir de las mismas cifras. E Isak me respondió: “Pero sí puedes presumir de presidir una compañía que tiene un siglo más que la mía, mantiene el prestigio de la marca y ha sabido adaptarse a los cambios de tiempos”.
Isak era un buen amigo, con quien compartía su afición por la vela, por el tenis, por la conversación y por la lectura. Era un fiel lector de La Vanguardia , que me enviaba más de un watsap cuando había un artículo que le había gustado especialmente. Habíamos navegado por el Mediterráneo en su gran velero Nirvana , habíamos visto juntos partidos del Trofeo Godó, del que Mango es patrocinador, habíamos viajado a Estambul para recordar los paisajes de su infancia, habíamos compartido cenas en casa y nos habíamos intercambiado libros que nos habían gustado. Con todo ello quiero dar a entender que he perdido un amigo incondicional. En una ocasión leí una frase que decía que un amigo es un regalo que te haces a ti mismo y, recordando tantos momentos pasados juntos, me doy cuenta de la dimensión de la frase. Encontraré a faltar su afecto y su consejo.
Conocí la noticia del accidente de Isak por una llamada del director del diario, al poco de producirse, poco después de las tres y media de la tarde. Me costaba dar crédito a la noticia. Era un hombre todavía joven, que hacía gimnasia, que le encantaba hacer senderismo. Estaba en buena forma. De hecho, se encontraba con Jonathan, el mayor de sus tres hijos, haciendo un recorrido por las cuevas del Salnitre de Collbató, cuando debió de resbalar y cayó al vacío, sin que pudiera frenar su caída.
La historia de Isak Andic sería para escribir un libro sobre el éxito del management empresarial. Su padre, hebreo sefardí, decidió trasladarse a Barcelona con su familia cuando Isak era poco más que un adolescente. Pensó que la capital catalana podía ser un buen punto de partida para adentrarse en el mundo de la moda. A Isak le había escuchado explicar como llegaron con blusas bordadas a mano en Turquía. Y un cuarto de siglo después ya abrió varias tiendas mayoristas. Fue el empresario Enric Casi quien ayudaría a Isak a cambiar su visión del negocio y a emprender una aventura planetaria. En nuestro recorrido por la fábrica de Lliçà, todavía me recordó que el nombre de Mango era porque le habían tumbado en el registro las dos marcas que habían presentado. Y el nombre de Mango se le ocurrió por la fruta que descubrió en un viaje a Filipinas. A veces la historia se escribe por pequeñas casualidades. Y, sobre todo, con mucho empeño.
He escrito estas líneas con una profunda tristeza, pero también con un gran afecto. La vitalidad que demostraba, su ilusión por emprender proyectos, su generosidad de espíritu se han parado de golpe a la sombra de la montaña de Montserrat. Andic deja una huella profunda en la sociedad catalana y española. Pero seguirá siendo una referencia entre los empresarios que han sabido sobreponerse a todo para llevar su marca a lo más alto. Y a los que tuvimos el honor de conocerle nos quedará siempre el recuerdo de un hombre irrepetible. No solo en los negocios, también para sus amigos.