Desde esta columna vengo insistiendo en la imperiosa necesidad de aumentar la productividad, único camino a la convergencia con el nivel de vida de la eurozona. En ese aspecto continuamos lejos: en el 2023, nuestro PIB por habitante era todavía un 26% inferior al de la eurozona (30.300 euros frente a casi 41.000 euros). Una distancia que nadie discute. Pero se destaca menos que, para recortar esa diferencia, nuestra productividad por ocupado debería crecer más que la media. Y ello no ha sido así, de forma que desde el 2000 apenas la hemos reducido: el 26% de hoy se situaba, hace más de dos décadas, en el 27%. Hemos regresado adonde estábamos: las mejoras 2000-07 eran insostenibles.
Parte de esos resultados refleja un empleo y una inversión productiva sesgados hacia servicios de bajo valor añadido; pero, también, al impacto sobre el crecimiento del PIB de factores distintos al trabajo y el capital: calidad del marco institucional (político, jurídico o financiero), dotación de infraestructuras (físicas o tecnológicas), nivel educativo, capacidad directiva y de organización empresarial o inversión total (pública y privada) en I+D. En este último aspecto, tampoco destacamos: en España o Catalunya, entre el 2015 y el 2022, su peso medio sobre el PIB se situó en unos modestos 1,3% y 1,5%, respectivamente, a comparar con el más elevado 2,2% de la eurozona y lejos de los registros de Suecia (3,4%), Alemania (3,1%) o Dinamarca (3,0%).
La clase política debería obsesionarse con la productividad y menos con el empleo
Y no sólo en inversión en I+D. Otros aspectos de la innovación tampoco permiten ser particularmente optimistas: el European Innovation Scoreboard 2023 nos sitúa entre los países con una inversión en innovación por debajo de la media de la UE (con un 89%), muy lejos de los líderes. Ello refleja menores valores de soporte financiero e inversión empresarial en I+D, uso de las nuevas tecnologías y su impacto en el empleo, número de innovadores y patentes o capacidad de atracción de nuestro sistema de investigación. Por su parte, Catalunya (Regional Innovation Scoreboard 2023) se sitúa por encima de la media española, pero con unos registros inferiores a los del País Vasco o Madrid, aunque ninguna de las tres comunidades está entre las 25 regiones líderes europeas.
Nuestra historia de las últimas décadas ha sido particularmente exitosa en empleo. Pero ello tiene un lado oscuro: sus aumentos han venido seguidos, con la excepción de la covid, de bajos aumentos de productividad y fuertes incrementos del paro. Se trata de un modelo de crecimiento que no nos permite converger hacia el nivel de vida de la eurozona y que, además, genera mucho dolor social, a poco que la recesión asome. Por ello, nuestra clase política debería virar el objeto de su deseo: obsesionarse más por el incremento de la productividad y menos por el de una ocupación que aporta poco valor añadido. Una aspiración, quizás, ilusoria.