El futbol, además de ser el rey de los deportes, ámbito de emociones y pasiones sin par, es también poder y negocio. Poder de los hombres sobre las mujeres, como se ha puesto de manifiesto en España esta última semana tras pillar in fraganti a Luis Rubiales, el presidente de la RFEF, aplicándose desmelenado a sus prácticas machistas. Pero no sólo el, también de sus estructuras directivas sobre socios y seguidores, de cuyos sentimientos se valen para campar a sus anchas.
De algunas elites para afianzar su influencia social. De sus grandes astros, convertidos en niños caprichosos y consentidos, que tiranizan a seguidores/consumidores y a sus sufridos hermanos menores de categorías inferiores. Tan poco acostumbrados al escrutinio social que en crisis como la actual no se sienten interpelados a pronunciarse. Están por encima del bien y del mal. El mundo les es ajeno.
También poder económico, dinero en el bolsillo, cómo no. El negocio de la pelota es descomunal y su alcance es global. Recorre una inacabable cadena que va desde el recién nacido al que hacen socio al nacer y llega a las sedes de las grandes multinacionales que quieren asociar sus marcas a esos momentos en los que cientos de millones tienen su corazón más abierto. Patrocinadores que han resistido sin pestañear un año largo de protesta de las jugadoras de la selección española de fútbol contra su seleccionador y las estructuras de la federación. Ahora han empezado a despertar.
Mientras, han suministrado un maná que ha permitido a los dirigentes federativos comprar voluntades, silenciar discrepancias y sobre todo escoger a los más afines y serviles para acompañarles en las instituciones. Sin distinciones territoriales, el gen no conoce límites: de Extremadura, que preside el fiel escudero de Rubiales y sustituto interino de este, Pedro Rocha, al catalán y también incondicional del acosador, Joan Soteras.
Un poder útil asimismo para presionar a los políticos, sensibles a topar con personajes capaces de manipular los sentimientos de sus cientos de miles de aficionados, por lo que prefieren tejer complicidades con los prebostes del balón antes que cantarles las verdades o meterles mano.
Silvio Berlusconi, el magnate italiano fallecido hace unos meses, fue diestro en estas lides, no el precursor pues era una práctica ya antigua, y le sacó el máximo partido posible al futbol como palanca política. Instrumentó los anhelos de su Milan, para conseguir la adoración de las masas y dar el salto a la política.
El poder del fútbol se basa en la inocencia de los aficionados y amedranta a la sociedad y a la política
Todo en conjunto conforma un ámbito, una familia aparte del resto de la sociedad, regida por sus propias normas, un código ético específico, unas reglas que serían inaceptables en cualquier otro ámbito social pero que en el fútbol no se cuestionan. En el pasado se habló, durante la época en la que los clubes eran propiedad de los socios y las elecciones las ganaban casi siempre grandes constructores locales, los reyes del dinero negro y la corrupción funcionarial y municipal, de la peculiar democracia balompédica.
El reinado de unos elegidos que combinaban la influencia de su éxito en los negocios, el inconfesable uso del dinero para comprar o torcer voluntades, el asesoramiento de técnicos y juristas avezados en las muy diversas maneras de amañar cuentas, contratos y normas, y un populismo que no traspasaba el ámbito del costumbrismo local.
Ahora vuelve a quedar de manifiesto que esa peculiaridad se sigue manteniendo, en los pocos clubes que aún mantienen la condición de ser propiedad de sus socios y sobre todo en las estructuras institucionales rectoras del futbol.
Sigue la opacidad en la gestión: el reparto de abultadas comisiones sin control; la falta de respeto a las más mínimas reglas de incompatibilidad con los negocios privados o de personas próximas; la contratación indiscriminada de familiares, amigos y conocidos sin experiencia previa ni conocimientos contrastados. Contando siempre con que la atención del potencial interesado, el socio o aficionado, seguirá siempre pendiente exclusivamente de la pelota y la tele.
Esto explica que a estas alturas, un personaje como Rubiales, al que se le han atribuido toda clase de turbias actividades y que tuvo que devolver a la federación dinero cobrado indebidamente, haya podido salir por al arco de triunfo de la asamblea federativa del pasado viernes.
Por la complicidad de sus colegas federativos. Muchos de ellos sin duda le entendían en esos momentos tan atribulados. ¿Quién no tiene algo que tampoco podría explicar en público?. Unas comisiones en la adjudicación de un contrato, un negociete con un proveedor. Un conflicto de intereses o un tráfico de influencias. No es buena excusa ampararse en que defender a Rubiales era la barrera para contener a Javier Tebas, el presidente de la Liga de futbol profesional, y evitar que se hiciera con el control total. El choque entre ambos nunca ha sido una lucha de buenos contra malos sino de rivales por hacerse con una parte más grand del pastel.
Es un gran negocio y como siempre en estos casos, los afectados se oponen a los cambios
Como todo gran poder con tan sabroso negocio entre manos, se resiste a la intervención externa, al cambio de modelo y a las reformas necesarias para hacerlo más transparente, justo y responsable. Y los políticos tampoco se empecinan mientras el daño no vaya a mayores; como ahora. La factura siempre llega. Y cuanto más tarde, peor, más abultada.
Se puede presumir que muchos de los que ahora llevan vara alta en el fútbol serán mañana carne de tribunales. Pero para las víctimas, toda la sociedad, no solo los socios y aficionados, ya será tarde. A las jugadoras de la selección española les cabe el gran honor, ciertamente doloroso, de haber abierto la caja de Pandora de la podredumbre. Ahora hay que resistirse a que la limpia se limite a apear al tóxico Rubiales. Hay que meterle mano al negocio del futbol.