Nadie ha descrito más oportunamente la naturaleza intensiva en capital de la industria de semiconductores que Randhir Thakur, vicepresidente senior de Intel y responsable de la división Foundry Services, creada el año pasado para fabricar chips bajo demanda para terceros por primera vez en la historia de la compañía. Según Thakur, “hoy, el coste de operar una fábrica en Estados Unidos es entre un 35% y un 40% más alto que en Taiwán o Corea”. Países de donde son originarios sus competidores, TSMC y Samsung.
No basta con la ley bautizada con las siglas Chips Act, que ha promulgado Joe Biden con el objetivo de restaurar el lugar cedido años atrás por Estados Unidos en esta industria, para resolver todos los problemas. Hay uno que quita el sueño: el programa chino para dotarse a corto plazo de una potente industria de semiconductores supera la cuantía del estadounidense. A rebufo de este conflicto notorio, se han sumado a la corriente Samsung y TSMC, invitadas a construir fábricas propias en suelo estadounidense.
Para restaurar su liderazgo, la firma ha dado un vuelco a su estrategia industrial
Intel será sin duda el principal beneficiario de los recursos que movilice la CHIPS Act. Tras firmarla, Biden se apresuró a visitar, acompañado de Pat Gelsinger, director ejecutivo de la compañía, la parcela de Ohio donde se construirá la primera fábrica acogida a subvenciones y exenciones fiscales que deberían cubrir el 30% de su coste.
Thakur ha admitido que su propósito encontrará dos problemas no tecnologicos: necesitará 7.000 trabajadores –no disponibles en Ohio– para completar la obra antes del 2025. Para entonces tendrá que formar, financiando a tres universidades locales, a 3.000 técnicos.
En Chandler (Arizona), Intel ya ha iniciado, con recursos propios, la construcción de otras dos fábricas que formarán parte de un grupo de seis. Para ello, Gelsinger ha montado un esquema de ingeniería financiera que él prefiere llamar smart capital : un cambio radical en la economía que rige esta industria. Intel ha cerrado un acuerdo con el fondo canadiense Brookfield para que este aporte 15.000 millones y comparta riesgo y beneficios de las dos fábricas que, en principio, no recibirían fondos federales al tratarse de proyectos ya iniciados.
La fórmula pactada contempla repartirse la inversión de unos 30.000 millones de dólares a razón de 51% a cargo de Intel y 49% su socio; la misma proporción para los beneficios que genere. Para convencer a los accionistas, Gelsinger ha presentado la operación como una suerte de dos por uno: al reducir la carga financiera, podrá mantener el dividendo pese al hundimiento de la acción.
A diferencia de la fábrica de Ohio, destinada a producir chips por encargo, el ritmo del desarrollo en Arizona podría verse condicionado por la demanda que Intel sea capaz de generar para sus productos. El contexto se ha complicado en esta industria, que está pasando de una grave insuficiencia de suministro a un posible exceso inducido por la recesión en ciernes.
La flexibilidad industrial concebida por Gelsinger y Thakur haría posible que Intel produzca sus chips modularmente: así puede subcontratar componentes a otros fabricantes e incluso dejar que sus clientes se hagan cargo de algunos procesos desagregados antes de ensamblar los chips.
Esta fiebre de iniciativas de Intel no se limita a Estados Unidos: tiene muy avanzada una nueva fábrica en Israel y próxima a inaugurar la ampliación de otra en Irlanda. Asimismo, ha anunciado que construirá una factoría en Magdeburgo (Alemania). Prevé, además, un centro de I+D en Saclay (Francia) y un laboratorio junto el Barcelona Supercomputing Center, también con ayuda gubernamental.