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Los esclavos del algodón

The Economist

Garantizar que la ropa de esta fibra procede de productores éticos es más difícil de lo que parece

Recogida de algodón

Daniel Balakov / Getty Images

A mediados del siglo XIX, Maria Sutton Clemments trabajó como esclava en una plantación de algodón de Arkansas. Años más tarde, recordaría a un capataz especialmente violento: si los esclavos “no recolectaban el algodón correctamente, los ataba a una estaca o a un árbol y los azotaba hasta que la sangre corría por las heridas”.

Saltemos unos 175 años desde esa escena de Arkansas. Ruslan Utayev recuerda su propia experiencia de ser obligado a recoger algodón en Uzbekistán, hace menos de una década. Entre septiembre y noviembre, relata, el entonces presidente, Islom Karimov, cerraba la escuela a la que acudía y hacía que niños y maestros trabajaran en los campos. Su jornada empezaba a las 6 de la mañana y se esperaba que recogiera 100 kilos de algodón al día, una cantidad apenas imaginable de lo que es, en esencia, pelusa. Quienes no alcanzaban la cuota establecida no recibían latigazos, pero podían esperar una humillación pública por parte de los supervisores.

El producto no comestible más cultivado

Al igual que otros incontables trabajadores, Susan Merritt y Ruslan Utayev fueron víctimas del hambre mundial de algodón. Las plantaciones estadounidenses abastecieron las nuevas fábricas textiles mecanizadas de Europa, especialmente británicas. Y el deseo de liberarse de la dependencia del algodón occidental llevó a la Rusia presoviética a destinar a ese cultivo vastas extensiones de sus conquistas en Asia central. Tanto el capitalismo occidental como, más tarde, el comunismo soviético tuvieron el mismo efecto: obligar a quienes no querían hacerlo a cosechar lo más barato posible un cultivo que requería una mano de obra intensiva. Y ese legado ha perdurado.

Industria téxtil en India

GCShutter / GCShutter / Istockphoto

La atención del mundo se dirige hoy a los uigures de Xinjiang, una región salpicada de gulags y situada en el oeste de China. Las empresas chinas transportan a las minorías en autobús hasta los campos de algodón con el pretexto de crear “un sentimiento de unidad y nacionalidad”, afirma (hablando a título personal) Kai Hughes, director ejecutivo del Comité Consultivo Internacional del Algodón (ICAC, en sus siglas inglesas), una asociación de gobiernos productores de algodón.

Tanto el capitalismo occidental como, más tarde, el comunismo soviético tuvieron el mismo efecto: obligar a quienes no querían hacerlo a cosechar lo más barato posible un cultivo que requería una mano de obra intensiva

El ICAC calcula que, en 2019-2020, los agricultores produjeron 26 millones de toneladas de algodón por un valor de 41.000 millones de dólares. Es el producto no comestible más cultivado, según el Fondo Mundial para la Naturaleza. El Departamento de Trabajo de Estados Unidos ha elaborado una lista de 17 países de los que sospecha que todavía utilizan trabajo forzoso o infantil en el sector algodonero. Son países esparcidos por todo el mundo, desde Argentina hasta China pasando por Egipto. De los diez mayores productores de algodón del mundo, sólo tres (Estados Unidos, Australia y México) se consideran libres de ese tipo de trabajo (y, según sostienen algunos, Estados Unidos tiene suerte de no estar incluido en esa lista negra dado el uso que hace de presos para recoger cosechas).

Atrapados o explotados

Pocos recolectores se enfrentan hoy a una coerción tan descarnada como la de Arkansas o Uzbekistán, o la de los uigures. Lo probable es que los trabajadores queden atrapados por deudas o sean explotados por agentes. La experiencia de la India es común. Allí, los recolectores tienden a ser inmigrantes que se desplazan con las estaciones. A menudo, los trabajos en estados lejanos se conciertan por medio de intermediarios que proporcionan un anticipo con el pretexto de cubrir el alojamiento y cosas por el estilo. El efecto es que el recolector queda atado al agente hasta que el dinero es devuelto. Al mismo tiempo, la mayoría de las granjas de algodón son pequeñas propiedades. Según el Instituto Internacional para el Desarrollo Sostenible, un centro de investigación, de los 100 millones de agricultores que cultivan ese producto en todo el mundo, alrededor del 90% lo hace en menos de dos hectáreas de tierra. Ese rasgo desalienta la mecanización y obliga a depender de una mano de obra barata.

El empleo de niños es un tema aparte, aunque relacionado. Se presenta bajo dos formas. En la primera, las familias migrantes llevan a sus hijos a trabajar con ellos en los campos. En la segunda, los agricultores los utilizan en sus propias explotaciones. Los niños son empleados no sólo porque son baratos. Los agricultores también aprecian sus pequeñas y ágiles manos, especialmente durante la temporada de siembra, dice Purva Gupta del grupo de derechos humanos Marcha Mundial contra el Trabajo Infantil. Cuando dicho factor se combina con la pobreza rural y unas escuelas inadecuadas, muchos padres deciden que sus hijos aprovechan mejor el tiempo trabajando. Tampoco ayuda la existencia de una regulación laxa. En la India, por ejemplo, el trabajo infantil está prohibido sólo para las ocupaciones peligrosas, entre ellas la minería. El cultivo del algodón no figura entre ellas, aunque a menudo los niños pueden verse expuestos a productos químicos agrícolas peligrosos.

Marcas marcadas

Muchas personas sostienen que la solución al trabajo forzoso reside en las marcas mundiales de ropa, que son las beneficiarias últimas de esas prácticas. ¿Por qué no son más rigurosas cuando se abastecen de prendas textiles? Muchas marcas responden que les gustaría serlo por razones legales y de reputación. El problema es el intrincado recorrido del algodón desde la granja hasta la tienda. Incluso una cadena de suministro “sencilla”, dice Mark Sumner, de la Universidad de Leeds, consiste en algo parecido a esto: un agricultor y sus vecinos pequeños propietarios venden algodón en bruto a un desmotador (que separa las fibras de las semillas), a menudo a través de un agente. A continuación, el desmotador lo suministra a los grandes comerciantes mundiales, que mezclan algodón de todo el mundo y lo clasifican según la calidad. A su vez, ellos lo venden a los productores de hilo. Luego vienen los fabricantes textiles que tejen el tejido y lo venden a compañías de tintes y acabados. Y sólo entonces la tela está lista para que la compre un fabricante de ropa que produce el artículo final. Estas últimas suelen ser las únicas empresas de toda la cadena de suministro con las que las marcas tienen un contrato.

Industria téxtil en el sudeste asiático

Liuser / iStockphoto

Incluso si los que están más abajo en esa cadena tuvieran la voluntad de rastrear de qué campo proceden los fardos de algodón (algo que no les interesa hacer) sería una tarea logísticamente inviable. Y es pedir demasiado esperar que las marcas auditen las prácticas de las empresas con las que no tienen un contrato. Además, las mayores empresas de ropa apenas suponen una pequeña fracción del comercio de las empresas de toda la cadena, lo que les proporciona poca influencia a la hora de exigir un cumplimiento de las normas.

Un problema insoluble

De modo que el problema parece insoluble. Sin embargo, hay cosas que se pueden hacer. Algunos proyectos recompensan a las empresas que invierten en fuentes de algodón éticas. Un ejemplo es la Iniciativa para un Mejor Algodón (ICB, en inglés). ICB certifica las marcas utilizando un concepto llamado “equilibrio de masas”. Cuando una empresa de confección hace un pedido de prendas acabadas, pide asociar el pedido con cierto peso de algodón certificado. ICB se asegura entonces de que, en algún lugar del mundo, un agricultor produzca el mismo peso de algodón de acuerdo con sus normas, que no sólo incluyen criterios sobre la mano de obra sino también sobre el impacto ambiental. Ese crédito se transmite a través de la cadena de suministro. Así, aunque la empresa de confección no pueda garantizar que el material que utiliza se ha producido sin trabajo forzoso, sí que puede decir que ha contribuido a producir la cantidad equivalente de algodón ético.

Los gobiernos motivados también constituyen una enorme ayuda. En torno al cambio de siglo, por ejemplo, el Brasil decidió hacer un esfuerzo concertado para erradicar el trabajo infantil. Se endureció la legislación, se aumentaron las penas y se enviaron inspectores gubernamentales a las granjas. Esas medidas han “expulsado de manera efectiva el trabajo infantil del mercado”, según Genevieve LeBaron, de la Universidad de Sheffield.

Cultivo del algodón

Las autoridades de los países importadores también deben desempeñar su papel. Xinjiang produce más del 80% del algodón en bruto de China, afirma Hughes, y el país en su conjunto es el segundo productor mundial después de la India. El mes pasado, el gobierno estadounidense emitió “órdenes de retención de entrega” contra empresas acusadas de utilizar mano de obra forzosa uigur, lo que convierte en ilegal la importación de su algodón. Desde entonces, la cuota de China en el mercado textil algodonero estadounidense ha bajado del 31% al 26%, según Hughes. (De todos modos, China todavía posee un enorme mercado interno.)

Recoger la cosecha

Muchos señalan a Uzbekistán como modelo esperanzador. El 70% de la tierra cultivable del país se utiliza para el algodón (a menudo en rotación con el trigo), según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un organismo de las Naciones Unidas. Unos 1,75 millones de personas (una de cada ocho de la población en edad laboral) trabajan en la recolección de la cosecha. En otro tiempo, muchos se vieron forzados a hacerlo. Sin embargo, tras la muerte del presidente Karimov en 2016, el país decidió limpiar sus actos. Bajo la presión de las sanciones, convirtió en delito el trabajo forzoso y el trabajo infantil. También se empujó a los pequeños agricultores a formar cooperativas, y se fomentó la entrada en el país de expertos extranjeros.

Uno de ellos fue Dan Patterson, originario de Misisipí, que en 2018 estableció el grupo de granjas Silverleafe en Yizax, en el este del país. Su cooperativa opera hoy en 27.000 hectáreas. Eso le ha permitido la mecanización. Utayev, el escolar obligado a trabajar en los campos hace una década, ya no trabaja con sus manos. En lugar de los 100 kilos de algodón recogido a mano, conduce una cosechadora que recolecta más de 120.000 kilos de semillas en bruto al día. Unos salarios más altos suponen que ahora puede cuidar de su familia, cuenta. La cosecha de cada parcela en Silverleafe es identificada por radio y enviada a la desmotadora del grupo. La cooperativa también está construyendo una fábrica textil. Tanto la digitalización como la integración vertical facilitan el seguimiento de cada fardo de algodón “de la la tierra a la tienda”, afirma Patterson.

Erradicar el trabajo infantil

La OIT dice que Uzbekistán está en vías de erradicar el trabajo forzoso y el trabajo infantil. Calcula que en 2019 el número de personas que participaron involuntariamente en la cosecha se redujo en un 40% en comparación con el año anterior, hasta unas 102.000. Otras organizaciones, como la Campaña del Algodón, un grupo que agrupa a marcas, productores y ONG, se muestran más cautelosas. Allison Gill, su coordinadora principal, cree que la cifra puede volver a subir este año. La covid-19 golpea la economía y deprime de tal modo el precio del algodón, dice, que en algunas plantaciones se están movilizando los bomberos e incluso los banqueros. Por el momento, ninguno de los miembros del grupo está a favor de pedir un boicot al algodón uzbeko. En todo caso, si Uzbekistán logra demostrar que la eliminación del trabajo forzoso no es sólo algo ético, sino también económicamente beneficioso, otros países podrían seguir su ejemplo.

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De The Economist, traducido para La Vanguardia, publicado bajo licencia. El artículo original, en inglés, puede consultarse en www.economist.com.

Traducción: Juan Gabriel López Guix