El modelo de negocio de las casas de subastas es bien conocido. Y pese a que estos últimos años se les han impuesto regulaciones específicas para dar más transparencia y seguridad a sus compradores, ellas han ampliado sus facturaciones a través de las ventas privadas o se han ayudado de inversores que garantizan los lotes, haciendo las transacciones más sofisticadas financieramente. Pero la base sigue siendo la de siempre. Aún recuerdo la emoción que me producía de pequeño cuando acompañaba a mi padre a la Brok, la enmoquetada sala de subastas que había en la calle Pau Claris de Barcelona. Ahí se vendían desde pequeños dibujos hasta pinturas de los grandes artistas catalanes. Emoción que se transformó en fascinación la primera vez que recalé en la sede londinense de Sotheby’s, en New Bond Street, y presencié en una sala llena a rebosar la liturgia y la magia que hacía que pinturas impresionistas se fueran vendiendo una tras otra por precios astronómicos. Pero esa emoción, con los coleccionistas y los dealers sentados en las sillas o de pie en la antesala, en corrillos, cuchicheando sobre procedencias y atribuciones, esperando a que sus obras de deseo aparezcan para ser adjudicadas a buen precio, se reserva a noches muy, muy especiales. Aquellas en que salen a licitación grandes lotes.
Ya nadie estalla en aplausos después de una electrizante sucesión de pujas
Hoy la realidad es otra. La retransmisión por internet para facilitar las pujas online, que con la pandemia encontró toda su razón de ser, no solo ha obligado a cambiar físicamente las salas, que se parecen cada vez más a un plató de televisión, sino que también ha alejado a muchos compradores que ahora prefieren la comodidad de casa para hacer sus licitaciones y se pierden buena parte de la magia y emoción que antaño se vivía en las salas, las dejan además medio desiertas y acaban por difuminar la identidad de los compradores que ya los teléfonos empezaron a esconder. Pero es que estas pujas online, que Sotheby’s dijo que en el 2022 fueron el 91%, han ralentizado los tiempos de adjudicación, pues el delay de internet obliga a esperar unos segundos hasta que el subastador puede hacer sonar definitivamente el martillo. Todo es muy frío y ya nadie estalla en aplausos tras una larga y electrizante sucesión de pujas en que un comprador se ha hecho con un trofeo relevante por un buen precio. Serán muy eficientes, pero lamentablemente la épica aparece sólo en las grandes noches.