La situación demográfica muestra desde el 2018 un crecimiento vegetativo negativo. Algunos analistas lo remarcan como un problema, pero para muchos especialistas no lo es, ya que responde a ciclos en la vida social y proyectar la lógica contraria a la que nos ha llevado, año tras año, a los 8 millones de catalanes, no está claro que tenga demasiado sentido. La demografía es el resultado de decisiones de personas, de estilos de vida, que no permiten decir que más sea siempre mejor que menos. Pero esta es la fecha: en los dos últimos años, la población se ha incrementado en 255.000 personas, más que compensando la pérdida anteriormente mencionada, de manera que la población extranjera ha pasado de representar el 5,4% del total de la población catalana en el 2002, al 17.2% de la misma en el 2023.
Segundo elemento de situación: el modelo productivo está instalado en una tendencia acelerada hacia el sector servicios, asociado mayormente a la llegada de visitantes. Cierto que vale más tener turismo que no tener, pero tener mucho es peligroso; puede acabar erosionando la emprendeduría de muchos otros sectores, con una calidad de servicios cada vez más escasa. La economía de los servicios sufre dos enfermedades: la llamada Baumol (la dificultad de mejorar la productividad en servicios intensivos de mano de obra), y la conocida como “enfermedad holandesa” (un sector económico, aquí el turismo, que lo acaba fagocitando todo). Y, hasta ahora, la inmigración y los salarios cada vez más precarios han sido su tratamiento paliativo; todos los costes van a precios y sin mejoras de productividad, el único antídoto es deprimir los costes laborales unitarios. Pero medicar sin un cambio de modelo, de estilo de vida, no tiene futuro.
Menos por más
Nos interesa como país la evolución relativa de nuestra capacidad de generar riqueza y bienestar, no la total
La inconsciencia colectiva ante lo que le está sucediendo a nuestra economía es muy grande. Los catalanes no tendríamos que querer, a estas alturas, crecer más en cantidades y volúmenes absolutos. Nos interesa la evolución relativa de nuestra capacidad de generar riqueza y bienestar, no la total. Menos cantidad por igual o más valor es hoy el objetivo si aspiramos a mejorar nuestra sociedad. Hay que decir basta, también, al error de valorar la situación económica a través de la tasa de crecimiento del PIB. En todo caso, nos tenemos que referir a la variación del PIB per cápita, no la del PIB global; es decir, habiendo considerado los incrementos de la población, total, activa y ocupada, asociada a aquella renta.
Además, conviene ser conscientes del hecho de que el PIB, para una economía, no lo es todo. La cuantificación del PIB deja demasiadas cosas fuera para poder ser considerada un indicador de bienestar; lo será, en todo caso, la capacidad adquisitiva real que esta renta proporcione a las familias, una vez cubiertas las necesidades básicas para mantener una vida mínimamente digna. Y, en todo caso, importa la productividad con que esta renta se consigue: el valor añadido que alcanzamos por cada hora de trabajo ocupado.