Corre, corre.
A mediodía, tal y como envío la crónica del triatlón, advierto que los judocas españoles, Tristani Mosakhlishvili y Ai Tsunoda, se postulan a las medallas.
Abro el geolocalizador y el móvil calcula rutas. Tampoco hay tanta distancia entre el soberbio Grand Palais y el Arena Campo de Marte: me salen 1,7 kilómetros, más o menos un cuarto de hora a pie.
-Vaaaaaa, que llego bien -me digo.
(Pues faltan dos horas hasta sus combates).
Y hago de flaneur, de observador.
Cruzo el puente de los Inválidos y contemplo el espectáculo. Los diseñadores han tuneado los espacios colindantes. El puente de Alejandro III luce como en un cuento de hadas. Dulce música clásica musicaliza la escena. En el restaurante Fitzgerald, los triatletas suizos y belgas, derrengados tras bracear contra las corrientes del Sena, ocupan una terraza y se bajan un plato de pasta.
Me sentaría a compartir mesa con ellos, pero no hay tiempo.
Al pie de la torre Eiffel, la gloria olímpica parece esperar a Tristani Mosakhlishvili (26) y a Ai Tsunoda (22), es importante este dato. Hasta ahora, en estos días, solo el judo le está dando medallas al tan cacareado deporte español.
(Y para la disciplina es una bendición: los judocas españoles no se subían al podio desde Sydney 2000, desde los tiempos de Isabel Fernández).
A Mosakhlishvikli podemos llamarle Tato, pues así se le conoce en su València.
Tato es un coloso de 90 kilos que nació en Georgia, allí donde el judo es una religión, y se nacionalizó español en el 2022, y que en su momento había pasado por el legendario Dojo Quino, el de Quino Ruiz en Móstoles (allí se entrenan Fran Garrigós y Nico Sherazadishvili, y otros judocas que están siendo olímpicos en estos días), antes de instalarse en València.
Esta es la lucha por el bronce y Tato, cabeza poderosa, mirada fiera, se enfrenta al griego Theodoros Tselidis (15.º del ranking de la International Judo Federation), otro talento que viene del Cáucaso, de Osetia del Norte, y que aquí anda buscando la gloria.
En el cara a cara previo están 1-0 para el español, pero eso y la nada es lo mismo (y tampoco hay tanta diferencia: Tato es 14.º del mundo).
El inicio condiciona el combate.
A los 45 segundos, Mosakhlishvili encaja un waza-ari, ya va por detrás en el marcador, y a partir de ahí ya no remonta.
Al abandonar el escenario, se marcha cariacontecido.
Antes del traspié final de Tato, se ha desvanecido el sueño de Ai Tsunoda, vencida en la pelea por el bronce.
Tsunoda lleva la cabeza rapada, cosas de la pandemia. Había empezado a afeitarse en el 2020, al salir del aislamiento, y así se ha quedado. En aquellos días había encajado dos derrotas inesperadas, ambas consecutivas, así que se había dicho: 'a transformarse'.
El rapado la hace temible, y la fórmula le ha dado la razón.
Todo lo que ha hecho desde entonces, desde aquel primer rapado, ha sido refundarse como judoca y recuperar aquel aura que la había acompañado en sus tiempos de base, cuando encadenaba títulos júnior (fue campeona mundial y europea).
Ahora, Tsunoda disputa el combate de repesca de la categoría -70 kilos ante Saki Niizoe, cuádruple campeona del mundo que se ve sorprendida por la española. La japonesa encaja un waza-ari en el punto de oro y hacia la lucha por el bronce se proyecta Tsunoda, que nació y vive en Lleida y ha mamado judo en casa, desde cría, pues su abuelo, Makoto, se lo había inculcado a su padre, Go.
Y este, a la cría.
(La madre, Céline, que es francesa, también ha puesto mucho de su parte: fue judoca y hoy entrena a la hija de cabeza afeitada).
¿Y luego?
Luego se apaga el encanto.
En la lucha por el bronce, Ai Tsunoda se cruza con la austriaca Michaela Polleres, otra clásica de las pruebas de la Copa del Mundo, dama que había ondeado la bandera en la ceremonia inaugural del Sena y luce una Condecoración de Honor del gobierno de su país y que le veta el paso.
Ai Tsunoda encaja un ippon al minuto y 47 segundos de combate y se cae del podio.