La emoción del presidente Joan Laporta le define. Como buen hombre de acción, necesita que las decisiones del club cuenten con un apoyo emocional que, con los años, se ha vuelto más incondicional y sectario (el gesto de cortar el discurso de Jaume Llopis que expresó el líder de la guardia de corps, Enric Masip, simboliza el tipo de fidelidad que exige el palco). Es una manera de trabajar que confiere al presidente una capacidad de compromiso casi olímpica, con jornadas interminables y una voluntad irrefutable de defender su discurso, incluso cuando el discurso es contradictorio o, a rebufo de las circunstancias, mutante.
Donde no llega la coherencia racional llega la implicación emocional. Y donde no llega la convicción argumental llega el victimismo, que es una forma genuina de populismo. Lo dijo el presidente ante los compromisarios: “Nuestra fuerza es nuestra identidad”. Da igual que muchos culés consideren que lo que está en crisis es precisamente nuestra identidad. El mensaje se entiende porque en realidad es una consigna. Funciona mejor si se incrusta en la tradición de la demagogia, infalible, del enemigo exterior. Ahora se disfraza de “madridismo sociológico”, una formulación vagamente vazquezmontalbaniana reducida por la simplificación del eco mediático que, en direcciones antagónicas, la multiplica hasta el infinito.
La asamblea certificó la aceptación mayoritaria del plan de la junta de Laporta, incluidas las zonas de dudas –sobre todo, la deuda– que ninguno de los opositores –Víctor Font sigue atascado en la formulación kitsch de la refundación del club– transforma en alternativa. El vicepresidente económico Eduard Romeu repitió el esquema de una proximidad casi coloquial, capaz de hacer que un rompecabezas laberíntico suene a poción mágica. Y Juli Guiu confundió el Spotify Camp Nou con el Spotify Cap Roig, un lapsus que justificaría un forfait de sesiones de terapia. A la hora de responder, también se refugió en la trinchera del acto de fe, como cuando contestó a un socio: “Le puedo asegurar que es el mejor acuerdo”. El obstáculo más difícil de asimilar para “nuestra identidad” es la confidencialidad, lugar común sistémico del nuevo fútbol. Un fútbol en el que los principios éticos y las contradicciones geopolíticas obligan a plantearse cambiar de identidad o aprender a hacerla compatible con la eficacia camaleónica de, pongamos, Mortadelo.
Donde no llega la coherencia racional llega el populismo emocional
¿Y sobre el césped de Montjuïc? Xavi probó soluciones de circunstancias, pero, en la primera parte, el invento no funcionó. El rival volvió a ser más incisivo y peligroso, y la sensación de desconcierto –Gündoğan, elegantemente ausente– se encarnó en el eslabón más desconcertado de la cadena: Oriol Romeu. En la segunda parte, la esperanza, tardía, tuvo un nombre: Lamine Yamal. Como en una partida de póquer, las expectativas pasan por cada nueva carta, aunque las posibilidades de ligar una mano ganadora parecían condenar al equipo a un triste cero a cero. Pero el instinto de supervivencia se encarnó en Marc Guiu, que sí define la parte más luminosa y feliz de una identidad vulnerable.