Ciento veintinueve hombres desaparecieron para siempre en el hielo. En el año 1845, dos barcos de la armada británica zarparon rumbo al Ártico para explorar el paso del Noroeste, ruta marítima que conecta el Atlántico y el Pacífico por el norte de Canadá. Nadie regresó. Aquella tragedia, conocida como “la expedición perdida de Franklin” nutrió libros, canciones y series como The Terror . Una de las escenas recoge la esencia de aquel viaje épico y aterrador. Tras meses encallados en el hielo, el capitán Francis Crozier, al mando tras la muerte de Franklin, deja que un ayudante le remiende un hilo suelto de la camisa cuando éste le recuerda que no ha escogido el licor para la cena.
— ¿Hay algo especial que quiera?, pregunta.
“La palabra cerca no es nada. Es peor que nada. Es peor que nada en el mundo”
El capitán Crozier responde con una ironía desesperada.
—Más aguas abiertas hacia el Pacífico para irnos a casa.
— Estamos cerca, intenta animar el ayudante.
Crozier se revuelve como una mamba negra.
— Cuidado con la palabra cerca —rebate el capitán—; cerca no es nada. Es peor que nada. Es peor que nada en el mundo.
Messi estuvo cerca de regresar al Barça esta semana. Seis meses después de ganar su soñado Mundial y coronarse otra vez como el mejor, tras dos años grises de grada malcriada del PSG, el argentino tenía la opción de volver al club de su vida y despedirse de su afición. Con 36 años pero todavía con fútbol en sus botas. Pese a ello, decidió retirarse del fútbol de alta competición.
La distancia entre ambas decisiones es tan abismal que cuesta digerirla: por un lado volver a casa, al lugar donde tu gente te corea desde que te fuiste, a intentar un último baile en el fútbol de élite, y por el otro decir basta. Adiós. Se terminó.
Messi todavía no lo sabía, pero dejó el fútbol el día que levantó la Copa del Mundo. Aquella tarde de alegría argentina desencadenada –también de miles de culés–, el 10 notó sobre sus hombros el cansancio de la carrera más bonita del fútbol, el peso de tantas críticas, y decidió irse.
El argentino esgrimió esta semana razones tristes para justificar su decisión de irse a Miami a rodearse de millones, confeti y ser la estrella del quinto deporte de Estados Unidos. A bote pronto: no confiaba en Laporta, no quería esperar más ni tampoco sentirse responsable de rebajas salariales o salidas de compañeros. Como si el Barça no fuera sus aficionados y no su presidente, como si el amor no fuera el mayor motivo de espera de la historia —después del ascensor de esta santa casa— o el fútbol no fuera una despedida. Quien desea algo de verdad, busca motivos; quien no, encuentra excusas.
Messi ha sido el más grande y ya no volverá porque deseó descansar. Su regreso al Barça estuvo cerca. No existe un dolor peor. Cerca no es nada. Es peor que nada. Es peor que nada en el mundo.