Tras el gran silencio

Tras el gran silencio

Los franceses bautizaron a todo aquel que callejea por las ciudades sin rumbo, destino ni horarios definidos con la palabra flâneur . Sin salir del bosque urbano, el flaneador se deja mecer por cuanto sale a su encuentro, sea un perro o la lluvia, y permite que la ciudad moldee su paso. Pero si va más allá y rebasa los límites urbanos para dejarse abrazar por la sombra y los senderos de los bosques colindantes el flaneador deja de serlo para convertirse en un saunterer . Jordi Soler describe, clasifica y ordena a la perfección las intenciones de estos atletas del silencio que han existido siempre (como flaneador destaca a Walter Benjamin y como saunterer a Henry David Thoreau, que llegó a construirse una cabaña en el terreno que le cedió el filósofo Emerson) en el Mapa secreto del bosque para recordarnos que mucho o poco todos tenemos algo de flaneador, saunterer y stroller (este último es el que derrama todo su andar en el corazón neurálgico del mundo más industrializado, siendo , dicen, la ciudad de Toronto el mejor lugar del mundo para hacerlo), aunque sepamos que la gracia está en no dar cuenta de ello. Porque se trata, escribe Jordi Soler en este “ensayo de combate para ver más allá de lo inmediato”, un arte inútil, sin equipos, récords, competiciones ni recuentos que poco o nada tiene que hacer ante la plaga y las correspondientes exhibiciones en las redes de runners y riders, de los que hacen hiking o le dan al trekking o al Beach Wod . Pero sí que se acerca, y mucho, al arte que cultivan aquellos que en lugar de andar por andar, nadan por nadar. También ellos van tras el gran silencio.

No sirve la piscina con su recorrido ya hecho, sus corcheras girando en azul y sus aguas blanditas

No sirven las piscinas con su recorrido ya hecho. Con sus rebosaderos como playitas, sus corcheras girando en azul apaciguando el oleaje entre parcelas. Con su vaso liso, su agua blanda a 25 grados... No, el flaneador acuático, que más bien es un saunterer , siente la urgencia de salir a mar abierto. De negociar con su genio. Con sus cambios de vientos, corrientes y temperatura. Con los juegos no siempre inocentes de luz. Con las rampas inoportunas, la respiración correcta y la optimización de las brazadas. Lo que no puede hacer la versión acuática del caminador errático, ¡lástima!, es despreocuparse del recorrido y menos imitar el juego adolescente de Alejandro Jodorowsky y sus amigos que en Santiago de Chile se retaban a andar en línea recta. Sin detenerse ni ante intuiciones ni obstáculos, siguiendo firmemente hacia delante pasara lo que pasara. Y tampoco puede ni debe hacerlo solo. El saunterer de mar como mínimo debería encontrar la forma de componer su dúo, como hacían Beckett y Giacometti en sus acometidas por París, y no perder el respeto (o mejor aún, el miedo) al mar que no siempre está amable y normalmente te obliga a volver nadando desde allí adonde has llegado. Muchos lo olvidan pero justo esa es la parte más importante de la gesta.

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