La dimensión mediática de Michael Robinson confirma que un futbolista puede tener más de una vida. También confirma que no hace falta ser cursi ni trascendente para practicar un periodismo riguroso y leal a la tradición popular que representas. La simpatía y el acento, la audacia y la capacidad para conectar con la esencia del cachondeo e improvisar en las circunstancias más adversas hicieron el resto. Alfredo Relaño es el padre de la idea de convertir a Robinson en comentarista. Y Canal+ fue la tribu que les amparó en un momento –hace casi treinta años– en el que la modernidad empezaba a liberar el relato del fútbol de ciertos lastres anacrónicos.
El gran Juan Cueto, que hoy no podrá reivindicar la importancia de su papel de alquimista, fue decisivo en la operación. Ejerció de señor Miyagi, simplificando consejos e insistiendo en que Robinson no perdiera la espontaneidad falsamente inocente del comentarista de bar, ni su genuina jeta, ni su acento guiri. Con estas cuatro cañas Robinson construyó un perfil singular, con un gusto intuitivo para la comunicación de proximidad. Sin púlpitos ni pedestales, sin certezas absolutas, desplegó un conocimiento del fútbol que, filtrado por la comicidad de su acento, conectaba con el público. La esencia de su personaje: independencia, experiencia, generosidad, naturalidad y un humor que transgredía las fronteras de la ironía.
Piedra angular de las retransmisiones de la televisión de pago, tuvo el privilegio de disfrutar de unos años especialmente libres y creativos. Encontró el equilibrio idóneo de antagonismos con Carlos Martínez. Ambos alternaban los papeles de Quijote o Sancho en función del momento, conscientes de que el espectáculo siempre debe continuar. Eran otros tiempos: la lupa visceral de las redes sociales aún no había envenenado nuestra capacidad de dejarnos sorprender por la informalidad y la alegría.
Robinson sabía separar el grano sustancial del juego y del talento de la paja sobrevalorada de tácticas y retórica especializada. Fumaba mucho, eso sí. Dos minutos antes de recibir el premio Internacional Manuel Vázquez Montalbán de Periodismo Deportivo, mientras el encargado de protocolo del Barça le buscaba para invitarlo a sentarse en primera fila, él estaba fumando, relajado, sonriendo, concentrado en el extraordinario discurso que nos regaló, consciente de haber encontrado la diagonal más corta entre Anfield y el Camp Nou. En los últimos años hablaba mucho de sus hijos. Como jugador, pocos lo recuerdan. Pero su legado periodístico supera el cliché de comentarista simpático (al que muchos culés acusaban de ser madridista y muchos merengues de ser culé) y se ha ganado un espacio propio de respeto a través de un gran formato: Informe Robinson . Allí podía ampliar intereses e inquietudes, lejos de la pasión de la grada y las servidumbres de la inmediatez. A eso, en otros sectores más presuntuosos que el fútbol y que el periodismo deportivo, suelen llamarlo obra.