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Maradona es una droga

El astro, en Sinaola

Una serie de Netflix detalla desde dentro y sin concesiones la etapa del mito como técnico del Dorados mexicano

Maradona, en sus labores de técnico del Dorados

Jam Media / Getty

Hay una frase en el primer episodio que resume lo que pensó media humanidad cuando Maradona escogió a los Dorados de Culiacán para alargar su defectuosa carrera como entrenador. “Es como llevar a un diabético a una dulcería”. La suelta un periodista local, por lo que se ve amante de las metáforas. Culiacán es una ciudad mexicana del estado de Sinaloa que podría ser conocida por el béisbol, incluso por las peleas de gallos, pero que lo es por encima de todo por su temible cártel (asesinatos, tráfico de cocaína, armas y prostitución) o por el narco Chapo Guzmán… ¿Por el fútbol? Negativo. ¿Qué pintaba pues en los Dorados el mítico Maradona, exdrogadicto confeso y teóricamente arrepentido (“¿qué jugador hubiese sido yo si no hubiese tomado drogas?”), pudiendo elegir cualquier otro rincón del planeta? La plataforma Netflix se aprovecha del personaje inagotable que es Maradona (no es novedad, siempre fue parasitado desde que despuntó en Argentinos Juniors), para contárnoslo, persiguiéndolo como en un marcaje al hombre a lo largo de toda aquella increíble peripecia, obteniendo a cambio un documental fascinante. Esperando filmar el ocaso definitivo del ángel caído, el desenlace se ofrece, con todos los matices, extrañamente esperanzador, de tal manera que visto de cabo a rabo a uno le entran ganas de sacarse el carnet del Dorados.

Diego Armando Maradona, con la camiseta del Dorados

Jam Media / Getty

Es pertinente hacer antes una previa personal. Me pirró Maradona. Fui espectador asiduo y preadolescente del FC Barcelona en la época en la que el después barrilete cósmico perteneció al club. Fue a principios de los ochenta. Asistí a la final de Copa del Bernabeu del gol de Endika que acabó como el rosario de la aurora y a la de La Romareda con el gol volador de Marcos a centro de Julio Alberto, otro tipo golpeado por las drogas. Aquellos eran tiempos de pantalones cortos comprime-genitales en los que se repartían hostias como panes. No es esta una licencia surgida de mi memoria subjetiva y por tanto sesgada: YouTube ofrece un buen catálogo para consumidores interesados. En una de las más salvajes Goikoetxea le partió el tobillo por la mitad a Maradona. El central vasco en algunos documentales sigue contestando en plan retador cuando le preguntan por aquello. Con todo esto quiero decir que disfruté mucho, aunque nos dejaron poco, de Maradona. Yo era de los que iba media hora antes al Camp Nou para verle calentar, sí, aunque la cansina anécdota, por mil veces contada, tape el auténtico motivo que nos impulsaba a ir a verle: después del calentamiento jugaba como los dioses.

Quizás mi recuerdo juvenil edulcore la visión del Maradona decrépito del presente. Desfasado, excesivo, con repentinos cambios de humor, histriónico, de gusto tremendamente hortera en la música y en el vestir, demasiado viejo a los 58 años, con artrosis en las dos rodillas, rematadamente cojo… El documental podría haberse recreado en la degradación del mito, caricaturizándolo, riéndose de él, compadeciéndolo o incluso odiándolo, pero aún ofreciendo al espectador todo ese repertorio de alternativas, se impone finalmente un singular respeto por el mito, estropeado, pero mito al fin.

La premisa

Maradona en los dominios del narco ‘Chapo’ Guzmán; nada hacía prever que la idea saliera bien

Hay planos aéreos de Culiacán que remiten sin esfuerzo a la serie Narcos, continuas charlas motivacionales de Maradona en el vestuario de gestualidad y contenido primarios, de elaboración más estomacal que racional, en las que nunca sabes si va sobrio o no porque su tono de voz ha adoptado esa sórdida musicalidad de tipo machacado por la vida para siempre. Y si tiene dientes es porque tiene dinero.

El hecho es que la presencia de Maradona empieza a surtir el efecto buscado entre sus jugadores, que pasan de colistas a escalar posiciones, y de ahí a pensar que el ascenso a Primera División está a su alcance. Maradona va convenciendo paralelamente a los seguidores más descreídos, a los periodistas más resistentes, al presidente que le fichó (un fenómeno, el tal Antonio Núñez), doblegando las suspicacias iniciales y tejiendo una red de ilusión alrededor del club que traspasa la pantalla hasta contagiar al espectador.

La serie destila respeto por ese fútbol de segunda clase ajeno a la sofisticación, funciona como estudio endoscópico de un fútbol de mercadillo en el que se mezclan aficionados incombustibles (sensacional yo solo Salázar), jugadores veteranos que están de vuelta y jóvenes que sueñan con dar el salto, en una composición global que en cierta manera nos devuelve a nuestra realidad ya comentada de los ochenta, rememorando lo que una vez fuimos antes de que el paladar se nos apijotara irremisiblemente con lo que llegaría después.

La sorpresa

El argentino poco a poco se va fusionando con el club, recuperando la autoestima de la ciudad e incluso la suya

Maradona va mejorando su aspecto con el avance de los capítulos, sonríe, se fusiona con la causa de los Dorados. Baila en las victorias, se involucra en su trabajo muy por encima de las expectativas, se entrega de forma entrañable a futbolistas anónimos de incierto porvenir, insulta al árbitro sin ninguna razón (“trae demasiados ventarrones en el alma, Diego no viene con manual de instrucciones”, dice el presidente, lúcido), utiliza el walkie-talkie desde el palco (¡qué deliciosa concesión ochentera!), vuelve a sentir y vivir el fútbol, corea su propio nombre tras los triunfos, en definitiva, encuentra en Culiacán, como en su día en la sureña y complicada Nápoles, otra ciudad edificada sobre arenas movedizas, su lugar en el mundo. Su mejor droga.

Y es a partir de esa fidelidad inusitada hacia un club marginal cuando acabas queriendo otra vez a Maradona pese a su escandalosa imperfección. Y, sin necesidad de que una banda sonora efectista te subraye ninguna escena, le vuelves a adorar porque odiarle o caricaturizarle es lo fácil y en ese momento no te apetece. Y dan ganas de perdonárselo todo. Aunque uno sepa que en el fondo no se lo merezca.