Me gusta el fútbol hasta
en la sopa y no me gusta
la sopa. Si Albert Camus aprendió las virtudes teologales, carnales y metafísicas del hombre durante sus años de futbolista amateur, yo, modestamente, puedo decir que aprendí todos los insultos habidos y por haber, incluso los más abyectos, gracias al fútbol y la disfuncionalidad de mi familia, muy peculiar. A mi padre,
el fútbol se la traía al pairo –a diferencia de los progenitores de mis amigos–, y como era un preconstitucional nunca me llevó al fútbol, alegría que me daban muchos domingos dos tíos. Uno, Siscu, era socio del
CE Europa y el otro, Juanito, era abonado del Espanyol, pese a lo cual yo salí culé, algo defectuoso –sin llegar
a lo del Pàmies, culé pero
no antimerengue– porque
el Espanyol es mi otro equipo y soy incapaz de desear
y aún menos corear –como un buen culé– que se vayan
a Segunda. Es lo menos que uno puede decir después de haber disfrutado tanto en el coliseo de Sarrià...
Dicho esto, me veo en la obligación de reivindicar que un derbi son tres puntos pero con mucha guasa. Ganar al Eibar en Ipurua está muy bien pero no tengo a ningún eibarrés a mano y si lo tuviera tampoco sabría de qué hablar, salvo del fútbol con barro, la industria armera o el chuletón de buey. En cambio, los pericos están por todas partes, infiltrados en los lugares de trabajo, los bares de copas y la comunidad de vecinos, esperando agazapados el derbi para sacar la escopeta y freírnos
a perdigonazos. Y ya que hemos mantenido una rivalidad más o menos saludable durante tantos años, lo menos que podemos hacer es cachondearnos los unos de los otros antes, durante y después del partido porque también de eso va el fútbol.
Vi el copero RCD Espa-nyol-Cadiz del martes en
el campo: les han entrado dudas. Y disfruto pensando en que jugará Piqué, con todo lo que eso comporta.
El día que un derbi sea la ceremonia del té en Tokio, yo me habré muerto. Y
un cierto fútbol, también.