El lado más íntimo de Karl Lagerfeld, un dandi posmoderno
Karl Lagerfeld
Reinó en el olimpo de la moda durante cincuenta años
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Las frases más polémicas de Karl Lagerfeld
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Ha muerto Karl Lagerfeld, que reinó en París y gobernó el olimpo de la moda durante cincuenta años, pero está prohibida la palabra nostalgia. No formaba parte de su vocabulario. La detestaba. A nadie he escuchado pronunciar con tanta verdad y tanto encanto “je déteste ça”. Se tomaba la molestia de renombrar su universo cercano. Prefería discreción a respeto. No leía poesía traducida, opinaba que era masacrar la lengua del verso. Lagerfeld se comía las palabras, no era fácil entenderlo aunque hablara fluidamente cuatro lenguas y leyera siete periódicos al día. Pensamiento rápido y desconexión con el reloj. Era brutalmente impuntual, un defecto que su equipo le toleraba porque, aseguraban, compensaba con creces. “Hace que lo complejo sea fácil. Cada día aprendes de él” me comentaban. Su cambio radical se produjo cuando mueren sus dos mejores amigos, el ilustrador Antonio López en 1987 y, sobre todo, su compañero Jacques des Bascher en el 89 . Fue entonces cuando Karl empieza a vestir su mítico uniforme, y paulatinamente su círculo empezó a dejar de incluir a famosos, para centrarse en una tribu mucho más fiel y cerrada: su maître d´hotel, su guardaespaldas, su mano derecha Caroline Lébar, la gente del taller.
Avanzaba a saltos, con paso de ardilla; siempre pareció alto aunque no lo fuera, y oficiaba con aires de Sócrates y de Diderot, pero también de Jim Morrison, Andy Warhol y Madonna. Sin alcohol y sin drogas, fue el rey del iPod: los reglaba como generosa cortesía, en la última onda de la música electrónica. “Le he traído uno con novedades que nadie conoce, lo hecho yo mismo, así que sino le gusta es culpa mía”, me dijo en una ocasión. En otra, me regaló uno vacío. Esos despistes formaban parte de su manejo con el tiempo, aunque también era rey de las boutades.
En su casa de Saint Germain almorzaba sobre mantel fino, con Coca-Cola servida en una jarra de cristal de Baccarat. Fue uno de sus combustibles desde que adelgazó casi cuarenta kilos. No se soportaba a sí mismo obeso, y adoptó una disciplina militar. Se inventó otra identidad, y levantó polémicas por su forma de hablar de la obesidad, y a la cantante Adele la llamó gorda, aunque también dijo que tenía un gran talento y una voz divina. Detestaba lo políticamente correcto, y aseguraba que nos empobrecía, pero en una ocasión le costó un desmentido en televisión. En una entrevista que realicé para Marie Claire España en 2012, y ante una foto de Zapatero, me dijo: “es un imbécil, como Hollande”, y se mostró contrario a su política fiscal respecto a lo saben los franceses saben hacer mejor: moda, coches, vinos y quesos. El exabrupto fue titular del Telediario de France 2: “Karl Lagerfed afirma que François Hollande es un idiota”. Su equipo me rogó algún tipo de rectificación; digamos que es un problema de contexto, les propuse, ya que difícilmente podía tratarse de un error de traducción.
En su infancia, en Hamburgo, admiraba a Carmen Amaya y hasta empezó a vestirse como ella y renovó el traje masculino con sus camisas Hilditch Key, derrochando un estilo neogótico y veneciano, y renovando la estética de un Occidente que aseguraba que estaba cansado, igual que su Europa, que pocas clases de moral podía dar…. Y aunque le desagradara evocar, aseguraba que la conversación del siglo XVIII era mucho más sofisticada que la de nuestros días. Su madre ejerció un papel fundamental en su vida. En una entrevista me contó que, de niño, le preguntó por la homosexualidad; “es como el color del cabello, unas personas son rubias y otras morenas, no es nada, no hay problema». En su leyenda se hallan renglones torcían con Saint Laurent, años de voracidades sexuales y pasiones turbulentas. En más de una ocasión afirmó que sus memorias, escritas en inglés, se publicarían tras su muerte, y que prohibiría su traducción.
Lagerfeld albergaba múltiples sensibilidades y visiones. Se anticipó a la extinción del plástico, considerándolo materia de lujo y haciéndolo desfilar para Chanel, a la que resucitó cuando la marca había quedado huérfana y él empezó a cortar los tweeds por encima de la rodilla. Antes, por la casa, habían pasado varios creadores, pero hoy nadie recuerda sus nombres. Cuando se puso el uniforme, adquirió una actitud distante y empezó a soltar frases lapidarias. Después de Gabrielle Chanel, Karl ha sido el creador más carismático, un icono pop, capaz de repetir cada temporada los mismos códigos de la maison, logrando en cambio que parecieran nuevos. Además, con su propia marca, Karl Lagerfeld, y con Fendi, ideó nuevos formatos en la temporalidad de la industria como las pre colecciones. Decía que eran ideales las ricas que pasaban las navidades en el Caribe, pero a la vez fue de los primeros en diseñar una colección para H&M. Entendía el nuevo business de la moda , instagrameó sus diseños y logró dominar el nuevo paradigma : había listas de espera en las tiendas de todo el mundo, ansiando su gadget de temporada, y hizo crecer el volumen de facturación de la casa hasta los 8.000 millones de euros al año actuales.
No inventó ninguna prenda, pero convirtió la moda en un fenómeno global. Rindió un extremado culto a lo efímero: sus desfiles eran proezas de la mise-en-scène: playas, glaciares, ríos, jardines recreados en el Gran Palais con un arte ilusionista practicado por un hombre que nunca se complacía del todo y citaba a Paul Bourget: «por suerte, todavía quedamos algunos que no tenemos ninguna estima por el mérito». Cambió la forma de comunicar la moda y sobrevivió a muchas generaciones que, a su pesar, lo consideran padre –él exclamaba en broma “padre, no, abuelo de una generación creativa”–. Oficialmente solo declaró una enfermedad: los libros, y era coleccionista de incunables y coffe-tables. Durante su estancia en el Hôpital Américain de París aseguran que fue un huésped encantador. A pesar de su fama de misántropo e incuso de sus temporadas de aislamiento, a Lagerfeld le gustaba la gente, los jóvenes, los artistas y artesanos. En la cercanía era un hombre divertido, sagaz, muy curioso. Cuando defendía su gusto por dormir solo, afirmaba, entre amigos, que uno tenía que poder leerse con libertad. De lo escatológico a lo sublime no necesitaba transición. Consideraba que el matrimonio homosexual era demasiado burgués, y defendía las pasiones “deportiva y limitadas en el tiempo”
Karl, al que una vez vi sin gafas –y tenía una mirada vibrante, sin bolsas, sin monstruosidades–, combinó la tradición de los salones mundanos ilustrados con la postmodernidad y rindió culto a lo efímero, desentendiéndose del pasado, igual que aseguraba haberlo hecho en su propia vida, fue rico en su ansia de belleza. En los ateliers de París, las petites mains que bajo su mirada severa y al tiempo tierna reprodujeron sus sueños recordarán siempre su espíritu, al hombre educado, al dandi postmoderno. Fue lector devoto de Catherine Pozzi, poeta de culto: “antes de entrar en la eterna morada/Cómo saber de quién yo soy la presa/ Cómo saber de quién soy el amor”. Solía despedirse apretándote fuertemente la mano y lanzando un beso al aire, como una estrella con guantes de cuero, el pelo empolvado, perfumado con Bal dAfrique, sonriendo en la media distancia entre el hombre y la leyenda.